martes, 27 de septiembre de 2011

NUEVA ENTREGA DE "TODO ESTÁ ESCRITO". HOY EL CAPÍTULO 9

NUEVE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS en la
cara “B” del casete rotulado con el número 4.


            Evidentemente, no es lo mismo vivirlo que contarlo. Está claro que ahora, al recordar aquellos momentos tan cruciales y clarificadores con Ramón, seguro que me dejo detalles por el camino. No porque me falle la memoria, al contrario, me siento bastante satisfecho de ella, sino porque al traducir los hechos a palabras, el esfuerzo de síntesis y la necesidad de hilar un relato coherente, imponen sus limitaciones.
Estoy seguro de que en el momento en que estés escuchando estas palabras, te estarás haciendo al menos tantas preguntas como yo me hacía en aquel instante. Incluso más, porque al margen de las incógnitas que pueda suscitarte lo que te estoy contando, tendrás un buen montón de interrogantes acerca de las cosas que ya te he contado.
Y lo de la grabadora añade otras restricciones. Y una de las que a mí me afectan es la inevitable pérdida del hilo cuando tengo que parar a cambiar o girar la cinta. Una vez que consigo meterme en el relato y asumir el papel de narrador, esta pausa obligada parece que me invita a ponerme una copa, encender un cigarrillo, recapacitar, recapitular sobre lo que ya he dicho y, de nuevo, volver a hacer el esfuerzo mental de empezar otra vez. Pero así son las cosas, con lo que, allá voy.
Deberían ser ya casi las tres de la mañana cuando Ramón abrió la caja fuerte. No era demasiado grande, ni parecía estar anclada al suelo, sino simplemente puesta dentro del mueble, lo que me llevó a deducir que no debía pesar demasiado. Aparentaba ser un modelo antiguo: su diseño me pareció muy años cincuenta, o quizás, como mucho, sesenta. Estaba repintada de gris azulado y no tenía combinación, tan sólo una simple llave que, sorpréndete, Ramón llevaba colgada de la cadena de oro que siempre luce al cuello. Me resultó muy curioso: una llave mediana de una caja fuerte junto a una medallita de la Virgen. Y al verlo me acordé inmediatamente de otra llave, la del candado de la taquilla que en la mili yo también cargaba de ese modo, aunque eso sí, colgada de un cordón de los de los zapatos.
— ¿Y esas son todas tus medidas de seguridad?
— ¿Acaso no te parecen suficientes para guardar una simple fotocopia de unos documentos?
—Depende de la importancia del contenido. Pero esa caja podría llevársela cualquiera, a pulso. Incluso yo. Y abrirla seguro que tampoco sería tarea complicada.
— ¿Y quién iba a querer robarme?
—Realmente, no te entiendo. Tanto misterio, tanto miedo durante toda tu vida, que hasta te tomaste el trabajo de ocultar y luego reencuadernar más de dos mil libros, la mayor parte de ellos totalmente inocuos, tanto decir que ahora yo te había puesto en peligro con esa entrevista y…no te entiendo, de verdad.
Todo peligro es relativo. Si yo he ocultado durante años los libros y algunas otras cosas, es porque entonces corría peligro. Pero aquel disfraz dio su resultado y, gracias a él, llegó un momento en que casi dejó de ser necesario. Y ahora llega otro momento, diferente, en que lo que es necesario es que me lo quite del todo. ¿Entiendes?
—Ni una palabra.
Ya entenderás.
—Ya. ¿Y qué has hecho con los documentos originales?
— ¿Tú que crees?
 —Cómo te creo medianamente listo, los habrás depositado en una caja de seguridad de un banco.
Tú sí que eres idiota. ¿Qué podría tener un jubilado de un astillero, tan importante, como para guardarlo en la caja de seguridad de un banco? Esa es la primera pregunta que se haría cualquiera y lo primero que levantaría sospechas. La principal defensa es, sobre todo, la discreción, la normalidad. ¿Por qué crees que tampoco he comprado una nueva, moderna?
Me contó que aquella caja estuvo en la recepción de un hotel de Oviedo, hasta que un día el banco se hizo con todo, por una deuda miserable que sus dueños no pudieron afrontar. Tanto el inmueble como el mobiliario fue vendido en subasta pública y adquirido a un precio irrisorio por un feriante que se dedicaba al trapicheo de objetos de segunda mano. Ramón le compró a él algunas cosas cuando comenzó a restaurar la casa de Vilarmaior y, el subastero, como detalle, le regaló ese trasto anticuado. Felicia, que nunca tuvo nada de valor que guardar, salvo una pulsera de oro que había heredado de su abuela, fue quien la usó hasta su muerte.
Los documentos originales, ¾me explicó Ramón¾, estaban donde siempre habían estado: en el mismísimo sótano. Sólo que ahora ocultos bajo las virutas y las botellas, en uno de aquellos viejos cajones. Lógico: si habían estado allí más de doscientos años sin levantar sospechas, ¿dónde iban a estar mejor? A partir de ese momento, creí conveniente no hacerme más el listo y dejar que fuese mi amigo quien llevase la voz cantante en aquella velada.
Por fin, se decidió a abrir la famosa botella de caña tostada y a servir dos generosas copas. Brindamos, a petición suya, por el futuro. Un futuro que de ser igual que el sabor de aquel aguardiente, prometía placeres aromáticos, dulces, exquisitos y peligrosos, pero eso sí, apetecibles.
 Nos sentamos frente al fuego de la chimenea, en aquellos sillones orejeros que casi invitaban al sueño. En la pequeña mesa, frente a nosotros, las fotocopias de los papeles que Ramón guardaba en la caja fuerte, compartían espacio con la botella y las copas. Pero yo no me atreví a cogerlos. Como gato escaldado, esperaba a que él me invitase.
— ¿Sabías que mi tatara-tatara abuelo, es decir mi antepasado siete generaciones atrás se llamaba también Ramón Escadas? —dijo sin mirarme, con la vista perdida en el fuego, mientras lentamente, casi con mimo, volteaba con unas pinzas la madera a medio quemar. No esperó a que le contestase, ni tampoco tuve intención de hacerlo. Sabía que si abría la boca, aunque sólo fuese para decirle no, la conversación derivaría hacia cualquier lugar inesperado. Y creí preferible dar a su pregunta el apellido de retórica y dejar que continuase tirando del hilo de aquel ovillo que acababa de empezar a desmadejarse en algún lugar de su pensamiento.
Pero hasta que encontré estos papeles lo único que yo sabía de él era su nombre, que se dedicaba a la venta de pan con un burro y que compró esta casa a un francés, tal como me contó, por cierto, certeramente, mi abuelo. Pero, lo mejor de todo es que mi pariente se tomó la molestia de dejar una especie de diario que escribió con mesura y variable frecuencia, en el que fue anotando los principales hechos de su vida. Una vida bastante interesante y, sobre todo, significativa para el asunto que tú y yo nos traemos entre manos. —Ramón cogió entonces los papeles de encima de la mesa y me los acercó—. Será mejor que te lleves esto y lo leas. De hecho, hice esta copia para ti hace sólo unos días.

Se trataba, efectivamente, de una fotocopia de un cuaderno manuscrito, compuesto por varios relatos redactados en distintos momentos de la vida del antepasado de Ramón, que no rebasarían en total las cien páginas.
Te resumiré lo principal de lo que cuenta, ya tendrás tiempo de leerlo más tarde —me dijo Ramón y empezó a contar como su ancestro vivía en Ferrol, allá por el año 1790, muy ricamente. Tenía entonces veintiocho años y sus bodegas de vino distribuían las barricas de importación a los principales mesones y tascas de la ciudad.
Ferrol era, en esa fecha, una urbe extraña, condición que, en sentido inverso, sigue manteniendo. A finales del siglo XVIII, la ciudad había pasado, en apenas cuarenta años, de dos mil, a los veinticinco mil habitantes de ese momento, lo que la convirtió en la principal de Galicia, duplicando, por ejemplo, los habitantes de Santiago de Compostela, que había sido hasta entonces la primera.
 La construcción de los Arsenales, impulsada por Carlos III, se había constituido como una auténtica refundación de la vieja villa. Se diseñaron nuevos barrios, como A Magdalena, partiendo de planos de ciudades perfectas. Líneas rectas, racionalismo, neoclasicismo y algunas ideas innovadoras, como la de las galerías, marcaron la pauta de la nueva ciudad.
Ferrol se vio, casi de repente, como primer puerto naval del país, y eso le dotó de un claro acento militar que, tras la creación de los astilleros de Bazán, fue compensándose, bipolarizándose, con otra clase naciente, la trabajadora, atraída como mano de obra y procedente de toda la comarca. Se instalaron en otro nuevo barrio, también de calles rectilíneas, enmarcadas en un cuadro, pero con viviendas de peor categoría: Esteiro.
Los millones de maravedíes procedentes de las arcas del estado provocaron una especie de fiebre del oro. La abundancia de empleo atrajo como moscas a la miel a un sinnúmero de personas, fundamentalmente hombres, que desequilibraron notablemente la balanza de los sexos, dado que todavía no había suficientes viviendas para albergar a tanto recién llegado, ni los sueldos eran tan altos como para permitir el acceso inmediato a la compra de una vivienda que hiciese posible traer a la familia a la ciudad, o crearla, en el caso de los solteros. Así resultaba normal ver a muchos comiendo en los portales lo que sus madres o sus mujeres les preparaban en sus casas, y que traían consigo o bien les acercaban hasta la puerta misma del Astillero. A la noche, tras la larga jornada de trabajo, recorrían a pie los kilómetros que les separaban hasta el lugar de la comarca en el que vivieran, por lo que era habitual ver como el aluvión de gentes a la salida del tajo, iba dispersándose y formando grupos que se iban diluyendo por todos los caminos, hasta bien afuera de las murallas de la ciudad.
El antepasado de Ramón se llamaba entonces Pedro Luz —luego se cambiaría este nombre por el de Ramón Escadas— y Ferrol estaba en un momento dulce para él: lleno de tascas en las que se cantaban habaneras, repletas de hombres sin compañía y con los bolsillos rebosantes, que procuraban primero el calor del vino y luego el de otro cuerpo, de los muchos que se ofrecían por horas en cualquiera de los numerosos antros del puerto y de Esteiro. Cada noche parecía desbordarse la alegría de unas gentes que vivían en un mundo todavía nuevo y próspero, como un pequeño paraíso recién estrenado.
 En este escenario, Luz negociaba con el elixir que mayor éxito y demanda tenía, y que recibía, por transporte marítimo, directamente a las Bodegas Luz, estratégicamente situadas en el propio puerto. De sus almacenes, tres carretas tiradas por mulos, repartían desde primera hora y a diario, el sagrado vino por toda la ciudad, y también aguardiente y anís.
El negocio marchaba viento en popa y le dejaba los suficientes beneficios para que, por ejemplo, se permitiera el lujo de hacerse trasladar en una calesa tirada por dos caballos cartujanos que, entre otros sitios, le conducían cada domingo a la casa de sus padres, Juan Luz y Mariña Beceiro, en Esmelle, donde también vivía su hermano Alfonso. Era una casona grande, de piedra, que no llegaba a ser un pazo, pero que se le debía acercar bastante. Hoy, de ella, ya no queda nada.
Durante la semana, Pedro Luz dormía en la propia bodega del muelle de Ferrol, donde se había hecho instalar un dormitorio, aprovechando parte del fallado de la nave. Debió ser un tipo de vestir elegante, porque en su escrito menciona su gusto por las sastrerías a medida y por los modelos sacados de muestrarios parisinos. Su procedencia de una casa en la que sabían leer y en la que su propio padre le había enseñado además el álgebra, el cálculo, la aritmética, la historia, la geografía y el latín, que en este último caso, me era impartido por el cura de la parroquia”, le habían hecho desarrollar ciertas inquietudes culturales, que solazaba con la lectura y, más tarde, a juzgar por el diario, con la escritura. Sus textos están bastante bien escritos y, aunque realizados en diferentes etapas, manifiestan cierta unidad de estilo.
Al margen de las horas que dedicaba a la gestión de su bodega, en las que trabajaban cuatro empleados junto a una mujer que realizaba labores de limpieza, y que además, le preparaba el diario menú del mediodía, el resto de su tiempo lo gastaba en las habituales diversiones de tascas y figones, en los que solía cenar y pasar la mayor parte de las veladas, cuando no había en las cercanías alguna verbena. Y en una de éstas, se enamoró.
Pero no tuvo mucha suerte en su elección. Tengo aquí la copia que me dio Ramón del primero de los textos de Pedro Luz. Está fechado en 1792, en el Monasterio de Caaveiro y dice así: “Ella, cuánta razón tenía mi padre, era una meiga, hija de meiga y nieta de meiga. De la estirpe de las meigas era ella, que se hacía llamar Esperanza Almeida”, ya ves, así, medio rimado, escribía don Pedro. Pero, a continuación, añade: “Me engañó con sus ojos crueles, metió la brujería en mi vida y me perseguía día y noche, convertida, a veces, en un gato blanco que me acechaba y aparecía, repentino, en donde yo estuviere”.
Esto, ves, ya me dejó más preocupado. O el tal Pedro Luz perdía un poco o es que el asunto de la meiga y el gato era realmente serio. Pero prosigue: “Tengo la certeza de que fue ella quien quemó nuestra casa de Esmelle y la bodega, quien mató a mi familia, a mis padres, a mi hermano Juan y que estuvo a punto de matarme también a mí”. El asunto se pone serio. Esperanza Almeida, no sé si era meiga o no, pero parece que, cuando menos, los cargos de que Luz la acusa son los de piromanía, por partida doble, triple homicidio e intento de asesinato.
El caso es que, según relata en el diario, tuvo varios episodios medio esotéricos al cabo de su novia, como, por ejemplo, “que un día y de repente, todo el vino que tenía en las bodegas, se me perdiese y agriase de la noche a la mañana, sin motivo alguno que lo causara”, salvo la coincidencia o casualidad de haber estado Pedro Luz, unas horas antes, visitando a una antigua novia y siendo perseguido por el mismo gato blanco, que apareció de repente, dentro de la casa de ella.
Preocupado por estos hechos, fue a consultar a una meiga de Pontedeume, de nombre A Xurxa, sobre lo que le pasaba. La meiga le dio un remedio para librarse del encantamiento de la ruin Esperanza: “Me pidió que le entregase mi camisa y comenzó a mazar en ella sobre un roca irregular, hasta que el paño comenzó a deshacerse y volverse en jirones. Luego la arrojó a la lumbre del hogar y dejó que ardiese, hasta que no quedaron más que sus cenizas. Con ellas dibujó una cruz, que rodeó con un círculo. Y luego, barrió el dibujo, recogió las cenizas, las metió en una bolsa de cuero y me las dio, ordenándome que las tirase al mar. Y así lo hice”.
Pero, al poco de llegar ese mismo día a casa, al entrar en su cuarto, ella estaba esperándole: “Me pidió que no hiciera ruido, y dijo que había entrado por la cuadra, sin ser vista. Todos en la casa dormían y yo me temí algo grave. La situación me ponía nervioso y desconfiaba de qué raras intenciones podían haberla traído”. Pero, a pesar de su desconfianza, Pedro Luz, fue un tanto incauto: “Me pidió vino y yo fui a en busca de una jarra. Pero no sé cómo, ni cuando, ni qué droga debió echar en la bebida, porque, de repente, me quedé dormido”.
Hoy diríamos que la tal Esperanza fue a darle el llamado beso del sueño, pero no para robar sus pertenencias, como suele ser el caso: “Me despertó una joven preciosa, que nunca antes había visto. Era tan bella que pensé que estaba muerto y contemplaba el rostro de un ángel. Pero la casa ardía en llamas y yo estaba atado de pies y manos a los barrotes de la cama. Esperanza no estaba, y por la merced de aquella mujer que me liberó diciéndome, huye lejos del mal que te perseguirá siempre, déjalo todo, ponte a salvo, estoy vivo. Quise saber su nombre y como llegó hasta mí. Me dijo que su nombre era Ana y que había venido para que se pudiese salvar el legado de nuestra familia. Y que si Esperanza me encontraba trataría de matarme de nuevo”.
Pedro Luz corrió entonces a intentar salvar a sus padres y a su hermano, pero todo el piso era un infierno imposible y las enormes llamas hasta le impidieron salir por la puerta de su cuarto. No tuvo otro remedio que saltar por la ventana hasta el tejado del corral y de allí, al jardín. Al fin, pudo entrar de nuevo en la planta baja casa, dónde no había llamas, aunque sí una densa y asfixiante humareda, que le obligó a contener la respiración y caminar a ciegas. Gracias a eso logró salvar varios papeles importantes de la familia, entre ellos, el poema que finalmente llegó a Ramón y una bolsa con monedas de oro. Fue todo lo que pudo rescatar, además de los animales, a los que consiguió liberar antes de que el fuego alcanzase el corral.
Pedro Luz tomó uno de los caballos y partió, “dejando atrás unas llamas que, embravecidas, devoraron la casa entera, royéndola de tal modo, que hasta las paredes de piedra desplomaron, al debilitarse las vigas por las dentelladas del fuego” Pedro Luz volvería allí años más tarde y, de su vieja casa, tan sólo quedaban en el sitio unas cuantas piedras en mitad de una espesa maleza. El resto de lo poco que se salvó, incluidos los sillares de granito, se lo habían llevado los vecinos.
 Tras el derrumbe, Luz se dirigió primero a Ferrol. Y ante su desesperación y sorpresa, llegó al muelle justo en el punto máximo de un nuevo incendio: el de su bodega. Alrededor del fuego se había congregado un numeroso grupo de vecinos que, tras hacer una larga fila, tratando de llenar calderos de agua de mar, que no habrían de llegar a nada, se limitaban ya a ver como se resquebrajaba y cedía la estructura de madera. ¿Qué otra cosa podía hacerse? El propio Pedro ni siquiera llegó a bajarse del caballo. Desolado por la tragedia, espoleó la cabalgadura y se lanzó desbocado hasta dejar la ciudad bien atrás.
Cabalgó sin rumbo durante toda la noche, desorientado, rabioso e impotente, hasta llegar a la frondosa fraga del río Eume, donde se detuvo para dar descanso al animal y poner en orden su cabeza. Luego, discurrió un largo trecho paralelo al río, lo vadeó en una zona de bajo calado y tomó el camino, por la empinada ladera del valle, hasta llegar a las puertas del Monasterio de Caaveiro. Amanecía ya cuando arribó pidiendo asilo.
Aunque el convento no estaba en el mejor de sus momentos, sino al contrario, pudo quedarse. Caaveiro, tras 700 años de historia, estaba gobernado entonces por el que sería su último prior, Juan Mon Valledor, que murió cuatro años y medio más tarde de la llegada de Pedro Luz. Junto al prior, tan sólo el canónigo Miguel Freire de Fraga y dos sobrinos suyos, Miguel y Juan, vivían allí, como religiosos, aislados del mundo, entre la inclinada y empinada uve que se cierne, con máxima espesura, sobre el río Eume.
Tras la muerte del prior, su sobrino, Miguel Mon Valledor, se quedó al cargo, en calidad de sub-prior, pero una real orden del 30 de enero de 1788 ordenó el traslado del monasterio a Ferrol. Y aunque esta orden nunca llegaría a hacerse efectiva, a partir de esa fecha ya no se nombraron más cargos ni dignidades en el cabildo de la colegiata, quedando para siempre vacantes e impidiendo a Miguel Mon llegar a cumplir su ambición de ser prior.
Pedro Luz fue uno de los albaceas de Juan Mon, y así consta su firma en el único documento existente que acredita su paso por Caaveiro, como yo mismo comprobé, tras revisar los tumbos del monasterio que se han publicado. Pero esta rúbrica, según cuenta el propio Luz, debió ser suficiente para que llegase a oídos de Esperanza Almeida que su enemigo se ocultaba en el monasterio.
El caso es que ella lo persiguió, sin lograr darle alcance: “Venía con escolta de tres hombres y a caballo, por la empinada subida, que fuera impracticable a planta humana, de no haberse echo (sic) tratable, con tortuosos caracoles, que forman la vereda por la que se sube. Por fortuna, vila, mientras, apartado del camino , recogía unas plantas y pude girar a tiempo de que no me echase sus pérfidos ojos encima. Así me vi obligado a abandonar Caaveiro y dirigirme a pie hasta el Monasterio de Monfero”. Antes, por supuesto, se aprestó a recuperar sus papeles y su bolsa de monedas de oro, que había dejado oculta en una oquedad entre dos peñas, a su llegada allí, para no tener que entregarlas al monasterio. Hombre previsor que debía tener siempre presente y como lema la frase “por si acaso”, así se las gastaba.
En Monfero, a donde Pedro Luz llegaría el 2 de noviembre de 1798, permanecería hasta el 12 de diciembre de 1820, fecha en la que, el Decreto de Extinción de Monacales, obligó al Abad, Fray Ignacio Liano a comunicar a los monjes y laicos la orden de abandonar la abadía. Luz tenía entonces cincuenta y seis años y había pasado media vida encerrado y oculto del mundo entre los muros de dos conventos.
 A su llegada al monasterio decidió cambiar su nombre por el de Regino y su apellido, por el de Escadas. Aunque, lo del apellido le venía porque, entre otros trabajos, reparó durante algún tiempo las deterioradas y podridas escaleras de un edificio que estaba, como todos en esa época, dando las últimas boqueadas. Aunque Monfero cayó antes de la Desamortización de Mendizábal, de 1836, ésta acabaría por dar la puntilla definitiva a la poca vida que quedaba en el resto de los conventos y puso manos del Estado todas las propiedades de la Iglesia, que eran muchas.
Pedro Luz tenía sólo sus papeles, la bolsa de monedas con la que había huido de Esmelle hacía veintiocho años y no le quedaban ya santos lugares en los que refugiarse. Se enteró entonces de la venta de una casa en Vilarmaior, relativamente cerca de Monfero, y decidió comprársela al francés que la había construido. A partir de ese momento, el nombre de Regino, lo cambia por el de Ramón y convierte su mote en apellido. Desde entonces, usaría ya para siempre esa identidad, la de Ramón Escadas, y será este el apellido que transmita a sus herederos.
Dado que en sus últimos años en Monfero, el entonces llamado Regino se había ocupado en la labor de panadero, decidió continuar con el oficio y construir un horno que adosó a la casa. Durante un tiempo, vivió de la venta del pan que elaboraba y servía por las casas del contorno, para lo que se compró una burra a la que puso de nombre Esperanza. Ironía, al parecer, no le faltaba.
A pesar de sus años, a punto de cumplir sesenta, todavía debía estar de buen ver, porque, a poco, enamoró a una moza del lugar, treinta años más joven que él, de nombre Agustina, con la que contrajo matrimonio ¾posiblemente tras dejarla embarazada¾ y que le daría tres hijos, todos varones.
Agustina no debía tener, al contrario que Esperanza, nada de meiga, sino más bien un espíritu benigno y cierta abnegación, que le sirvieron para traer a la vida de Ramón Escadas la felicidad y la calma que le habían faltado el resto de su vida. El propio Ramón dice al respecto de su puño y letra que “así como hay espíritus que pueden sembrar tu vida de sal, hasta volverla un yermo, otros, pueden traer la luz, el amor y la entrega”. Lástima que no cuente más cosas sobre Agustina, porque, esto es una opinión mía, creo que ella merecía, al menos, unas líneas más. Pero los objetivos del Pedro Luz en su diario se ve que no eran poéticos, ni románticos, ni tampoco un aviso para sus inmediatos herederos, que nunca llegaron a sospechar de la existencia de tal documento.
             Lo más importante del texto de Pedro Luz, Regino o Ramón Escadas, aparece justo al final, en un texto fechado en Vilarmaior el 1 de noviembre de 1832, cuando él ya había cumplido setenta años y su hijo mayor, Pedro Escadas —a quien curiosamente le puso el nombre con el que él mismo fuera bautizado— contaba sólo diez años de edad. Este texto tiene además la particularidad de ser el único que está escrito en gallego, frente al resto de los documentos, que están en castellano.
            Unas noches antes de escribir esta última parte, en una fecha que no precisa, cuando pasaba ya de la media noche, Ramón se despertó por causa de los insistentes ladridos de su perro, que dormía con ellos en el piso. El animal estaba frente a la puerta, arañándola con sus pezuñas y visiblemente excitado. Ramón oyó claramente ruidos de alguien que deambulaba por la cocina. Sin pensarlo dos veces, agarró una tranca y un gran cuchillo que solía usar para la matanza del cerdo y se dispuso a defender la casa.
En el diario cuenta que era normal que en la cocina pernoctasen esporádicamente algunos pobres a los que daba cobijo y que en algunos casos, permanecían en la finca varios días, ayudando a cambio del sustento, cuando se necesitaban manos para ciertas faenas, como la malla del trigo o la recogida de patatas. Solía dejarles dormir junto a los rescoldos del fuego de la lareira, para lo que echaba en el suelo un puñado de paja, sobre la que colocaba unas viejas chaquetas. En aquellos días todavía había dormido allí uno de ellos, a quien llamaban O Amiguiño, pero aquella noche no había venido. Ramón pensó que tal vez fuese él, pero al entrar en la cocina y ver la ventana abierta, dijo en alto: “¿Eres ti, Amiguiño?” y al no responder el otro, cargó al bulto con la tranca sobre el intruso, hasta dejarle bastante maltrecho. Como, tras la refriega, el enemigo no presentaba resistencia y el cuerpo del hombre yacía en el suelo, sin moverse, pensó que lo había matado. Encendió un mixto y con él una lámpara de aceite. La acercó al cuerpo sin conocimiento y vio que le había acertado en la cabeza. Tuvo suerte, pensó, porque el otro portaba un trabuco de casi medio metro, que todavía medio sujetaba en una de sus manos. Apartó el trabuco de su alcance y comprobó si todavía vivía: “por suerte, no le maté, aunque poco debió faltarle, porque tenía la cabeza en dos cachos”, dice en el texto. El cuero cabelludo se le había caído hacia un lado y sangraba abundantemente por toda la cara. Así que cogiendo una sella de agua se la arrojó encima para espabilarle, al tiempo que le amenazaba con el gran cuchillo. El otro despertó y al verle, reaccionó diciendo: “no me mates, por Dios, que vengo por mandado”, “y luego ¿quién te manda?”, “Esperanza Almeida”.
 El intruso le contó que ella le estaba aguardando en una fuente próxima y Ramón, sin pensárselo mucho, sentó a su atacante sobre la piedra de la lareira, le ató las manos a la columna que servía para sujetar el tejadillo de la chimenea y pidió a su mujer, que aguardaba en el piso con la puerta atrancada, que le hiciese las curas.
Armado de cuchillo y trabuco, tomó el caballo del asaltante, se cubrió el cuerpo con su capa y se fue en busca de Esperanza.
A pesar de su edad, Ramón todavía debía estar bastante fuerte y no deja de resultar sorprendente que, frente a la habitual cobardía que había mostrado ante aquella mujer, de la que siempre había huido y por la que nunca había manifestado deseos de venganza, pese al mal que le había causado, debió encontrar de pronto dentro de sí mismo la suficiente valentía para decidir salir en mitad de la noche a su encuentro. El propio Ramón dice “no sé cómo dio conmigo, ni como supo de mi casa, pero la sangre me hervía en la cabeza, de la misma manera que el día que puso fuego en casa de mis padres y en el almacén de vino”.
Con el caballo al galope fue en dirección a la fuente “era una noche de luna y vi a lo lejos la silueta del caballo de Esperanza. Pero ella, debió darse cuenta de que era yo quien montaba, porque, sin esperar a que me acercara, espoleó su caballo y salió huyendo”. Ramón la persiguió, tratando de darle alcance durante un trecho, a través del monte. Pero el caballo de ella, de repente, hizo un extraño al toparse con la barrera de piedra que dividía el final del pinar y el camino, y la mujer salió despedida de su montura y, al caer, de cabeza, fue a romperse el cuello contra el suelo.
Ramón descabalgó y se acercó junto al cuerpo tendido. Estaba viva, pero no podía moverse “pero aun así tuvo las fuerzas suficientes para maldecirme a mí y a toda mi descendencia”. Pese a todo, la acostó boca abajo sobre el lomo del caballo y regresó con ella a casa.
Cuando llegó, la mujer de Ramón había desinfectado con aguardiente la maltrecha cabeza del intruso, le había colocado en su sitio el pellejo colgante y vendado el cráneo con un trozo de lino desgarrado de una sábana. Ramón, entonces, le liberó y le conminó a coger el cuerpo de Almeida y marchar con ella por donde habían venido, haciéndole antes jurar que nunca más volvería por allí, “a cambio de no denunciarlos ante la justicia”.
Ramón no cuenta nada sobre las explicaciones que sobre estos hechos tuvo, seguramente, que dar a su mujer y a sus hijos. Pero en cambio, sí cuenta algo, absolutamente sorprendente.
A los pocos días, cuando regresaba a su casa con un carro cargado de hierba, se encontró en una encrucijada del camino a una mujer: “y juro que era la misma mujer que me salvó la noche del incendio en casa de mis padres”. Pero lo sorprendente es que era exactamente la misma mujer “lo primero que pensé es que se trataba de una aparición y después, por lo parecida, la hija de aquella otra que me salvó. Pero no, era la misma. Y los años no habían pasado por ella”.