viernes, 9 de septiembre de 2011

HOY CAPÍTULO 7 DE LA NOVELA "TODO ESTÁ ESCRITO"

SIETE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE  BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA  CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 3

He estado hablando un buen rato sin darme cuenta de que se había terminado la cinta. Este maldito cacharro, simplemente, se para y no avisa. Con el esfuerzo que me estaba costando reproducir la conversación. En fin, no hay otro remedio que volver atrás.
 La cinta se ha quedado cuando Ramón me advertía acerca de Ana. Traté de explicarle que era él quien se equivocaba. Que ella no tenía nada que ver ni con los poemas, ni con ese supuesto tesoro. Pero Ramón pensaba todo lo contrario: ¿cómo si no hablaría de los buscadores de oro?, ¿cómo si no iba a saber que había habido muertes? Ni tampoco mencionaría ese presentimiento sobre algo malo que, de algún modo, me afectaría a mí. Ni siquiera me pondría en guardia ante Luis Uría, como veladamente hizo.
 Ramón fue refutando, uno por uno, todos mis argumentos, mientras que yo comenzaba a sospechar que la ingenua defensa que yo hacía de Ana, más que lógica, era sentimental. A fin de cuentas, razonaba Ramón, yo casi no la conocía. Y había entrado en mi vida por una puerta falsa, no de un modo casual o accidental. Sí, era cierto. Pero también lo era que se acercó a mí con las cartas boca arriba, preguntándome directamente por el poema, cuando, si tuviese intenciones o intereses poco confesables, sencillamente, podía haberlo evitado. En ese caso, le sería mucho más útil la discreción: dar un rodeo, tantearme y más tarde, dejar caer, como quien no quiere la cosa, cualquier pregunta sobre mis conocimientos sobre ese tesoro, si era eso lo que pretendía, tal como sugería Ramón. Pero bien podía ser que su interés no fuese más que intelectual, desinteresado, y que estuviésemos buscando fantasmas donde no los hay. Porque, ¿cómo se explica que sabiendo desde el principio que yo no tenía idea de nada, no hubiese ahuecado el ala y si te he visto no me acuerdo?
— ¡Pero mira que eres parvo! Qué ella fuese directa y al grano, no es relevante. Míralo así: ella sabe desde el principio que tú desconoces completamente el asunto pero, en cambio, te convence para que vengas a hablar conmigo. ¿Por qué?: porque tú eres el puente hacia mí, y yo, como poseedor del poema, sí podría saber algo más.
— ¿Y por qué razón ibas a saber más? Si fuese así, no me pedirías a mí que investigara su origen.
Pero tú la creíste. De hecho, estás aquí. Tu propia aceptación de su sugerencia le ha abierto la posibilidad de que, efectivamente, yo tenga más datos.
—Sí, es posible.
Claro que es posible. Y a eso, súmale que ella a ti no te ha contado nada acerca de sí misma. Ni siquiera te ha dicho sus apellidos, ni donde vive, ni a qué se dedica: nada de nada… finalmente, no sólo te ha dicho que ha habido muertes, sino que va a haber más en el futuro. ¿Qué más prueba quieres?
Sus palabras se me clavaron como un puñal en el centro del corazón. Y esto no es una metáfora. Te juro que percibí un dolor real y físico dentro del pecho. Por un momento, llegué a sentir hacia Ramón un resquicio de odio, a pesar de que pensaba que era muy posible que tuviese toda la razón. Y eso todavía me dolía más. Todo era muy extraño y si acaso yo, demasiado ignorante y, sobre todo, demasiado ingenuo.
 La actitud de Ramón me hizo caer en la cuenta de que lo que Ana había dicho no eran simples conjeturas, que ese tesoro de que habla el poema existía de verdad o al menos, como también dijo, que hay gente que cree en su existencia: el propio Ramón, e incluso otros, Luis Uría, la propia Ana o quien sabe quién más. Ramón decía no tener ninguna duda y su mirada, tan dura como el granito de la chimenea, me resultó por un momento como la de un desconocido, o mejor, como la de un enemigo. Una mirada que me hacía sentir arrojado en el centro de un desolador océano en el que todo a mi alrededor era absolutamente desconcertante y doloroso.
Permanecimos unos segundos en silencio, pensativos. Luego me miró y vi que sus ojos ya no eran de piedra. Creo que Ramón se dio perfecta cuenta de mi desconcierto e incluso de ese dolor en el pecho y hasta de mi atisbo de odio. Después sirvió dos copas más de licor café, me acercó la mía y, levantando la suya, dijo:
Yo sé muy bien lo que es estar enamorado y también conozco perfectamente el dolor de perder a la persona que uno ama. Pero tú no has perdido nada aún, quizás ganes más de lo que piensas y yo, quizás y ojalá, esté equivocado y todavía esté a tiempo de cumplir con mi destino. Así que brindemos por eso.
— ¿Y qué puedo hacer yo?
De momento, escuchar y llevarte de aquí lo que has venido a saber. Aunque no lo creas, eso es ahora lo único que puedes hacer para ayudarme y también, para ayudarte a ti.
Me quedé absolutamente hundido en el sillón. Empezaba a sentirme parte de algo que, aunque me había alcanzado de rebote, estaba ya provocando, no sabía cómo, que mi vida diese un giro hacia lo desconocido. Pero pensamientos y sentimientos se me mezclaban caóticos, sin saber bien qué carta jugar, ni que decir o hacer. Tal vez fuese demasiado tarde para dar marcha atrás. Y además no quería desandar nada. Quería saberlo todo y sobre todo, quería a Ana. ¿Qué me importaba a mí ese oro? Pero si le importaba a ella y lo quería, hasta estaba dispuesto a ayudarle a conseguirlo. Aunque no a cualquier precio, claro.
Asentí a las palabras de Ramón con la cabeza, sin ganas de contestarle. Él comenzó a hablarme despacio y a contarme que la casa en la que estábamos tenía más de doscientos años de antigüedad: antes que él habían nacido en ella siete generaciones de su familia paterna y, al parecer, había sido construida por un francés, que se había quedado en España tras la invasión napoleónica. Más tarde, ese francés, del que dijo no saber el nombre, se la vendió a un antepasado de Ramón, panadero de profesión. A la casona, entonces, le fue adosado un horno, que todavía se percibe claramente que se construyó más tarde que el resto.
             Ramón conserva abundante documentación de los antepasados que ocuparon la vivienda, aunque lamenta que muchos papeles se hubiesen perdido o hubieran sido usados para encender el fuego, cosa que vio muchas veces hacer a su propio padre, cuando escaseaban las piñas, y consideraba que tales escritos habían caducado y no servían ya para mejor cosa.
¾Por ejemplo, el documento de compra de la casa, si es que lo hubo ¿se quemó también? ¡Porque ese no caducaba!
Aún pesar de sus lamentos y, de algunas importantes lagunas, Ramón logró hacerse con material suficiente: numerosos recibos de compra-venta de animales y tierras, que le permitieron averiguar el origen, tanto de las propiedades rurales de su familia, que al parecer son bastantes, como de las fechas y años, los nombres y las firmas.
            Me contó también que había tratado de indagar en el árbol genealógico. Pero el Ayuntamiento de Vilarmaior fue pasto de las llamas en el año 1952, y toda la documentación que almacenaba, se perdió en aquel incendio. No había quedado más rastro que el insondable e imprescindible archivo parroquial, que sí había podido consultar, pese a los innumerables impedimentos que el propio cura le puso para hacerlo. El dato más antiguo que encontró fue una boda, en 1822, que, según sus cálculos, podría coincidir con la fecha en que su familia adquirió la vivienda, junto con la finca. El rastro a partir de aquí era demasiado difícil de seguir para Ramón, que se negó a consultar el resto de los archivos parroquiales de Galicia, porque averiguó muy pronto que el estudio de una sencilla rama de su genealogía, llegado un punto, se ramificaba cada vez más, llevándole hacia las más diversas y más distantes parroquias, tanto de Ferrol, como de fuera de Ferrol.
            Pero Ramón ¾vamos a lo importante¾, había tenido sus dos fuentes principales de información en su padre y en su abuelo, que además de haberle contado la historia de sus antepasados, también, tal como había predicho Ana, le pusieron al tanto de la significación del poema y de la leyenda a que hace referencia.
            Me viene ahora a la cabeza una anécdota que me llamó mucho la atención cuando Ramón me la contó, aunque no ese día, sino hace ya bastante tiempo, porque relativiza nuestro concepto del tiempo, y creo que viene a cuento ahora traerla a colación aquí.
Siempre pensamos en el tiempo tomando como medida la duración de nuestra vida y casi nunca las divisiones de la Historia. Doscientos años, son, para nosotros, una eternidad. Hace doscientos años, era 1799. Incluso a mí me parece una fecha prehistórica. Obviamente, para la Historia, ese tiempo es un simple parpadeo.
            Pero antes de que me confunda de historia, de tanto mencionarla, te la contaré: la abuela materna de Ramón murió a los noventa años de edad. Pero antes, por supuesto, cuando mi amigo debía andar por los diecisiete o dieciocho años, ella le contaba a su nieto viejos recuerdos de cuando era niña. Le hablaba, a su vez, de su propia abuela, que también murió casi centenaria y que era, lógicamente, la tatarabuela de Ramón. Y mi amigo hizo un rápido cálculo mental y le dijo:
            —Pero si tu abuela podía ser la novia de Napoleón.
     Pues, sí: casi son de un tiempo —dijo la abuela de mi amigo.
            Y ella la había conocido. Dos siglos y cinco generaciones parecían converger en el punto de aquella conversación. La propia casa en la que estábamos había sido exactamente la misma para siete generaciones y todos ellos, habían vivido de un modo similar, casi idéntico, salvo quizás Ramón, que había llevado muchos años una vida urbana, aunque ahora también comparta el mismo lugar y un modo de vida similar al de sus ancestros. En fin, ¡que pobre es el valor del tiempo de una sola vida!
            El abuelo de Ramón, de nombre Ramiro, fue quien le mostró por vez primera el poema, con el permiso de su padre, que también se llamaba Ramiro. Ramón tenía veintiún años y había alcanzado la mayoría de edad, que entonces se consideraba a tal edad. El texto, como ya sabes, está escrito en pergamino, un invento de los turcos, o mejor, de los griegos que habitaban la parte occidental de Turquía y que fundaron Pérgamo: la madre del cordero. Allí estuvo también Ramón, hacía tres años, contemplando entre las ruinas, el brillo del esplendor pasado.
Como comprenderás, no recuerdo las palabras exactas que me dijo mi amigo, así que te lo contaré con las mías, pero procurando ser lo más fiel. Trataré de hacerlo como si fuera él. Más o menos la historia que le contaron fue así:
     Mi padre —contaba Ramón— nunca creyó del todo ni en la leyenda, ni en los cuentos de mi abuelo. Creo que por eso el viejo Ramiro, ante el temor de que el evidente desinterés de mi padre truncase la línea de transmisión del poema y su historia, decidió, eso sí, en su presencia, ponerme al día de los acontecimientos. Me contó que, “desde el origen de los tiempos”, nuestra familia había estado en posesión de un secreto.
Mira, neno, lo más importante que hay en un hombre es la palabra. Cuando uno da su palabra, no hay papel ni circunstancia que puedan cambiarla. Y nosotros, nuestra familia, siempre fuimos gente de palabra Me miró fijamente y añadió con firmezaY tú ahora me tienes que dar tu palabra de que harás lo que te voy a decir.
 Yo por supuesto, asentí, un poco acobardado, porque mi abuelo siempre había sido un hombre de carácter y cuando levantaba la voz, todos los demás nos encogíamos.
Me tienes que jurar que este papel que desde ahora es tuyo, se lo darás a tu hijo y le harás jurar lo mismo que tú me vas a jurar ahoraevidentemente, volví a asentir. Mi abuelo continuó.
Mira, en nuestra familia somos todos, desde hace muchos años, campesinos. Mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo ya cuidaban estas mismas tierras y vivían en esta misma casa. Pero en los primeros tiempos del mundo no era así. Nuestra familia procedía de noble cuna y vivía al servicio de un rey que se llamaba Uriel. Antes de morir, el rey prometió que un día su linaje volvería a reinar en Galicia, pero el heredero de su línea de sangre no sería reconocido. Por eso, reunió a los nobles de su confianza y les hizo jurar que su historia y su promesa, no se perderían, para que un día, cuando llegase el elegido, todos supiesen que era el verdadero rey. Todos nuestros antepasados y nosotros mismos, tenemos la alta misión de encontrar al heredero y protegerlo, porque le acecharán numerosos peligros antes de que cumpla su destino Y para eso, nosotros, todos nosotros, deberemos siempre estar atentos y proteger el linaje del que un día nacerá.
Mi padre no pudo dejar de intervenir:
No sé porque le vienes con esos cuentos de vieja al rapaz. No me extraña que nuestra familia, si alguna vez fue noble, haya venido a menos por creer en esas patrañas.
 Los ojos de mi abuelo se inyectaron de repente en sangre e incluso levantó su mano con ademán de arrearle una bofetada, pero el gesto se quedó en el aire.
Te salvas que ya eres mayor para que tenga que volver a pegarte. Muchas tienes llevado y aun así, nunca conseguí hacer bueno de ti. Tu padredijo dirigiéndose a mínunca tuvo fe en nada y por eso nunca fue nada. Ni cree en Dios, ni en nuestra familia y hasta dice que este documentoy se puso a blandir el rollo de papel en el airees falso. Por eso, tu padre no cuenta. Estás aquíle dijo a élporque yo no voy a romper el juramento que le hice a tu abuelo, pero quien sabe si tú cumplirías el que me hiciste a mí. Y por eso quiero que mi nieto sepa la verdad y no que nuestra familia quede maldita para siempre y todos digan que no somos gente de palabra, ni de fiar. Porque lo más importante que tiene un hombre es su prestigio y si un hombre no tiene palabra, no tiene prestigio ninguno.
Mi padre continuó su réplica, sin importarle el enfado de mi abuelo.
— ¿Pero cómo quieres que crea en eso? ¡Por Dios!
 Y mi abuelo:
No blasfemes, que tú siempre fuiste ateo y ahora mencionas el nombre de Dios en vano.
Pero, papá, ¿no ves que es imposible que un rey vuelva a gobernar Galicia? Ni siquiera sé de donde sacas eso, porque en ese trozo de papel no se dice nada de nada.
Claro que lo dice, pero tú no sabes ni leerlo. Está muy claro que un descendiente del rey vendrá para cumplir su destino y el destino de un rey siempre es reinar.
Eso no es así
— ¿Cómo que no es así?
Ese viejo poema no dice nada de ningún descendiente. Lo que dice es que el mismo Uriel volverá para cumplir su destino. Pero no que ese destino sea reinar, sino volver al lado de su amada. ¿Y cómo quieres que crea que un rey muerto va a resucitar? Y tú, que eres católico ¿cómo puedes creer en reencarnaciones y resurrecciones más allá del día del Juicio Final?
— ¿Qué sabes tú de la religión para hablar así replicó mi abuelo, ¿acaso crees que todos en nuestra familia estamos equivocados menos tú?
No, papá. Pero si esa leyenda pasó de mano en mano tantos años, lo más seguro es que no quede ya nada de cierto. Porque cuando me lo contaste a mí ni siquiera me dijiste lo mismo que ahora a Ramón. No mencionaste, por ejemplo, que había que proteger al rey, ni que estuviese en peligro.
Pues si no te lo conté es porque se me pasó, que no me lo inventé yo. Mi padre me lo dijo a mí y a él su abuelo. Nadie inventó ni eso, ni ninguna otra cosa.
Pero al igual que a ti se te pasó contarme ese detalle, a tu padre también se le pudo olvidar algo y allá va la mitad del cuento en sólo dos generaciones. Seguro que si le preguntas ahora a Ramón lo que le acabas de decir, no lo repite todo exactamente.
Deja de confundir al rapaz, que ni es tan tonto como crees, ni tú debieras de meterte en esto, porque sólo vas a conseguir que tanto esfuerzo de nuestra familia a lo largo de yo que sé cuántas generaciones, se acabe por perder.

Evidentemente, la perorata del abuelo no cayó en saco roto. Ramón se tomó muy en serio la historia y, como yo acababa de descubrir aquella misma tarde, había dedicado gran parte de su vida al estudio de todo aquello que pudiese tener relación con el poema y con su familia.
            Pero el tiempo se nos echaba encima. El reloj ya había marcado las ocho y yo tenía la sensación de que la historia que Ramón me contaba no había hecho más que empezar. Así que, al final, me pidió que le echase una mano en la cocina, me quedase a cenar e incluso pasase allí la noche, porque, ante la velocidad que estaban tomando los acontecimientos, creía que el único modo de poder hacerles frente, era estar preparados. Y para eso yo tenía aún que ponerme al día de muchas otras cosas.







jueves, 8 de septiembre de 2011

El nuevo Oráculo

Hoy se llaman previsiones del BCE, FMI, S&P, a lo que más o menos antes venía a decirnos el Oráculo de Delfos. Es decir, el pronóstico de hoy es más o menos igual de fiable que el original griego o la predicción meteorológica, -dadas las continuas ¿meteduras de pata? O intereses espurios que suelen brindarnos-.

Así que previsiones, predicciones y Oráculo, bastante sinónimos, nos platean un horizonte de nubarrones negros y tormentas, de vacas flacas, de pérdida de bienestar y de calidad de vida. Nos lo vienen anunciando, estos Nostradamus de corbata y lo peor es que vamos viendo que aciertan más de lo que quisiéramos.

Así que estamos deprimidos y oprimidos. Sencillamente, pataleando, como una rana a punto de disección y sin saber a qué santo poner una vela. Viendo como todo se desmorona sin que nadie haga otra cosa más que, como mucho, indignarse, para ser tildado, encima de, desgraciado.

Cómo nos estrechan el paso a los optimistas, que casi ni podemos avanzar de lado, ante tanto impedimento, tanta cuesta arriba, tanta valla que saltar, tanta trampa en el camino.

Habrá que salir a la calle con escobas, para barrer tanta porquería, tanta injusticia, tanta necesidad, tanta corrupción, falta de escrúpulos, envidias y rencores. Sálvese quien pueda o busque otros oráculos y otros caminos para, sencillamente, sobrevivir.





lunes, 5 de septiembre de 2011

NUEVA ENTREGA DE "TODO ESTÁ ESCRITO". HOY EL CAPÍTULO 6


SEIS

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA
CARA “A” DE CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 3


            El miércoles por la mañana, tal como había convenido con Ana, traté de ponerme en contacto con Ramón. Le telefoneé a su casa de Ferrol, sin mucha esperanza de encontrarle allí, esa es la verdad, pero, no sé si las hadas o los hados, estaban de mi parte. Mi intención inicial, de tener la suerte que finalmente tuve, era invitarle a cenar y pasar la velada juntos, charlando. Así que le pregunté si le venía bien acercarse a Santiago y recogerme en la empresa a eso de las ocho. Me contestó que había ido a Ferrol por la ineludible obligación de pasar la revisión anual de su viejo coche, pero que estaba a punto de regresar a Vilarmaior, ya que tenía un compromiso con un grupo de amigos con el que había constituido una especie de círculo gastronómico. Se reunían una vez al mes en la casa de aquel a quien correspondiese, por turno rotativo, hacer de anfitrión. En esta ocasión le tocaba a él hacer de cocinero y tenía previsto preparar un menú a base de diversos platos con setas. La única posibilidad, si quería verle ese mismo día, era que yo fuese a su casa a eso de las cinco. Acepté a la primera, pese a tener un día sobrecargado de compromisos, dos de ellos esa misma tarde, que hube de posponer no sin cierta satisfacción, por qué no decirlo. Le prometí que estaría puntual, siempre y cuando me tuviese preparada una cafetera humeante y una de copa del licor café que él mismo elabora y que es un auténtico sirope de dioses. Lástima que no sepas lo bueno que está.
            Tenía tanto trabajo atrasado, por mi ausencia del día anterior, que no tuve más remedio que comer un bocadillo en la oficina. Pero a eso de las cuatro, planté todo, cogí el coche y recorrí los setenta y cinco kilómetros en dirección norte que separan a Santiago de Vilarmaior. En todo el camino no dejó de llover ni un segundo y encima, una densa niebla me amargó el viaje y no me abandonó, prácticamente, hasta dejar la autopista. Eran las cinco y cuarto cuando llegué, retrasado y cabreado.
            Ramón me estaba esperando sentado en su rincón favorito: un porche con vigas y techo de madera, coronado de teja del país que, hacía ya algún tiempo, él mismo había construido en la fachada principal de la vieja casa familiar. Durante los veinte últimos años dedicó mucho tiempo y esfuerzo a restaurarla, hasta convertirla en una preciosa casona, casi señorial. Vive en ella prácticamente todo el año, salvo los meses más crudos del invierno, que los pasa en su piso de Ferrol: uno de esos inmuebles antiguos de la calle María, de techos altos y habitaciones interiores, con tabiques de tablilla y suelos de madera sin fundir, en el que tan sólo renovó el baño y la cocina, además de instalarle calefacción. Pero, en cambio, conserva las habitaciones tal cual estaban desde la muerte de su mujer, Felicia, cinco años atrás. Cada rincón, cada detalle, delatan su ausencia de un modo que a mí, cuando le visito, me produce una sensación extraña, incómoda. En cambio él dice que, de esa manera, es como si nunca se hubiese ido, como si acabase de bajar a hacer la compra y estuviese a punto de regresar en cualquier momento.
 Ramón cumplió en enero sesenta y dos años. Y está retirado. Prejubilado, como le gusta decir a él, por pura coquetería. "Es que no estoy tan viejo como para verme aun jugando a las cartas en el Hogar del Pensionista", me había dicho la última vez que nos vimos, en Santiago, hacía menos de un mes.
            La verdad es que no aparenta los años que tiene. Se diría un cincuentón bien conservado. Todavía mantiene gran parte de su pelo castaño oscuro, aunque ralo, y tan sólo sus sienes lucen el brillo plateado de las canas. Siempre fue un tipo enjuto y huesudo, aunque, desde su viudez, el contorno de su cintura muestra cada vez con menos disimulo, algunos quilos de más: “Es el flotador con el que me voy a ir al Caribe en un viaje de la tercera edad” —se defendió irónico, la última vez que nos habíamos visto, tras reprocharle su sobrepeso. Aunque luego: “Ya se sabe, una vez que uno enviuda parece que quiere hacer todo aquello de lo que se privó. Y yo estoy comiendo, y bebiendo, demasiado para la vida sedentaria que llevo. Pero que quieres, me gusta y no estoy ahora por negarme caprichos". —añadió en un tono a medio camino entre la justificación y el sonrojo del que se siente como cogido en falta.
            Ya fuera la ausencia de actividad laboral, la viudez, las pocas ganas de pasar privaciones, o la suma de todo eso, el caso es que había perdido una parte de aquel aspecto fibroso, e imagino que también la agilidad felina que a mí me llenaba de asombro, cuando le veía subir a la rama más alta de cualquier árbol, para descargarlo de fruta. Su rostro, en cambio, mantiene las mismas facciones marcadas, angulosas y recubiertas por una piel curtida y grasa.
Siempre me llamó la atención el extraño equilibrio entre sus cejas, ojos, nariz y boca que, a pesar de ser elementos imperfectos tomados uno a uno, en conjunto, le hacen agradable a la vista. Incluso parecen dejar translucir su armonía interior y su sensatez. Sus ojos, pequeños y oscuros, pero vivos, inquietos y hasta traviesos, ponen de manifiesto una inteligencia, que luego se acentúa aún más en cuanto comienza a hablar.
            Ramón es uno de esos curiosos ferrolanos de formación autodidacta, que nacieron con la guerra y siempre mantuvieron vivo un espíritu de superación continuo: lector voraz, siempre informado y lleno de inquietudes políticas y sociales. Aunque en realidad él es ferrolano de adopción, porque su lugar de nacimiento fue su propia casa de Vilarmaior.
De hecho, llegó a Ferrol a los catorce años de edad, para ingresar en Bazán como aprendiz. Y, al igual que muchos otros, en el astillero iba a pasar el resto de su vida laboral, hasta que decidió aceptar la prejubilación, tras la muerte de su mujer. No tuvo hijos. Al parecer por un problema de incompatibilidad sanguínea, no sé si motivado a que Felicia y él eran primos.
            Ramón me invitó a sentarme en un precioso banco de madera labrada, con cojines de cuero marrón encima. Justo delante, sobre una mesa a juego con el banco y sin mantel, estaban esperándome su vieja cafetera italiana de aluminio, aún caliente, la botella de licor café, el azucarero, un servicio limpio y el otro, usado.
            —Veo que no has esperado por mí.
            —Yo tomo el café a las cinco en punto, como los ingleses. Y cumplo las promesas que les hago a los amigos. Eres tú al que le falta la puntualidad de los británicos y la palabra de los celtas —me dijo sonriente— Pero tranquilo, te acompañaré. Así que, ya que llegas tarde, lo menos que puedes hacer es ponerme otro.
     Serví el café, ya templado, para los dos y me senté en el banco junto a Ramón, que me miró interrogante y luego disparó:
            —Hacía más de un año que no estabas aquí y hoy me llamas para vernos, con la urgencia del que no puede esperar a mañana, y diciéndome que tienes que hablarme del poema. Explícame esa prisa.
            —Mi prisa tiene que explicarse despacio.
            — ¡Huy! ¡Que misterioso llegas! Pero no me lo digas. Mejor, te lo digo yo, porque es bastante fácil: estás aquí por culpa de una mujer.
            Me dejó completamente sorprendido, pero reaccioné y contesté:
            —No te voy a dar el beneplácito de la victoria, tramposo. Así que te diré que sólo tienes razón a medias: es cierto que hay una mujer, pero no es la causa de que yo esté ahora aquí.
            —Tú te has enamorado —me soltó con descaro—. Sólo hay que mirarte a los ojos para verlo y para ver que también mientes. Así que una mujer. Eso me lo tienes que contar.
     —A ver, dime como lo supiste. ¿Qué pajarito te cantó al oído que me ha visto cenando en Santiago en buena compañía?
            — ¡Pero bueno! No tengo falta de eso. Lo que pasa es que te conozco desde que naciste y no me puedes engañar: soy más viejo que tú. ¿Quieres que siga?  
— ¡Por mí! Ya me estoy acostumbrando a tratar con profetas y adivinadores.
     — ¡Si es muy fácil, hombre! Aunque no quiero dejarte quedar mal. Cuéntamelo tú, que para eso viniste.
     —Yo no he venido a contarte nada a ti, sino a que tú me cuentes a mí, algunas cosas acerca del contenido de ese pergamino que me dejaste.
            —Ese pergamino te lo di hace más de un mes y, hasta hoy, no se te había ocurrido preguntarme nada.
            —Está bien, acepto mi derrota. Estoy aquí por culpa de una mujer que se llama Ana. Ella fue la que me hizo plantearme cuestiones acerca de ese poema, que a mí nunca se me hubiesen ocurrido. No por falta de recursos intelectuales, como comprenderás —pronuncié con sarcasmo—, sino, porque ella y yo partimos de puntos de vista diametralmente opuestos.
Vaya, así que Ana. Y yo que pensaba que se llamaba Elena y que, en realidad, venías a disculparte.
— ¡Ya te entiendo! Por un momento llegué a pensar que tenías el don de la clarividencia. Pero veo que no eres tan listo. Lo que te pasa es que estás dolido por el asunto ese de la entrevista en el periódico y has supuesto que le he contado a Elena la leyenda del poema, porque me había enamorado de ella.
No exactamente. He supuesto que se la habías contado para impresionarla, haciéndote el listillo; que sería lo normal en ti habiendo una mujer de por medio. Pero al menos he acertado en lo de que estás enamorado. Eso salta a la vista, aunque no deje de ser verdaderamente sorprendente.
Realmente, Ramón, me conoce. Y no me quedó más remedio que explicarle el lío en que me había metido por culpa de Elena y como, por esa causa, habían entrado en mi vida, entre otros, Ana y Luis Uría.
Y dices que te envió una copia del poema, así, sin más. ¿La tienes ahí?
            Efectivamente, tenía el fax en mi maletín, en el maletero del coche. Fui a buscarlo y se lo enseñé. Ramón sacó sus gafas de cerca del bolsillo de la camisa, se las puso y se enfrascó en la lectura del texto durante más de cinco minutos. Mientras tanto, apuré de un trago el café, serví el licor en la taza vacía y entretuve mis sentidos en apreciar su delicado y sutil equilibrio de sabores, aromas, color y cuerpo; en tanto que mi cabeza, imagino que por alguna extraña asociación que emergía desde el subconsciente, se lanzaba a recorrer con el pensamiento el cuerpo de Ana. Ramón interrumpió la doble delicia de aquel momento.
Curioso, muy curioso —dijo, devolviéndome el papel.
— ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿No te resulta sorprendente que el tal Luis Uría afirme que haya recibido el poema como legado de familia? Es exactamente lo mismo que tú me dijiste del otro pergamino.
Ya. Eso y muchas otras cosas. Es todo muy curioso. ¿Y qué hay respecto de esa Ana? ¡No tendrá otro poema!
—No. Pero ella cree que si hay dos poemas, tal vez podría haber más, tres, cuatro...
¿Qué podría haber más? Pero, ¿quién es esa mujer y qué es lo que quiere?
—No lo sé. Prácticamente acabo de conocerla. Pero creo tienes razón: me he enamorado de ella.
Al escuchar mis propias palabras me sonaron ciertas, rotundas. Y me di cuenta, no sólo de que no las había dicho en sentido figurado, sino que, por primera vez en mi vida, expresaban toda su literalidad. Me había enamorado. Y lo estaba reconociendo, más que ante alguien, ante mí mismo, y quizás por primera vez.
— ¿Y qué es eso que me decías antes de que te ha hecho plantearte cosas en relación con el poema? ¿Qué cosas?
Pues, qué tenía de importante, más allá de las propias palabras que contiene, para que hubiese sido transmitido por su familia, de generación en generación, durante cientos o miles de años, hasta llegar hasta él. Esa era la pregunta clave de Ana, que había hecho que yo estuviese en aquel momento tratando de interrogar a Ramón y siendo yo el interrogado.
Esperaba que esa inquietud saliese de ti. Pero no importa, te lo diré. Aunque, antes, déjame preguntarte algo: ¿Cómo crees que tú y yo nos conocimos?
— ¿Qué cómo nos conocimos? No sé. ¿Por qué me respondes con una pregunta?
            —Porque es obvio quiero saber primero tu respuesta.
     —Está bien: no sé cómo nos conocimos. ¿Cómo quieres que recuerde eso? Yo era entonces un niño muy pequeño. Imagino que sería en la ferretería: tú eras cliente y amigo de mi padre.
Su mejor cliente, pero no su amigo.
—Ya. Pero sigo sin entender qué relación hay entre que yo recuerde cómo nos conocimos y mi pregunta.           
O sea, que no sabes cómo ni por qué. ¿Y somos amigos o no?
            —Pues claro que somos amigos, hombre. ¿Qué tiene que ver eso?
            —Pues tiene que ver que tú no me consideras tu amigo.
             Me quedé sorprendido, casi ofendido. Luego, pensé que, en cierto modo, tenía razón. Aunque en sentido contrario al que él insinuaba. Le dije:
            —Puede que haya algo de verdad: es cierto que no pienso en ti como un amigo, sino como alguien más cercano. No eres de mi familia, ni nada mío, pero siempre has estado ahí cuando te he necesitado. Tanto para requerirte consejo, contarte mis penas, o pedirte dinero, que de todo hubo y no lo olvido. ¿Cómo voy a olvidar que me ayudaste incluso mucho más que mi propio padre? En realidad, eres una rara mezcla de padre, amigo y familiar, sin ser ninguna de esas tres cosas. Pero si lo que estás poniendo en duda es mi aprecio o mi amistad, estás muy equivocado.
            —No, no es eso. Lo que quiero decir es que siempre me has visto como a alguien que te sacaba de los apuros, más que como a un verdadero amigo. Porque, fíjate, después de tantos años, casi no me conoces. No sabes nada de mi familia, ni de esta casa, ni de mi vida.
            — ¡Eso no es cierto! No digo que lo sepa todo, porque nunca se llega a saber todo de nadie. Pero claro que sé muchas cosas de ti. Además, ¡cuántas no hemos pasado juntos! Ya de crío, me llevabas de excursión, al cine; incluso venía de vacaciones a esta casa, y la conozco perfectamente, salvo en esos últimos retoques que le has dado. Puede que en los últimos años tú y yo estuviésemos algo más separados, aunque sólo físicamente, porque tampoco hemos dejado de vernos, ni de hablar por teléfono. Y respecto a tu familia, puede que desconozca algunas cosas, pero reconoce que de ti lo sé casi todo.
Naturalmente que hay cosas de mí que sí sabes. Pero también hay muchas más que desconoces. Y hasta ahora nunca tuviste curiosidad por saberlas. Ni tan siquiera has pensado mucho en ello. Por ejemplo, ¿por qué crees que hacía todo eso por ti?
            — ¿Quieres saber la verdad? Pues, no te ofendas, pero siempre pensé que era porque como Felicia y tú no tuvisteis hijos…mi padre también lo creía y quizás por eso nunca puso pegas a que fuese con vosotros.
Realmente, no me conoces. Aunque no toda la culpa sea tuya. Pero estás equivocado en las dos cosas. Te aseguro que el hecho de que Felicia y yo no tuviésemos hijos, nada tuvo que ver. Nunca te consideré como el hijo que no tuve. Ni antes, ni después, ni ahora. Y respecto a tu padre, él nunca puso pegas porque yo era uno de sus mejores clientes y el negocio no le iba muy bien. Aunque estoy seguro que diría eso para justificarse, para hacerse pasar por el buen samaritano —Ramón me miró fijamente y acercándose a mí, añadió en un susurro— ¿Sabes una cosa? Tu padre nunca me gustó.
            —Entonces…no entiendo nada. Vamos a ver, pongamos que tienes razón, que no te conozca, ni que nunca haya tenido interés por saber más de ti. Con lo que creía y sabía me bastó. Pero, si hay muchas cosas que no sé, algo de culpa tendrás tú por no habérmelas contado.
Sí, eso quizás sea tan cierto como tu falta de curiosidad.
            —Pues ahora puedes aprovechar la curiosidad que empiezo a tener y comenzar por el principio, porque voy a escucharte todo el tiempo que haga falta. Pero me tienes que prometer que vas a responder a todas mis preguntas, que ya me has dejado dos con el casillero en blanco, haciéndote en una el sueco y, en otra, el sordo. De lo contrario, no admitiré ya más culpas al respecto.
     Está bien, pero será mejor que entremos y nos acomodemos en el estudio, que empieza a hacer algo de frío. Y hablaremos de los misterios de Eleusis o de lo que quieras, te lo prometo.
            Recogimos la mesa, entramos en la casa y bajamos la escalera que lleva al estudio.
            — ¡Esto es nuevo! —exclamé.
            Ramón había descubierto la piedra de las paredes recebadas que, en mi última visita a aquella casa, todavía estaban pintadas de gris perla. También era nueva una chimenea francesa, de granito labrado, que todavía mantenía vivos, en una esquina, algunos rescoldos que Ramón avivó con un fuelle de mano, hasta hacer brotar unas pequeñas llamas, a las que enseguida alimentó con un gran trozo de leña de eucalipto, aún verde. La madera comenzó de pronto a crepitar y a arder lentamente, impregnando con su aroma balsámico toda la estancia.
            Las paredes del estudio estaban, desde el suelo hasta el techo, completamente cubiertas por librerías repletas de volúmenes. Incluso la puerta, la ventana y la chimenea, estaban enmarcadas por los anaqueles, de caoba muy oscurecida y evidentemente, hechos a medida, aunque, por su estilo, parecieran haber salido de un anticuario.
 Frente a la ventana destacaba una enorme mesa de despacho de madera maciza y patas torneadas, también casi negra, sobre la que tan sólo había una vieja máquina de escribir Olivetti y un tintero dorado con plumas de ave. El suelo, realizado a base de trozos irregulares de pizarra, estaba cubierto por una vieja alfombra de lana, muy gruesa, de motivos geométricos. Sobre ella, tres sillones orejeros tapizados de pana gris oscura, se disponían al frente y a los lados de la chimenea y circundaban una pequeña mesa redonda, a juego con el resto de los muebles. Había además dos lámparas de pie, también negras, con pantallas cilíndricas de pergamino, situadas a ambos extremos de la mesa de trabajo. Una gran lámpara, de enormes lagrimones, pendurando del centro de un artesonado de madera, muy elaborado, ponía la guinda final.
 Me gustó aquel lugar. Sencillo y barroco a la vez, pero decididamente acogedor. A la medida para dar buena cuenta de la botella de licor café y paladear un buen habano, sentados plácidamente en aquellos sillones frente al fuego y dejando fluir la conversación.
         — ¿Te gusta? —me preguntó Ramón.
—Desde luego. Has conseguido un conjunto armonioso y agradable.
— ¡Un conjunto! Está claro que eres una persona poco detallista y a la que le falta curiosidad. Porque lo más importante de este lugar no es el conjunto, sino los detalles. Y sobre todos ellos, los libros. Pero ni siquiera te has fijado en ellos.
Completamente cierto. No había reparado siquiera en los títulos impresos en los lomos. Y mucho menos tomar uno en la mano, para hojearlo. Me sentí un poco estúpido ante la observación de Ramón. De repente me vi a mi mismo como el tipo que se compró una enciclopedia de tapas rojas, para hacer juego con el color de los sofás. O aquel otro que pidió al librero un metro de tomos de arte, de lujosa encuadernación, para llenar el hueco de su nueva estantería.
Comencé a echar un ojo y mi sorpresa fue total. No sabría decir cuántos libros pudiera haber forrando completamente las paredes. Seguro que más de dos mil volúmenes, distribuidos en una docena de muebles grandes, además de otros dos más pequeños: uno bajo la ventana y otro, sobre la puerta. Y todos, aparentemente, en ediciones de lujo. No había nada en rústica y mucho menos, en bolsillo. Pero lo más sorprendente aún, no era su número, ni su imponente aspecto, sino los temas de que trataban. En su inmensa mayoría, tratados de Historia Antigua, Etnografía e Historia de las Civilizaciones. Entre ellos destacaba sobremanera un mueble completo, de siete estantes, repleto de bibliografía sobre los celtas. Lo curioso es que había ejemplares en inglés, en francés, en alemán e incluso en turco. Insólito, porque estaba seguro de que Ramón no sabía idiomas. Pero además, en otra librería, todos los pueblos que yo conocía e incluso otros de los que ignoraba hasta su nombre, estaban allí, sobreviviendo entre millares de páginas o gracias, precisamente, a ellas: desde las primeras civilizaciones de Mesopotamia o Trípoli, a los hititas, los hunos, avaros, eslavos, fenicios, cartagineses, ligures, sajones, suevos, iberos, etruscos, griegos, egipcios, romanos, indios, chinos, mongoles, mayas, aztecas, maoríes…en fin, todos, y perfectamente clasificados. Otra de las estanterías principales estaba dedicada, prácticamente, a la Edad del Hierro, destacando por encima de cualquier otra época histórica. Pero lo que más me llamó la atención fue uno de los muebles, que rompía la uniformidad temática del resto: Hipnotismo, Chamanismo, Alquimia, Brujería, Cábala, Astrología, Ocultismo, Psicología, Yoga…
Te has quedado mudo.
—Completamente. Nunca imaginé que tuvieses tal colección. Y lo que no comprendo es por qué nunca los había visto antes. He estado muchas veces aquí y muchas otras en tu casa en Ferrol…y estos libros no los has adquirido de la noche a la mañana.
Pues claro que no. Pero nunca estuvieron a la vista, ni reunidos y clasificados, como ahora. Esta colección la inicié hace más de cuarenta años. Aunque, desde la muerte de Felicia, ha sido mi principal obsesión. La cuarta parte o tal vez más, los he conseguido en los últimos cinco años. Ahora tengo todo el tiempo de mundo para leer y antes, no tanto.
—Y yo que siempre pensé que tu afición por la lectura se limitaba a los libros técnicos, sobre mecánica, bricolaje y jardinería.
También tengo una buena colección, en el taller, aunque no tantos. Sobre todo porque me he deshecho de muchos. Te contaré un secreto: la mayoría de los textos que ves, estuvieron largo tiempo ocultos bajo las tapas de otros que trataban de esos temas y que casi siempre compraba o encargaba a tu padre. En ocasiones me importaba un cuerno el contenido, sólo me preocupaba que las medidas y el grosor coincidiesen con las de la obra que quería esconder. Las cubiertas originales fueron a parar directamente al fuego. Así que, cuando dejé Bazán, me apunté a unos de esos cursos de encuadernación y, desde entonces, en los ratos libres, me he dedicado a restaurarles sus créditos originales, incluso mejorando el aspecto de sus ediciones o el estado de conservación, a veces lamentable.
—Pero ¿por qué?
La respuesta a tu pregunta tiene mucho que ver con lo que tú has venido hoy a saber aquí. Con ese poema que te di para que investigaras.
—Qué ironía. Me lo das a mí, cuando tú tienes aquí más bibliografía que la biblioteca de la Facultad de Historia y además, sabiendo cómo sabes que nunca me interesó la Historia Antigua.
Pero seguro que acabará por interesarte.
—La historia que ahora me interesa es la tuya. Me acabas de dejar sin palabras. Así que te toca hablar a ti. Empieza por explicarme por qué hay libros en idiomas que desconoces.
Desconozco el turco. Pero algunos de esos libros sobre los hititas y los pueblos celtas de la Galatia turca, los compré cuando viajé allí, hace tres años. El resto son regalos de amigos que hice en ese viaje, con los que todavía mantengo correspondencia. Pero, si te fijas, son en su mayor parte libros de ilustraciones, catálogos de museos y de exposiciones, que no tienen mucha letra impresa. Respecto del francés, inglés y portugués, sé lo suficiente para leer en esas lenguas. Y ahora estoy estudiando el alemán.
— ¡Estoy impresionado! Sabía que eras un tipo informado y que te gustaba leer. Pero todo esto de los libros, y lo de los idiomas, no me lo acabo de creer.
No es para tanto. Aprendí el inglés antes de que tú nacieras y, desde la muerte de Felicia, me he dedicado al francés. Ahora, desde hace menos de un año, estoy estudiando alemán, pero aún no soy capaz de afrontar la lectura de un libro técnico en ese idioma —Ramón hizo una pausa y me miró, imagino que para ver de nuevo la cara de bobalicón que se me había puesto. Luego prosiguió—. La verdad es que siempre se me dieron bien las lenguas y siempre quise aprender, al menos, algunas. Sobre todo aquellas en las que están la mayor parte de los libros interesantes que, en muchos casos, nunca han sido traducidos al castellano. Es una pena que se siga traduciendo tan poco, porque nos estamos quedando fuera de las fuentes del conocimiento, tanto en las humanidades, como en la tecnología e incluso en la literatura. Además, lamentablemente, aquí casi no se investiga y, por tanto, los avances siguen haciéndose en otras partes.
—Tienes toda la razón en eso último. Pero no trates de desviar mi atención y respóndeme a una pregunta: ¿por qué todo ese secreto sobre tu afición por la Historia y por ocultar estos libros con el disfraz de otros libros?
Por miedo, y por instinto de supervivencia. No porque se trate de libros proscritos, ni porque sean demasiado raros o valiosos, aunque algunos sí lo son. Pero, la mayoría, están en ediciones corrientes, que he comprado en librerías e incluso en mercadillos.
—Pues sigo sin comprender a qué tienes miedo. ¿Miedo de qué?
Tú no puedes comprenderlo porque no sabes nada. Pero te diré que si sigo vivo es porque aparento ser una persona inofensiva. Aunque, precisamente ahora, ese miedo ya no lo tengo. Al menos no tanto como antes. Y eso a pesar de que tú hayas puesto mi vida y también tu vida, en peligro, como nunca lo había estado.
— ¿Yo?, ¿cómo? No entiendo.
Muy sencillo, gracias a tu inconsciencia, tu ignorancia y a esa entrevista. Aunque tal vez fuese algo inevitable. Es posible que incluso, fuera hasta necesario.
— ¿Quieres decir que ese poema…? Espera, eso mismo dijo también Ana…los buscadores del oro: ¿es eso?
— ¡Vaya con la tal Ana! Me temo que te has enamorado de la persona equivocada.