sábado, 30 de diciembre de 2006

Adiós a Saddam

Murió el perro, pero no acabó la rabia. La rabia sigue en el país, tanto dentro, en sus propias gentes, como en los invasores. Muchos perros de la guerra están en el banquete y piensan seguir en él, engordando el botín.

Saddam Hussein acabó su vida con una muerte que consideraba indigna: ahorcado. Prefería unas cuantas balas. Hasta el final conservó esa arrogancia de quien se cree elegido para un destino superior, donde la capacidad de decidir sobre los límites del bien y el mal dependen de los propios intereses de uno mismo.

Fueron veinticuatro años de dueño de la finca de Irak. Hizo, como buen militar, la guerra en todas sus formas. Contra su pueblo, por supuesto, pero también contra Irán, contra Kuwaitt y contra Estados Unidos, a quien supo aguantarle el primer asalto: aquella madre de todas las batallas que decía él, como creyéndose el mejor estratega de todos los tiempos.

Ahí queda su arrogancia: colgando de una cuerda. Pero no era él sólo, a su alrededor supervivieron muchos tan o más sanguinarios que él.

Y en el otro lado del frente de batalla no se ve nada distinto: soldados que saquean, torturan y matan, sin contemplaciones, sin pararse en barras, no importa si mujeres, si niños, si periodistas. No importan todos los inocentes, esos daños colaterales están más allá del bien y del mal. No se paga por esos pequeños errores. Pero yo me pregunto ¿por qué no? Si la justicia existe, esa justicia universal que conoce exactamente el límite entre el bien y el mal, algunos más deberían pagar por su errores y ser condenados.

No condenados a la horca. Ni siquiera Saddam merecía esa ejecución, ni tampoco esa otra de balas que él quería. Porque no podemos juzgar y condenar las mismas penas con que castigamos. No hay ley moral humana que pueda justificar eso.

Pero los hombres no somos perfectos, ni los mejores. Matamos igual que matan los malos. Linchamos en la horca, como los cuatreros o lapidamos o agarrotamos, con la ley en la mano y la iglesia echando agua bendita.



miércoles, 27 de diciembre de 2006

Buenos propósitos de año nuevo

Qué lástima que los buenos propósitos del nuevo año no nos duren ni hasta el día de Reyes. Es esta época de reflexión, que nos sume a todos en considerar el paso del tiempo y, en cierto modo, nos hace examen de conciencia.

Decidimos, en estas fechas, sobre todo, dejar de fumar o dejar de beber, o dejar las drogas, según los casos y hasta ir al gimnasio o cambiar la comida basura por una alimentación sana. Recuerda que eres mortal, que decían los romanos. De repente, nos acordamos y decidimos descartar de nuestra vida todo aquello que sabemos que nos perjudica.

Vemos de frente, igualmente, todas las tareas pendientes que hemos ido dejando para mejor día y que por mucho que dijéramos una y otra vez “mañana, sin falta, lo hago”, se han ido quedando como deberes aplazados y como losa sobre uno mismo.

Esa necesidad de parar y poner orden, de ordenarnos a nosotros mismos en relación con nuestros hábitos e incluso en nuestra relación con el mundo, lo encontramos como una necesidad que nos asalta los últimos días de diciembre, invadidos sin saber cómo por ese espíritu navideño de los reencuentros, las reconciliaciones, los buenos deseos para con todos los demás, los regalos que hacemos para demostrar afecto…

Todo eso nos pone en el disparadero, nos condiciona de algún modo pero, los fríos vientos de enero, una vez pasada la resaca de las fiestas, nos devuelve a nuestras rutinas de siempre, esas que no sabemos romper y para la que siempre encontramos una maravillosa excusa con la que autojusficarnos y justificarnos ante los demás.

Seguimos sin encontrar tiempo para ir al gimnasio, ni abandonamos del todo la comida insana, no conseguimos dejar de fumar, porque siempre surge algo o encontramos algo para desdecirnos de nuestros buenas intenciones.

Es por eso que el mundo no cambia. Porque nosotros somos incapaces de cambiar. Porque seguimos pensando que es más difícil cambiar de hábitos alimenticios que de religión, porque sucumbimos al pensar que realmente no queremos dejar de fumar y lo del gimnasio empieza a parecernos aburrido en cuanto deja de ser novedad y sólo queda el esfuerzo del día a día.

Somos demasiado hedonistas. El placer es lo que importa. Lo inmediato. El vivir al día, que la vida son dos días. Y sí, qué espléndidas frases.

Pero ni cambiamos nosotros, ni nuestro pequeño mundo, y por tanto, el mundo tampoco cambia, sigue igual, al ritmo que marcan los que tienen la suficiente fuerza de voluntad para seguir adelante sin poner excusas.

Así que, realmente, aunque lo pienso, no sé si el próximo 1 de enero dejaré de fumar, si me apuntaré de una vez al gimnasio y cambiaré mis hábitos alimenticios. Pero al menos, eso sí, mantendré la intención el máximo tiempo que pueda.

No obstante, pueden ustedes fumar mientras leen este blog, que a mí no me molesta.

martes, 26 de diciembre de 2006

Ahítos de tanta opulencia

Pensaba, tras estos días de Navidad, en esta sociedad opulenta en que vivimos, en la que ya nada nos satisface, porque estamos ahítos de todo.

Días atrás, en la televisión, preguntaban a un hombre mayor, prácticamente anciano, al que le había tocado la lotería, en qué pensaba gastarse el premio y qué capricho se iba a dar. Y el hombre dijo, “A mi edad, ¿qué capricho voy a tener ya, hija?”. El mismo día, preguntaban a otro, que decía “Llevo toda la vida esperando a que me toque y ahora que me toca, estoy de lo más normal. Mira tú cómo es la vida”.

Hace un par de días una madre preguntó a su hijo, ya en la treintena, qué era lo que quería como regalo de Navidad. Él contestó que unas zapatillas que había visto, que costaban 30€. La madre le regaló un ordenador portátil de 1.000€, porque sabía que era algo que deseaba, pero que dudo que le hiciera más feliz que las zapatillas.

Llega la cena de Nochebuena y uno no tiene hambre. No le apetece tanta opulencia, ni se vuelve ya loco por los pescados, ni por las carnes, ni por los turrones. Tiempos fueron en los que el pavo el era lo más cotizado y años más tarde, el marisco, que se comía una o dos veces al año (en Navidad y en las bodas). Pero hoy casi todo el mundo puede permitírselo un día cualquiera y a mejor precio que en Navidades, con lo que ya no se sabe qué poner en la mesa como algo especial.

Comentando esto mismo con la estanquera, ella dijo que días antes, hablando con su hermana sobre qué poner de menú en Nochebuena, la hermana le preguntó: ¿Cuánto tiempo hace que no comes unos huevos fritos con chorizo? La estanquera contestó “ni me acuerdo”. Y ese fue el menú especial, diferente a lo de siempre: huevos fritos con chorizo. Y hubo quien dijo haberse quedado más a gusto con una fruta y un yogurt.

Y tras la cena de Nochebuena y las copitas de sobremesa, llega la Navidad con otra comida pantagruélica, que ni la digestión hemos hecho aún.

Ya no sabemos qué regalar a los niños, que tienen de todo y más de lo que cabe en casa. Hay que ir sacando unos juguetes para que puedan entrar otros. Las casas se nos hacen pequeñas para tanto paquete y tanto regalo y tantas y tantas cosas que no sabemos para qué vamos a necesitar o si les llegaremos siquiera a dar uso. Pero, vamos, lo importante es el detalle, como suelen decir.

Así que, tras dejar de ser una fiesta religiosa cristiana, hoy esta fiesta es de los comerciantes, que de tanto vendernos de todo, nos han dejado hartos, hastiados, llenos hasta los topes de tanta repetición de consumo, de tanta comida que nos sobra, de tanto de todo que, al final, ni siquiera nos damos cuenta de que no lo necesitamos, ni lo deseamos siquiera.

Y esta opulencia nuestra y este destrago nuestro, es el hambre de otros. En este sistema competitivo, para que unos triunfen otros deben perder y para que unos coman hasta hartarse, otros deben morir de inanición.

A lo mejor deberíamos de cambiar de nuevo el sentido de la fiesta, ya no cristiana, ya no comercial, sino solidaria. Y la solidaridad debe empezar por uno mismo y por cada acción que uno hace. Que un grano no hace granero, pero ayuda al compañero. Tal vez deberíamos al menos pensarlo.