Particulares, sobre todo. Gente con algún problema. Una licencia denegada, un favor rogado, una petición de vista gorda, un simple problema con el tendal del vecino. Pues eso, asuntos menores que le distraían a uno del verdadero fin: el planeamiento. El remate del entramado urbano, como le gustaba decir, para lograr la conurbación de los diferentes barrios separados aún por solares baldíos invadidos de maleza.
Los otros que deambulaban frente a la puerta del despacho, matando el tiempo de espera con pequeños paseos, repasando sus documentos o fumando, los que fumaban, la mayoría, eran constructores, contratistas, -adjudicatarios y aspirantes a serlo-.
Aunque este tenía en fase de derribo un viejo inmueble en el centro, sobre el que proyectaba edificar viviendas de precio libre. Y digamos que había hecho sus números y el beneficio previsible no le parecía suficiente. Esto, de entrada. Habitual, por otra parte. Seguro que a casi nadie le parece suficiente lo que gana.
Le tocó esperar unos cuarenta y cinco minutos. Lo suyo. Otros esperaban más. Tuvo suerte. El concejal le saludó cortés, le rogó que se sentara e, inmediatamente, alzó su mano pidiendo un momento, cogió el teléfono, marcó una extensión de tres cifras y cuando la otra persona descolgó su llamada, dijo: “Pásame ahora con quien ya tu sabes” y, dirigiéndose al constructor, le clavó: “Es que tenía que hacer esta llamada ya hace media hora y después se me pasa. No sé como, al verte, se me vino a la cabeza” y, a continuación, dirigiéndose supuestamente a su interlocutor telefónico y, en un tono de voz más alto y más agrio del que había empleado hasta aquel momento, dijo “Ya sabes por qué te llamo. Supongo que habrás leído algo en los periódicos. Así que, olvídate ¿entiendes? No pienso hacer nada. A partir de ahora, me desentiendo. No entro en tu juego” Y tras tres segundos de réplica de su oponente, bramó: “Mira, estoy muy ocupado. No, no creo. Ya te llamaré yo” y colgó.
El constructor no se amilanó. Era nuevo en plaza, pero le sobraba valor y arrojo. Estrategia, pensó. Teatral, también. Una misse en escena casi perfecta. Si no fuese por el cinismo, la hipocresía social y, como no, sus propios fines, hasta le daban ganas de aplaudir. Pero bueno, podía ser verdad, no casual, pero verdad. Había oído de todo: que a este se le untaba fácil era lo más común, pero también todo lo contrario, que iba más pegado a la legalidad que un tren a la vía. Y sólo se habían visto una vez y no en aquel despacho. Apenas presentarse y una pequeña charla de situación esencial.
Al constructor le fallaba la experiencia y le sobraban los rumores. Las más de las veces, sin base. Puros y resbaladizos rumores: mal terreno para los cimientos sobre los que debe sustentarse el buen juicio. Así que había que ser cauto y tantear poco a poco, dejando el final para el final, llegado el caso.
“Tú dirás”, dijo el concejal. El constructor sonrió, miró de frente y a los ojos y sin rastro de duda, ni de cualquier otro resquemor en la mirada, limpiamente, dijo: “Verás. He estado haciendo mis números y las cuentas no me salen”. Hizo una ligera pausa para tantear la reacción del concejal, pero no logró colegir nada, porque el otro hizo un gesto de “continúa”, moviendo ligeramente la cabeza hacia delante. Así que prosiguió, igual que había empezado. “Pues verás, el problema es que la parcela está en el casco histórico. Ya sabes, la normativa es muy estricta con las alturas y la edificabilidad, pero yo he pensado que, si ejecutamos una segunda planta de garajes, que con eso no se perjudica a nadie…” decía, cuando fue parado en seco por el concejal, con el mismo gesto de espera que le había hecho con la mano unos minutos antes. “No se perjudica a nadie, no se perjudica a nadie. Lo que no se puede y cuando digo no se puede es que no se puede, es saltarse la legalidad a la torera. El planeamiento es el que es y hay que joderse, y el que se pase de la raya, ese, sanción, sin contemplaciones”. E inmediatamente, como calentándose de golpe y elevando el tono, añadió: “Es que os creéis que venís aquí, me decís a mí que lo que queréis es pasaros la ley por el forro de los cojones, para lucraros vosotros, y yo me tengo que quedar de brazos cruzados. Manda cojones”.
El constructor, pese a la perorata, mantenía no sólo la compostura, sino hasta la sonrisa. Dejó terminar al concejal y sencillamente, le dijo. “Estoy completamente de acuerdo contigo. Sobre todo en lo de sancionar al infractor. Que aquí de lo que estamos hablando es de una sencilla infracción, contemplada en la ley y que tiene su sanción correspondiente”. “No te entiendo”, le contestó el concejal. “Pues es muy fácil. Veras, lo tengo todo pensado. Lo primero es que aquí, como te decía, no sólo no se perjudica a nadie, sino que se benefician todos. Se beneficia el Ayuntamiento, se benefician los ciudadanos, se benefician los compradores de los pisos, y claro, se beneficia también mi empresa, eso no lo oculto. Pero es que todo es beneficio”.
El concejal ponía cara de incrédulo, pero el constructor prosiguió. “La idea es la siguiente. Nosotros construimos una segunda planta de garajes, lo que nos da unas veinte plazas más y sobra sitio para hacer también los correspondientes trasteros. Así libramos el bajo cubierta y podemos comunicar los últimos pisos para venderlos como dúplex”. “O sea, dijo el concejal, que no sólo hablas de una infracción, sino que son dos, ya que tampoco es posible el tema de los dúplex y lo sabes”. “Claro que lo sé. Pero, ¿de cuánto estamos hablando?, ¿de cuánto sería la sanción?”. “¿Sanción? No cabe. En tu caso habría que ordenar la restitución de las obras para ajustarlas al proyecto por el que se te concedió la licencia”. “Claro que cabe acuerdo, -le replicó convencido-, o vas a ordenar rellenar un sótano, una vez construido y que no molesta a nadie, como tampoco perjudica a nadie que una escalera interior comunique los pisos, porque no nos pasamos en las alturas”.
El concejal dudaba y el constructor pensaba que cada vez estaba más cerca de su objetivo. Así que siguió a la carga. “Calculemos la sanción. La venta de las veinte plazas de garaje y el incremento de precio para los dúplex pueden suponer unos 300.000€ más. Te propongo que la sanción se haga por esa misma cantidad. Así, nadie sospechará de la posibilidad de un acuerdo previo entre nosotros”.
El constructor se calló en ese punto y dejó al concejal, como en ascuas y con cara de sorprendido. “O eres más tonto de lo que creía, -dijo el concejal-, o tú te guardas un as en la manga. Porque si te sanciono por la misma cantidad que ganarías, incluso pierdes cuartos, ya que el coste de construcción de ese segundo sótano y las obras de los dúplex irían de tu cuenta”.
“Si la cosa acabase aquí, sí que sería tonto, pero es que lo mejor viene al final”, dijo el constructor, ya con la sonrisa al límite enmarcando sus dientes amarillecidos. “El caso es que leí el otro día que estabais buscando un local céntrico para el traslado de una escuela municipal, ¿me equivoco? Pues ya tenéis local, de casi quinientos metros cuadrados y valorado, duro arriba, duro abajo, en 300.000 euros. ¿Y qué conseguimos con esto?, que el ciudadano vea que el Ayuntamiento controla la legalidad, aplica las sanciones correspondientes y se beneficia de ello de modo inmediato obteniendo un patrimonio cuantificable, que además cubre una carencia municipal y está ahí, bien visible y transparente para todos y que tú, además, puedes rentabilizar electoralmente”
“Bueno, vete frenando, que ahora el político parece que eres tú”, le interrumpió el concejal. “Así que dedícate a lo tuyo, que de la rentabilidad política del asunto ya me ocupo yo”. “No, si de lo mío bien que me ocupo, no tengas duda” replicó el constructor jocoso. “No, no hay duda”, zanjó el concejal, que ya había sopesado mentalmente los pros y las contras, que las había, no todo iba a ser tan de color rosa como lo pintaba el otro. Que habría críticas, seguro, que bramaría la oposición, también. Que muchos, incluso dentro de su propio partido, mirarían la operación con lupa, fijo. Podría dar hasta una lista de nombres, empezando por los rivales de los dientes afilados que le esperaban en el congreso local de su formación con la aviesa intención de arrebatarle a él el mando en plaza.
“Mira, dijo el constructor, tienes que verlo así: lo que vamos a hacer es un gran pastel, del que vamos a comer todos. El ayuntamiento gana un local y pone en marcha un servicio que beneficia a los ciudadanos. Los compradores de los pisos pueden acceder a una segunda plaza de garaje, lo que genera un mayor valor para su vivienda y, si quedasen plazas sin vender entre los nuevos propietarios, las pondríamos a la venta a los vecinos de las casas colindantes, con lo que además liberaríamos plazas de aparcamiento en superficie, que también es bueno para todos”.
Y, él, obviamente, aunque no lo dijo, se embolsaría el beneficio de la venta, porque era una venta encubierta, del local que se quedaría el Ayuntamiento, ya que su precio de construcción era, evidentemente, mucho menor que esos 300.000 euros de sanción que sólo sobre el papel iban a aplicarle.
Tampoco dijo, -ni falta que hacía, porque el concejal no era tonto y estaba al tanto- nada de las dificultades que tenía para la venta de los bajos comerciales, se sobreentendía. Porque el concejal sabía bien que las ventas de pisos sobre plano iban a buen ritmo y que el mejor local comercial, el de la esquina más visible del nuevo inmueble, ya estaba vendido. Pero, el resto de locales, en una ciudad económicamente deprimida, con un comercio en crisis y casi apuntillado por la presión de las grandes superficies que arrastran a los compradores hacia las afueras, iban a ser difíciles de colocar. En muchos edificios los locales tardan años en venderse y quedan así, luciendo el indecoroso ladrillo un año tras otro, sin que eso repercuta positivamente en el bolsillo de nadie. Así que la jugada, desde el punto de vista del constructor era perfecta: ganaba más, vendía lo más difícil y, en menos de un año, dejaba el tema liquidado y, a otra cosa.
Para el concejal quedaban las dificultades, que, pensaba, en el fondo no eran tantas. Las mismas moscas cojoneras de siempre, poniendo pegas a cualquier cosa positiva que se haga en la ciudad, por el simple hecho de que quienes la llevan a cabo no son ellos, sino los otros, los contrarios. Más de lo mismo. Podía con ese toro, sin duda. Pero, claro, en la ecuación final faltaba algo.
“Dices que aquí todo es beneficio, que si el ayuntamiento gana, que si los ciudadanos ganan, que tú ganas, pero me dejas a mí las dificultades y aún no me has dicho qué es lo gano yo”. “Ja, ja, ja, ja, ja” rió entonces el constructor sin contenerse lo más mínimo. “No sabía que eras de los que no se conforman. Porque tú está claro que ganas: refuerzas tu imagen de legalidad al imponer sanciones, consigues patrimonio revalorizable para el Ayuntamiento sin gastar un duro de las arcas municipales, pones en marcha una escuela y no hace falta ser muy listo para lograr réditos políticos de todo eso”. “Sí, pero ‘todo eso’ hay que trabajarlo, despacito y con mucha cautela, para que no salga la burra capada”, replicó el concejal, “que aquí andan todos a la caída, con la mosca tras la oreja y en cuanto se mueve un duro de aquí para allá, todo se mira con lupa”. “Pues tú dirás”, respondió el constructor cogiendo el toro por los cuernos. “Pues eso, ya te diré, en eso quedamos”.
Seis meses más tarde, tras la correspondiente comisión de urbanismo, el concejal daba una rueda de prensa en la que informaba de que, tras la pertinente visita de los técnicos municipales, se habían constatado irregularidades consistentes en la construcción de una segunda planta de garajes no contemplada en el proyecto y un aprovechamiento bajo cubierta, igualmente contrario a la normativa en vigor, por lo que se ejecutaría un procedimiento sancionador que debía aún ser cuantificado.
Un mes más tarde, el concejal informaba igualmente a los medios del acuerdo alcanzado con la empresa constructora por el cual, tras determinar en 300.000 euros la cuantía de la sanción, la empresa accedía al pago mediante la cesión a propiedad municipal de la parte principal de los bajos del edificio, valorados en dicha cantidad, y que el ayuntamiento ya había decidido el destino que tendría: serviría de sede para la nueva escuela municipal, que era una demanda ciudadana que venía de años atrás, etcétera, etcétera. “Consideramos que este acuerdo es positivo para la ciudad, para el ayuntamiento y sobre todo para las personas que llevan años demandando la creación de esta escuela, destacando, sobre todo, que ello no supone desembolso alguno para las arcas municipales, ya que el compromiso alcanzado incluye incluso las obras de adecuación del local al nuevo uso para el que va a ser destinado”.
Hubo tormenta, claro que sí. Pero los chaparrones llegaron más desde dentro, es decir, de su propio partido, que de la oposición, a la que se veía incómoda. No era para menos. No podía oponerse frontalmente, por no enfrentarse a una parte de su propio electorado, que veían el acuerdo positivo y estaban a favor de que la puñetera escuela se hiciera ya e incluso no veían mal que el promotor ganase su dinero y, aunque postularon que la solución ideal sería la restitución de las obras para ajustarlas al proyecto, que el acuerdo no se veía muy claro, que el mayor beneficiario era el constructor… que había gato encerrado, vamos, en la prensa, en cambio, fueron tibios. Su labor fue más de zapa: difundiendo dudas, rumores y diretes en petit comité y en reuniones informales.
Los de su partido, no todos, sino algunos de línea contraria, que apenas sumaban un tercio de los votos acusaron, pusieron zancadillas, recurrieron a la dirección del partido hicieron aspavientos e incuso patalearon, sin conseguir nada más que eso, porque la dirección del partido ni se mojó ni dijo esta boca es mía.. Pero, en el congreso local, en el momento de las votaciones que ellos creían felices, empezaron, de repente, a aparecer votantes a los que no conocía nadie en el partido, hasta el punto de que la cosa empezó a parecer sospechosa, máxime cuando los resultados arrojaron una aplastante derrota por su parte y victoria por parte del concejal.
Empezaron a tirar del hilo y concluyeron que aquellos afiliados que sólo aparecían en una última lista, pero que eran votos legales y había que joderse, resultaban ser en su mayor parte, según decían, trabajadores de la empresa del constructor.
Pero el escándalo no trascendió. Los díscolos fueron acallados, con el silencio cómplice de los medios de comunicación y eso fue todo. Cada quien siguió en su silla, el tiempo puso un tupido velo en todo aquello y hoy sólo lo recuerdan unos cuantos.
La punta del iceberg.
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