viernes, 4 de noviembre de 2011

HOY CAPÍTULO 12 DE LA NOVELA "TODO ESTÁ ESCRITO"

DOCE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS en la
cara “A” del casete rotulado con el número 6.


           
         Antes de continuar con el relato que ayer dejé en el punto en que Ana y yo marchábamos a cenar, tengo que revelarte algo absolutamente increíble. ¿Recuerdas las fotos que estaba haciendo cuando descubrí el cuerpo de Luis Uría? Pues, las había llevado a revelar y esta mañana, al recogerlas, aluciné. No por la calidad de las fotos en sí, que tampoco están mal del todo, sino por lo relevante de las dos últimas. Recuerdo que llevaba un gran angular, un objetivo Tamrom de veinticuatro milímetros y estaba a unos veinte metros, o quizá algo más, del cuerpo de Uría. Anochecía y las sombras eran alargadas. La luz era una mezcla de rayos de sol de atardecer, filtrados por una neblina creciente. Llevaba la cámara pegada a la cara cuando me pareció ver una pareja. Intencionadamente, disparé y me agazapé luego tras una roca para cambiar el objetivo por un telex Nikor de 200 mm, con el fin de obtener un plano más cercano en una nueva toma. Pero, al apuntar de nuevo y enfocar, fue cuando distinguí el cuerpo de Luis Uría, atravesado por la espada. En ese momento, debí disparar de nuevo, sólo que esta vez, accidentalmente o, al menos, inconscientemente, porque ni siquiera recuerdo haber apretado el disparador, aunque la foto está ahí y no miente.
            Pues bien, en la penúltima foto puede verse a Luis Uría, semiacostado, apoyado en una roca, con los guantes amarillos puestos y la espada atravesándole en el vientre. Aunque el gran angular acrecienta aún más la distancia a la que yo estaba del cuerpo, se distingue perfectamente. Pero eso no es todo. Lo sorprendente es que en la esquina superior derecha de la foto se ve el cuerpo de una mujer de espaldas, saliendo precipitadamente de la escena y del encuadre. Y su pelo es una larga melena casi rubia y ondulada, como la de Ana. La pena es que no se le vea la cara y que además, sólo ella, salga movida. Llevaba cargada en la cámara película de 100 ASA de sensibilidad y la foto, en automático, debió dispararse a poca velocidad, calculo que a 1/30 de segundo o menos: lo que aún exagera más ese efecto de huida del encuadre de la figura femenina. La última foto, mucho más ampliada por el tele objetivo, es terrorífica por la sangre y por la cara de Uría, pero en ella no se aprecia a nadie más, salvo que acentúa la pregunta de: ¿qué fue de esos guantes que llevaba puestos?
            Y esto me ha dado mucho que pensar. Porque yo, cuanto más la miro, más miedo tengo de que esa figura pueda ser la de Ana. Y de serlo, ¿qué hacía ella allí y por qué huyó cuando me vio venir? Y sobre todo, ¿explicaría eso la desaparición de los guantes y la implicaría a ella en la muerte de Luis Uría por estrangulamiento? Aunque poco pudiese hacerse ya, tal como estaba él y yo lo vi, antes de morir: con esa espada sucia, llena de tierra y arena, con la que se había atravesado. Pero aunque Ana tan sólo lo hubiese rematado para evitarle mayores sufrimientos, ante la ley y ante la sociedad, se habría convertido en una asesina.
            Por mi parte, ¿qué podía hacer? ¿Llevarle la foto al juez? No. No lo haría. De hecho, en mi primer interrogatorio, les entregué el carrete de fotos que ya había hecho, pero no el que tenía todavía montado en la cámara. Ni siquiera les hablé de su existencia. Y ahora tampoco pienso mencionarlo, ni menos entregarlo. Una porque se ven esos dichosos guantes y otra, porque en lo que siento por ella, por Ana, no cabe la posibilidad de la traición. Es muy posible que por el propio temor que tengo de perderla. Por una causa puramente egoísta, vamos, que tú y yo nos conocemos y no vamos a andarnos ahora con heroísmos baratos y altruismos desinteresados. Pero está claro que llevo cuatro días sin verla y lo peor, sin saber cómo localizarla y comenzando a dudar de si la volveré a ver.
            Parecía claro que había huido. Tendría miedo, es lógico. Seguro que es consciente de que, de tener algo que ver, lo mejor es quitarse de en medio mientras este lío no se resuelva. Pero temo que me haya dejado colgado. Y que trate de encajarme el muerto a mí. Soy así de tonto, qué le voy a hacer. Puede que me haya enamorado de una loca asesina en paradero desconocido, es cierto, pero, lo que nunca podría imaginar es que algo así pudiese producir tal sensación de euforia y felicidad, como la que me provoca.
            Y sé que debo desterrar bien lejos de mí los temores y miedos. Una porque no es raro que por causa del miedo que tengo de perderla, sea yo mismo el que haga surgir dentro de mí fantasmas que amenacen mis deseos. Y dos, porque el miedo provoca desconfianza y eso, siempre da mal resultado, y más con Ana.
            Pero debo volver al lugar del relato que ayer hube de interrumpir y que nos dejaba en el momento en que ella y yo estábamos a punto de cenar. Porque, una vez dejamos mi apartamento, me la llevé a cenar. Y no se me ocurrió mejor lugar que el restaurante Libredón, el del Hostal. Era tarde y la mayor parte de los clientes o se habían ido o apenas les restaba más que el postre y si acaso, una ligera sobremesa. Íbamos a sentarnos cuando vi pasar a Luis Uría, cruzando el recibidor del restaurante. Estaba a punto de saludarle cuando me fijé en que no iba solo. ¿A qué no sabes quién le acompañaba?: la espectacular rubia que había visto en el aeropuerto, que esperaba no se sabe a quién. Ana, de espaldas a ellos, vio mi gesto de saludo truncado a medio camino e inquirió con la mirada. Pero sólo le dije que me había parecido haber visto a alguien conocido, sin más detalles.
            ¿Qué te puedo decir de la cena? Dejémosla en el ámbito de lo privado, observándola con luz tenue y a cierta distancia. Imagínate sólo que no nos oyes, pero puedes ver cómo nuestras miradas se buscan y se encuentran, como las sonrisas se persiguen, cómo me seduce y cómo trato yo de seducirla. Si estuvieses comiendo, por ejemplo, en la mesa de al lado de la nuestra, verías sólo a dos amantes, con demasiado ardor en las miradas, y supondrías, por eso, que se trata de un amor nuevo, que acaba de encenderse como un fuego y arde en lo más alto. Y tal vez acertarías, sólo un poco.
            Yo no podía dejar de perderme en cada nueva mirada: o me quedaba hipnotizado de su boca, o me estremecía cada encuentro con sus ojos, o me deslizaba en las ondas de su pelo, o por su piel descendía, quizás que hasta el infierno, si estuviese en su cuerpo tal lugar tan caliente. Imagínate un calidoscopio, cada vez que gira, se mueve, o se agita, puede ofrecerte mil matices nuevos: todos bellos. Si hay una relación entre la música y los colores, los matices entre rosados y pálidos de su piel finísima compondrían la más bella de las melodías de un genio todavía por nacer. Y yo, como ves, a todo esto, con cara de gilipollas mirándola y tratando de imponer a mi rostro la dignidad debida en tan preciso instante.
            Y no pasó nada más digno de reseñarse salvo lo dicho. Así que, después de tan opípara cena y circunstancia, tomamos un taxi y regresamos de nuevo a su vieja casona. Nada más entrar Ana se fue a la cocina a buscar algo de beber, mientras que yo me hice un poco el remolón, porque tenía cierta curiosidad por ver qué clase de pintura ocultaban aquellas sábanas sobre los tres lienzos de la escalera. En el centro mismo estaba el más grande, un cuadro de unos dos por tres metros.
 Al él me fui; traté de descorrer la enorme tela, pero, de golpe, se me vino toda encima, llenándonos de polvo a mí y al mármol impoluto de la escalera. Pero al menos mereció la pena: la pintura, era una pintura preciosa, de una mujer, de cuerpo entero, en la sombra de un jardín misterioso, que si no llego a haber visto la fecha del cuadro, 1878, hubiese dicho que era retrato de la propia Ana y que, por tanto, de entrada, concluí que debía ser su bisabuela. Preciosa mujer de la que, sin duda, lo había heredado todo, ya que, a la dama del retrato tampoco le faltaban las joyas de oro, de las que se ve que iba bien servida.
Ya sin el temor de ser cogido en falta por Ana, ni de manchar un poco más mi ropa y la escalera, me animé a retirar también las telas de los otros dos cuadros y entonces, la impresión fue ya completa.
Se trataba de los retratos de dos mujeres, de épocas bien distantes, a saber, una de 1933 y otra de 1598, y lógicamente, de pinturas, estilos y manos distintas, pero, eso sí, iguales entre ellas. Quiero decir que las tres mujeres representadas era iguales, como pueden ser tres gotas de agua, e iguales también a Ana: ¡eran retratos suyos!
La única explicación que di por válida fue la de que algún pintor, o mejor varios, falsificadores o copistas de estilos ajenos, hubiesen dibujado a mi amada en diferentes obras, en esas obras, que parecen querer burlar al tiempo. Lo curioso es que, pese a que las fechas pintadas en blanco sobre el fondo del lienzo, son perfectamente visibles en todos ellos, en cambio, las firmas, son ilegibles. Es cierto que los cuadros están oscurecidos, lo que parecería contradecir que puedan ser obras recientes. Aunque, según tengo entendido, hay falsificadores memorables, y nunca se sabe. Incluso los hay dispuestos a desembolsar importantes cantidades por supuestas obras o, directamente, por conocidas falsificaciones: eso sí, de una calidad indiscutible, sobre todo para un lego e incluso, pese a mi experiencia como pintor, para mí mismo.
            Cuando me desperté del asombro de mis descubrimientos, Ana estaba mirándome llevando en la mano una bandeja con dos copas, dos cervezas y un abridor. Y me preguntó si me gustaban los retratos.
¾Mucho ¾le dije¾ ¿de quién son?
¾Todos míos ¾respondió burlona¾. Salta a la vista.
            ¾No querrás decir que son autorretratos.
            ¾No, yo no pinto. Pero algunas veces me he dejado pintar, cuando consideraba que el pintor era de confianza.
         ¾Lo que, a juzgar, por los cuadros aquí presentes, ha sucedido contadas veces a lo largo de la historia ¾le dije siguiendo el tono jocoso del diálogo¾.
         ¾Tú lo has dicho ¾respondió. Pero esta vez sus palabras no parecían haber sido pronunciadas en broma. Yo tengo imaginación, pero tal vez no la suficiente para lo que me esperaba.
            ¾¿Quieres ver algo aún más sorprendente? ¾me dijo, sinuosa, ante mi impresión de desconcierto. Pero acerté a decir, creo que con la debida valentía.
            ¾Claro que quiero.
         ¾Entonces debemos subir hasta el tejado.
         Y subimos, subimos hasta casi tocarlo con la cabeza, hasta la parte más alta de la escalera, que termina frente a una puerta de madera pintada en azul. Tras ella, un cuarto como de estudiante de principios de siglo, pequeño y rebosante de libros. Con una mesa junto a la ventana, que se diría trataban de esconderla, por la cantidad de cuadernos, libros, apuntes, álbumes, que se apilaban sobre ella, al lado de ella, alrededor, tapizando por completo las paredes... Una lámpara de pie y una gruesa alfombra eran, además del sillón, el justo y necesario mobiliario.
            ¾Este es como el cuarto de los sueños. Solía encerrarme aquí siempre que podía, a leer, en este mismo sillón ¾dijo poniendo su mano sobre él¾. Cuántas veces me he quedado dormida, con un libro entre los brazos, no sé si soñando con versos o con aventuras. Más con lo primero, supongo. Imagino que muchos de los mejores recuerdos de mi vida están escritos entre las páginas de la mayor parte de esos libros. Aunque no sean verdaderos recuerdos, merecerían serlo.
            Yo no dije nada. ¿Qué querías que dijera? Ahora sí estaba viendo un lugar en el que Ana había estado muchas veces, en el que era palpable su presencia y en el que podría conocer muchas cosas sobre ella, de poder pasar un rato hurgando entre sus títulos favoritos.
            ¾Pero lo que yo quería que vieras no son falsos recuerdos, sino verdaderos recuerdos.
         Tomó de un estante junto al suelo un viejo álbum de fotografías y me lo dio. Fotografías en blanco y negro, de principios de siglo: la primera de 1908 y la última de 1934. Te describiré la primera de ellas: Ana pasea por el borde del puerto de La Coruña, protegiéndose del sol con una preciosa sombrilla de encaje. Y ahora, la última. Ana viste un pichi sobre una camisa blanca y porta en los hombros una mochila de cuero en un camino de monte. El resto, imagínatelo, más de lo mismo. Vamos, que el responsable de los efectos especiales de Forrest Gump, abriría los ojos como platos de ver aquel despliegue infográfico, al que no se le veía el truco por ninguna parte. Era Ana en todas ellas, la misma Ana de ahora, idéntica, en diferentes momentos y lugares: detenida en el tiempo. Inmortalizada.
            Yo me decía: una cosa son las evidencias y otra muy distinta, seguro, la realidad. ¿Cuál es el truco? La explicación racional que me haga echarme unas risas frente a esta cabeza obtusa que me impide encontrarle la lógica a la solución del enigma. Así que dije:
            ¾Me rindo. Explícamelo tú.
            ¾No hay nada que explicar. Lo que ves es lo que hay.
¾¿Me estás queriendo decir que estas fotos son auténticas?
Ana sonrió y se me quedó mirando fijamente. Como retándome a que buscase en su mirada la verdad de sus palabras. Y era una mirada blanca, que enamoraba. Y también era un puñal afilado que se clavaba, directamente, en el centro de mi racionalidad. ¿Ante quién me encontraba? ¿Era sencillamente, un espejismo? ¿Ana, una especie de aparición que emerge desde el pasado, quién sabe si de entre los muertos, del limbo, o de cualquier otro lugar de dudosa procedencia? La abracé. Tuve miedo de que pudiese desvanecerse en cualquier momento y, de repente, quedarme allí sólo, perdido entre aquellas fotografías, ignorando si yo también habré estado de algún modo al otro lado del objetivo de esa vieja cámara de fotos en aquellos días en que ella paseaba bajo el sol del puerto de La Coruña, o se solazaba en el columpio del jardín de aquella misma casa, ochenta años atrás. Y mientras la abrazaba, notaba el palpitar del calor de su sangre, que llegaba hasta a mí a través de su piel, dulcísima, los latidos de su corazón, el aire que entraba y salía de su pecho. Viva, vivísima, joven, hermosa. No, no podía ser la de las fotos, ni la de los cuadros. Ni la mejor fantasía bajo los efectos del LSD sería capaz de llegar a inventarla.
Pero estaba enfadado. Sí, compréndelo. Sentía que me tomaba de coña. Queriéndome hacer comulgar con ruedas de molino. Cualquier explicación me habría servido, menos la obvia. Porque la obvia era irracional. Inmortal. Estaba frente a una persona inmortal, sí, que tiene un retrato pintado en 1598 y que, al menos desde entonces, no ha dado señales de haber cambiado de aspecto, ni envejecido lo más mínimo. Creo que mi mirada fue dura, escrutadora, y hasta retadora, porque Ana, se dio cuenta.
¾Es imposible que me puedas comprender y que puedas comprender nada. ¿Sabes por qué? Porque ni siquiera sabes quién eres.
¾¿Qué no sé quién soy? No sé por qué, pero empiezas a recordarme en el tono a Ramón Escadas.
¾Precisamente, tu amigo Ramón, no te lo ha contado todo. Pero lo hará, aunque tal vez sea mejor que vayas tú directamente a preguntárselo. Cuando logres explicarte a ti mismo, entonces podrás comprender fácilmente lo demás.
Así de misteriosa. Así de hechizante. Te pareceré estúpido, pero no supe qué decir. No quería enfadarme. Y no era preciso echar leña al fuego. Pero estaba ofendido. Y además, ella, prácticamente, estaba echándome. Discretamente, como invitándome a salir, y como diciéndome “no vuelvas hasta que hagas lo que te he dicho, sin más discusión”. Y todo ello con total ausencia de brusquedad y, hasta al mismo tiempo, con una incontestable decisión.
¾Será mejor que me marche.
¾Sí, será mejor.
Y ya está. Me fui, caminando, bajo los vuelos de los murciélagos que circunvalan las farolas. Pensando que aquel Santiago de noche resultaba casi tan irreal como lo que Ana parecía hacerme creer que creyera. Y que la irrealidad tal vez fuese un concepto que debiera replantearme. Más que nada para evitar darle demasiada fe a la hipótesis de que me había topado con una loca de atar, que se pretende inmortal, que lo tiene bien montado y que trata, con esa patraña de hacerme creer... ¿qué y con qué objeto? Esa era la obviedad que ponía al descubierto la estupidez de un planteamiento semejante. No podía ser una loca. No encajaba con eso. Psicópata asesina encuentra víctima entre las páginas de un diario y se dispone a perseguirle para darle caza. Lo malo es que, de haberme querido matar o cualquier otra cosa de ese jaez, ya me había tenido a tiro, incluso durmiendo a su lado, en las ocasiones suficientes como para poder permitirme el lujo de correr de nuevo el riesgo. Y hasta esa componente mágica de su personalidad, a la que no le veía el truco, la hacía todavía más atractiva, misteriosa, sugerente y todo lo que quieras.
Pero, tampoco podía dejar de pensar que acababa de entregarme a una mujer a la que no conocía de nada. A la que había dejado el poema original de Ramón Escadas, incluso antes de sospechar siquiera que fuera a sorprenderme por completo, con esas fotografías y esos cuadros. ¿Y qué otras sorpresas me quedaban por encontrar en Ana?
Y después, lo de Ramón. ¿Qué era lo que Ana insinuaba que no me había contado? ¿Y que tenía eso que ver conmigo, con quién soy? La única forma de averiguarlo era llamándole al día siguiente por la mañana. Eso era lo preceptivo. Eso y tratar de dormir.