viernes, 12 de agosto de 2011

EL NUEVO COCO DEL MERCADO



Ahí tienes tú que,  de repente, hemos encontrado un nuevo coco, laico y ateo, prosaico, también, pero que cumple las veces de malo, de causante de todas las desgracias. Se mueve sigiloso, sin que seamos capaces de anticipar sus movimientos (aunque algunos los provocan). Le llaman Mercado, así, sin apellidos y nos tiene a todos pillados por los huevos.

Y bueno, eso del Mercado, en singular, o los mercados en plural, exactamente, ¿qué carajo es? Pues creo que son un conjunto grande de señores, cuando se habla del Mercado en general  y varios conjuntos de señores divididos por países, cuando se nombra en plural.

¿Y qué tienen en común todos estos? Que no saben lo que es la crisis. Que les sobra la pasta, vamos. Y la que no dan gastado, la dejan en manos de un bróker con más labia que un psicólogo argentino, que, de repente, se hace en sus manos con el dinero de miles de clientes y, por tanto, con la fuerza por cambiar el valor en una empresa de tamaño medio.

Así que vamos sabiendo que la cosa va de brokers. Y éstos, los hay de varias clases, pero tienen todos una cosa en común entre ceja y ceja: ganar dinero como sea y a costa de lo que sea. Es igual que sean materias primas, que el mercado de futuros de alimentos, que petróleo libio, que cualquier clase de operación especulativa en la que además, ni siquiera arriesga su propio dinero y, dado que el sistema lo permite, tampoco el de sus clientes, porque puede hacerlo así, a crédito y apostando a la baja.

Y ahora, después de años y años escuchando que los gobiernos no deberían de intervenir en la Economía, que ya tiene uno grabada la cantinela esa de que el mercado se autorregula  y que debe dejarse que lo haga por sí mismo.

¿Y qué pasa ahora? Pues resulta que por fin alguien decide que ya está bien de slogans sin sentido y toca intervenir y ¿qué pasa? Pues que el Mercado, no sólo no se enfada, sino que lo agradece y de repente sube la bolsa. Se frena sólo un tipo de operaciones especulativas. Habría que poner freno a muchas más, incluidas las prácticas bancarias una a una.

Y sí, hay que intervenir, hay que enfrentarse al coco y no dejarle que deambule a lo loco, según los brokers aprecien aparentes debilidades, o fomentando burbujas puramente especulativas, que ya sabemos cómo acaban.  Hay que defender a los consumidores en todos los aspectos y obligar a las grandes empresas y a la gran banca a no cometer muchos de los abusos que ahora se les permite (que deberé detallar en un post venidero).


jueves, 11 de agosto de 2011


HOY, CAPÍTULO 4 (PRIMERA PARTE) DE LA NOVELA "TODO ESTÁ ESCRITO" EN LA CUARTA ENTREGA.



CUATRO



 TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA
 CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 2


            Tras la ajetreada mañana del lunes, día 18, dejé la oficina a eso de la una y me marché a casa dispuesto a preparar una excitante comida para mi invitada. Me preocupaba un cuerno su interés por saber tanto acerca del poema de Ramón Escadas. Tan sólo planeaba crear el clima adecuado para que diese con sus huesos en mi cama. Pero mis pensamientos se cortaron de golpe cuando Carla, la secretaria de mi agencia, se presentó en mi puerta. Traía un nuevo fax, de Luis Uría. Le di las gracias y disculpé mi descortesía por no invitarla a entrar, alegando que tenía la comida al fuego y que esperaba invitados.
Creo que se quedó un poco decepcionada de que no lo leyese y lo dejase sobre la mesita del recibidor, sin hacerle mucho caso. Le picaba la curiosidad porque, seguramente, se había tomado la licencia de leerlo y quería saber más. Aunque, luego, llegué a pensar que su decepción viniese dada por mi falta de interés por ella. Y que, por eso, había venido a mi casa. Que lo del fax no era más que una excusa. Sobre todo porque cuando dijo que le caía de paso a no sé dónde y que pensó que podría ser importante, me sonó a falso. Pero yo no tenía ninguna gana de que nuestra relación pasase ni un centímetro más allá de lo meramente profesional.
 Además estaba casada. Y aunque sabía que su marido la tenía medio abandonada, con sus inacabables viajes, su desinterés evidente, su afición por las tabernas y por los putiferios, que ella seguramente desconocía: siempre pensé que si me dejaba liar por mi mala cabeza, la cosa no pasaría de un par de noches. Y al final perdería a una secretaria competente y me complicaría la vida en el trabajo.
No sé porque me enrollo contándote todo esto. Ya me conoces: soy muy aficionado a las digresiones, los paréntesis y los excesivos detalles. Pero iré al grano.
La paella empezaba a hacer chup-chup en el fuego, la mesa estaba puesta y presidida por una botella del mejor vino albariño de Cambados, una impresionante bandeja de afrodisíacas ostras y como guinda final, dos velas, que había estado dudando si prender o si resultaría un detalle demasiado hortera y evidente. Finalmente acabé encendiéndolas, ya ves. Todavía faltaban veinte minutos para que llegase Ana y yo tenía un aspecto estupendo con mi delantal a rayas azules. Mientras se iba haciendo el arroz, me serví un vermú blanco, fui a buscar el fax, y me senté tranquilamente, a beber y a leer: Uría me enviaba la transcripción del poema que yo le había pedido, junto con unas líneas en las que refería como había llegado hasta él.
Comencé por la lectura de los versos. Y en principio, no me hicieron demasiado efecto. En cambio, al leer la explicación que le acompañaba, casi caigo de la silla. Decía que el documento original lo había heredado de su padre y, éste, a su vez, del suyo, en una larga cadena que se perdía muchas generaciones atrás: exactamente lo mismo que me había dicho mi amigo Ramón Escadas del otro poema, el que yo tenía desde el principio. Y ese dato no había sido publicado en la entrevista de Elena. Ni tan siquiera el nombre de Ramón figuraba en parte alguna.
Volví a releer los versos: demasiadas coincidencias. Demasiadas para alguien como yo, que nunca he creído en ellas porque, inevitablemente, siempre me hacen aflorar una desconfianza irrefrenable.
El texto, aunque tenía razón Uría en encontrarle similitudes, no era el mismo que el de Ramón Escadas. La redacción, en este caso, era más oscura. Pero sí había unos cuantos y significativos parecidos, tanto en la leyenda en sí, que bien podía ser la misma, como en algunas palabras, ciertamente reveladoras, comunes en los dos.
 A pesar de que, en una primera lectura, llamaban bastante la atención estas similitudes, decidí no darles demasiado crédito, dado que el texto de Uría era una simple copia a ordenador, en lo que a cualquiera parecería, aún sin ser un experto, una transcripción bastante burda. Y me quedaba sin saber cuál era el soporte del documento y su grafía original, si es que realmente Luis Uría decía la verdad y había heredado un documento genuino.
Porque en el caso del poema de mi amigo Ramón, yo tenía en mi poder el pergamino y, de su autenticidad, no tenía ninguna duda. Había consultado la opinión de un arqueólogo, experto en paleografía, que estudió conmigo: Andrés Pena Graña, que entre otras cosas, tradujo todos los foros medievales del monasterio de Xuvia, y del que me podía fiar. Él me aseguró que se trataba de una transcripción certificada notarialmente, de un documento más antiguo aún: con toda certeza un texto en latín que fue traducido al gallego medieval en una fecha no anterior al año 1250.
 La causa de haber realizado esta nueva copia podía ser doble: de una parte, por el más que posible deterioro del documento a transcribir y, de otra, porque el latín —que realmente nunca se habló en Galicia, sino que, a lo sumo, se transformó en un castrapo de su época—, había quedado totalmente sustituido por el gallego también en los textos escritos, excepto en el ámbito de la Iglesia.
            Nada más llegar Ana, exquisitamente puntual, a las dos y media, ni un segundo más, le enseñé el fax de Uría. Pensé que se sorprendería, pero fue ella quien me sorprendió a mí al no mostrar ninguna señal de asombro: como si ya conociese el contenido incluso antes de leerlo. Sencillamente se limitó a echar un vistazo rápido y sólo masculló para sí misma algo así como:
            —Por fin las piezas comienzan a encajar.
             Le pregunté de qué piezas hablaba, pero me contestó con un enigmático:
         Nada, cosas mías e inmediatamente dijo que tenía mucha hambre. Yo no quise preguntarle más, la invité a pasar al comedor y a sentarse a la mesa. Las ostras estaban esperándonos.
         —¡Ostras! no sé si afirmó o exclamó y en seguida añadió:
         —¿Sabías que los romanos eran unos adictos a ellas?
         —Pues no, pero sí sabía que comían uvas y zancos de pollo, tumbados en un diván —dije, queriendo hacerme el gracioso.
Pues, aunque te lo tomes a broma, una de las primeras cosas que hicieron al llegar a Galicia fue la obvia: probar el marisco. Y las ostras de la ría Ferrol debieron resultarles algo especial, porque se hartaron de ellas y hasta construyeron una fábrica, donde las preparaban y envasaban en ánforas, para enviarlas directamente a los mercados de Roma.
             Ya en serio, le contesté que sí conocía la existencia de un depósito de conchas de ostra ('cuncheiro', en gallego) en un lugar llamado Lóngaras, del municipio de Narón y muy cerquita de los límites territoriales de Ferrol, que precisamente fue excavado por mi amigo el arqueólogo Andrés Pena. Entre esas conchas se encontraron restos de terra sigillata, una delicada cerámica de origen romano. Pero no sabía que las ostras se envasaran para enviarlas a Roma.
            —Los romanos aquí no inventaron nada. Antes de su llegada a Galicia ya existía un comercio mundial, y las ostras y otros muchos productos se exportaban a través de rutas que cubrían todo el territorio. Y no sólo me refiero al Mediterráneo, sino que desde Galicia se comerciaba con todo el mundo conocido, incluyendo el norte de Europa y las islas británicas, cuando a Roma le faltaban todavía siglos para ser fundada. Los fenicios, por ejemplo, venían en busca del oro y la plata con los que se les pagaban sus mercancías. Y se hicieron tan ricos, que hasta las anclas de sus barcos las fundieron en oro gallego.
             Dije que me parecía que ella sabía mucho más de Historia Antigua que yo, que no tenía réplica para eso porque carecía de datos, aunque sí que siempre había pensado que en Galicia, con comunicaciones muy difíciles y multitud de lugares inaccesibles, lo de incluirla dentro de un llamado comercio mundial me parecía una conclusión demasiado arriesgada.
Si lo de comercio mundial lo haces equivaler al concepto actual, desde luego que no. Pero sí lo era en el mundo conocido de entonces. Además lo que me extraña es que desconozcas que los historiadores y tú lo eres, denominen World Market System a un auténtico mercado común y global, que ya existía hace dos mil quinientos años y del que, por supuesto, Galicia era una parte fundamental.
            No quería iniciar una discusión académica ni de ninguna otra clase, así que sencillamente, decidí dejar de discutir, y asentí con un "pues ya ves" resignado, que creo subrayó, aún más, mi evidente ignorancia. Como pude, me disculpé para ir a apagar el fuego de la paella que, no es por nada, pero tenía un aspecto inmejorable y despedía un olor que abría el apetito. Le coloqué un paño encima y la dejé reposar. Mientras, nos ventilamos las ostras de la discordia, que más que afrodisíacas, estaban causando el efecto contrario.
            —¿Sabes que el otro día estuvimos toda la noche hablando y lo único que sé de ti es que te llamas Ana? —le solté de repente al regresar para romper el hilo de la conversación anterior y llevarla a donde me interesaba. Ella contestó que tampoco sabía nada de mí, a pesar de que en nuestro primer encuentro casi le había contado la película de mi vida al completo. Y añadió también que había estado dudando entre acudir a la cita o bien excusarse por teléfono. Le pregunté por qué optó por lo primero, y su respuesta fue decir que yo le parecía: “interesante y buena persona”.
Me debí quedar pensando, con cara de idiota, si se refería a que me había pasado la primera cita repasando mis exiguos conocimientos de Historia, para poder estar a la altura de su conversación y que, al final, la había dejado escapar, sin retenerla. Porque si no, ¿qué es eso de interesante y buena persona? Pero, vete a saber tú por qué, una parte de mí debió interpretar que, ya que al final había decidido venir y no llamar y decir:
¾Me pareces muy interesante y buena persona, pero no voy a ir, porque no eres mi tipo. Y me temo lo que puede pasar, porque te veo las intenciones.
Así que lo de interesante y buena persona debía significar otra cosa.
Fue desde ese momento que quise dejarle claro que la turbación que me producía su presencia me provocaba una incomprensible parálisis mental. A mí, que sabes bien que siempre me sobraron las palabras para entablar conversaciones y para saber llevarlas a mi terreno, sobre todo con las mujeres. Y creo que eso lo expresé estupendamente porque casi tartamudeo y, al final, sólo logré decir algo así como:
            —Gracias.
            Y luego, tal vez un segundo después y como tomando carrerilla, añadí:
            —Pues tú a mí me pareces interesantísima, sobre todo porque eres un total misterio para mí.
             Una lástima de frase. Y encima, Ana me había tomado la delantera y ahora era yo el que estaba otra vez respondiendo a sus preguntas y excusándola. Y sobre todo, más nervioso que un colegial.
          —Es cierto, tan sólo nos conocemos de unas pocas horas —dije, aderezando la tontería con una media sonrisa forzada que temí que desde fuera hubiese quedado tan horrible como para que aquella comida no llegase a los postres. Y entonces hubo un instante de silencio que ella llenó con una mirada examinadora que me hizo sentirme desnudo como nunca me había sentido.
             Salí reculando de nuevo con un:
            —Voy a buscar el arroz —antes de escapar pitando hacia la cocina. Era uno de esos momentos en que lo que necesitaba era o un whisky doble o un cabezazo contra la pared, para despabilar la tontera. Casi que había tartamudeado. O había tartamudeado. Me estaba dejando ganar por ella como un descerebrado. Y el caso es que moría de ganas por tenerla. Así que me conjuré para mantener las distancias que marcara, sin hacer el estúpido y comportarme con la mayor naturalidad posible.
            Al llegar con la paellera en la mano fue Ana la que volvió a cambiar el tercio de la conversación, al decirme.
            —¿Sabes qué estaba pensando? Que si hay dos poemas iguales tal vez pueda haber más, tres quizá, o cuatro... es posible...
            —¿No crees que eso es rizar mucho el rizo y que una coincidencia semejante es ya demasiado? ¾dije interrumpiéndola.
No me contestó directamente, sino que comenzó con una pregunta que estuve a punto de responder, pero que sólo era de tipo retórico:
            —¿Podrías precisar la fecha en que los poemas fueron escritos? Porque sabemos que están escritos en gallego medieval y posiblemente, tus datos sean correctos y la confección del documento se pueda situar en torno al año 1250. Pero no es menos cierto que se trata de una traducción de un texto en latín anterior, aunque ¿de qué época? —Iba a contestarle, pero ella hizo un gesto con la mano y continuó— Sí, ya sé que tu amigo el arqueólogo dedujo, o casi mejor, aventuró, que podría ser del siglo VII. Pero, aun dando por buena esta suposición, también es cierto que la leyenda a la que alude, con toda seguridad, se remonta a un tiempo muy anterior al de la llegada de los romanos. Y por eso, es lógico pensar que el texto latino recogió una historia procedente de la tradición oral, todavía muy viva entonces. ¿Entiendes ahora por qué digo que tal vez existan más versiones de esa misma leyenda?
            Parecía muy lógico y verosímil. Así que sólo dije:
            —Es posible que estés en lo cierto —tratando de ser conciliador y de evitar crear nuevos elementos de discusión, y luego, procurado echar el tema a un lado, añadí:
—Te veo muy interesada por esos poemas, pero si te soy sincero, a mí no me provocan ninguna clase de atracción, ni artística, ni intelectual. No soy demasiado aficionado a las leyendas ni a la Historia Antigua y, en este caso, aun cuando tuvieras razón, no sé qué valor pudieran tener esos poemas como documentos históricos y máxime cuando se refieren a una leyenda. Ni sé tampoco que importancia puede tener que existan dos versiones o veinte.
         No es eso. Me refiero a que la leyenda habla de un gran tesoro y de una estatua de oro. Y por el oro es por lo que matan y mueren los hombres. O, dicho de otra forma, por lo que los hombres han luchado y matado siempre. ¿O es que acaso piensas que el único interés que existe detrás de todo esto es el meramente intelectual? —dijo muy llena de razón.
            —Has hecho dos suposiciones —le contesté—. Y puede que estés en lo cierto. Aunque permíteme un par de objeciones: en Galicia hay miles de leyendas que hablan de oro y eso no significa que exista realmente. Y aún en el caso de que sí exista el lugar que menciona el poema y no haya sido encontrado ni violado por nadie en todos estos años, yo no sé si Luis Uría, que según creo tiene ya más de lo que necesita, ambiciona ese oro. Pero en el caso de mi amigo Ramón, estoy seguro de que te equivocas en sus verdaderos intereses. Y puede que los dos nos equivoquemos con Uría. Sea como sea, eso es algo de lo que podemos hablar después.
            —Yo no me refería ni a tu amigo Ramón Escadas, ni tampoco a Luis Uría.
            Estaba a la defensiva. Equivocándome. Y aún peor: siendo consciente de que mi subconsciente había iniciado una estúpida batalla de supremacías en la que estaba perdiendo en todos los terrenos.
            — ¿Entonces quién más? ¿Los dueños de los otros supuestos poemas?
        — ¿Quién sabe? Son ya demasiadas personas las que conocen la existencia del poema y la leyenda.
             Me daba la impresión de que lo que Ana insinuaba tal vez no estuviese demasiado descaminado. Y sus razonamientos parecían preñados de una seguridad que yo nunca tuve, aún por muy seguro que estuviese de lo que decía en un momento dado. Pero, sencillamente, nunca había enfocado las cosas de ese modo. Ni se me había ocurrido la posibilidad de la existencia real de un tesoro, ni que la historia de los poemas no fuese más que eso, una historia. Eso sí, tenía que reconocer que ya había recibido una propuesta de un coleccionista americano, ofreciéndome abundantes y sabrosos dólares libres de impuestos, dos faxes de relevantes historiadores interesados en ver el documento original, el poema por fax de un potentado mexicano… El brillo del oro, mirado así, parecía hacer despertar muchos ingenios.
Pero, por otra parte, había que ser muy retorcido para no confiar en que todo fuera como aparentaba ser. Porque yo, además, prefería que todo fuese, simplemente, como era en ese momento: Ana y yo, en mi apartamento, sin prisas. Y lo que de verdad me jorobaba era que sentía que ella no tenía intención alguna de discutir conmigo, ni de competir. Yo tampoco quería, pero, sorprendentemente, lo hacía. Menos mal que Ana, como comprendiendo mis tribulaciones y mi mirada interrogante, sencillamente sonrió y dijo:
            —No trato de convencerte de nada. Eres tú quien ha de convencerse de qué camino seguir para llegar hasta el fondo del misterio. Al fin y al cabo son clientes tuyos y te pagan por ello.
           —No exactamente. Ramón Escadas es amigo mío y no un cliente. En cualquier caso, yo no me dedico a hacer investigaciones históricas, sino al turismo, que es lo que me da de comer. Y respecto de Luis Uría, ahora que lo dices, ni siquiera he tenido tiempo de pensar en cobrarle.
             —Pues si quieres sacar algo de esto, será mejor que pongas un poco más de interés. Yo de ti, contestaría a Uría de inmediato y trataría de sonsacarle más detalles, antes de que él lo haga contigo.
            —Y tú: ¿qué esperas obtener? ¿También crees en ese oro?, —le dije, medio iluminado de repente por una mala premonición. Porque la pregunta no era retórica, sino sincera: ella había aparecido en mi vida también a causa de aquella entrevista, o mejor, a causa de la atracción que la leyenda ejercía en ella, igual que Luis Uría y todos los demás.
             —¿Realmente crees que lo que me preocupa a mí es el oro? —me dijo mirándome fijamente. Pero yo esquivé su ojos y tal vez imprudentemente añadí:
—Hace un momento parecía que sí —y Ana, con una especie de gesto a medio camino entre el enfado, la paciencia y la resignación, respiró fuerte y en un tono que pretendía sonar sincero y convincente dijo:
Lo que me preocupa, créeme, antes y ahora, de ese oro, es que significa muerte.
        —Déjame tocar madera. —sonreí, llevando la mano por debajo del mantel a la parte inferior de la mesa, intentando bromear para romper la tensión que se estaba creando, tanto por mi primer dardo envenenado como por el tono, demasiado irónico, de la frase que estaba a punto de decir:— ¿Es que eres pitonisa o te dedicas a echar las cartas en tus ratos libres?
            —No sé si lo que pasa es que te tomas todo esto a broma o es de mí de quien realmente te ríes —respondió ofendida, mientras yo me mordía la lengua por bocazas.
            No me quedó más remedio que recular:
           —Perdona, no trataba de ofenderte. Era sólo una broma. Pero es que me parece fuera de lugar. Mi impresión es que esta no es más que una de las miles de leyendas que hay en Galicia. Y además ahora no tengo la cabeza para pensar en ello.
            —Está bien, dejemos el tema. A ver ¿de qué quieres hablar?
             Consideré que ese era el momento de pasar al contraataque. Me daba una segunda oportunidad y no estaba dispuesto a desaprovecharla, ni a perder la ventaja de jugar en mi terreno y con mis armas.
          —Mira, aunque quizás sea demasiado pronto, necesito decirte lo que siento: desde que te vi no consigo sacarte ni un segundo de mi cabeza. Y todo lo demás, incluido todo este asunto de los poemas o el mismo trabajo, no consiguen centrarme. Y te aseguro que es la primera vez que me sucede.
            Hice un deliberado mutis, para observar el efecto que le causaban mis palabras. No mostraba ninguna clase de sorpresa, tan sólo una sonrisa que quise interpretar como cómplice, aunque quizás sólo significara que comprendía que mi perorata había sido sincera. Después, me miró fijamente y con un tono que a mí me sonó a gloria bendita, dijo:
            —Me gustaría decirte que llevo toda la vida esperando oír una declaración como la que tú acabas de hacerme pero, seguro que no me creerías —se me quedó mirando, bebió luego un sorbo del pálido vino dorado y añadió—. ¿Sabes?, contigo tengo la sensación de que hace mucho tiempo que nos conocemos, como si fueses un viejo amigo al que una se reencuentra al cabo de los años. Sí, ya sé que dicho así parece un tópico, pero créeme si te digo que es más real que una simple sensación.
            —Me gustaría creerte, y lo haría si fuera verdad lo que dices. Pero seguro que otros muchos se te habrán declarado con mejor gracia que yo. En cuanto a eso de que soy como un viejo amigo, me decepciona. Yo no creo que pudiese nunca ser tu amigo.
              —¿Por qué no?
           —¿Me dejas responderte después de comer? No me gustaría meter de nuevo la pata y que vuelvas a ofenderte —Ana sonrió abiertamente, y esta vez seguro que cómplicemente. Incluso me pareció percibir en su rostro un velo de turbación que sólo le duró un instante.
  —Ya que no quieres ofenderme y que no vas a llamarme de nuevo pitonisa o bruja barata, déjame sólo añadir una cosa: cuando vi tu entrevista en el periódico tuve el presentimiento de que te iba a pasar algo. No sé exactamente qué, ni por qué.
             —Al final harás que sienta aún más miedo del que me da tenerte enfrente —añadí sonriente, sin tener del todo claro si lo que ella decía iba en serio o en broma.
          No creo en absoluto que tengas miedo de mí —respondió con el rostro muy serio y, por primera vez, fui inteligente aquel día y di la cambiada.
               —Tienes razón. Mi único miedo es que puedas desaparecer, en cualquier momento y de repente.
         — ¿Eso es otra declaración formal? —me interrogó aderezando el requerimiento con un brillo pícaro que esta vez sí tintineaba en su mirada.
               —¿No quedamos en que esperaríamos al café para hablar de esos temas?
            —Creía que era de eso y no de los poemas y las leyendas de lo que querías hablar desde el principio.
            —Me parece que ya vamos entendiéndonos.
            No estaba mal ¿verdad? Había conseguido igualar las fuerzas y de las caras serias y los diálogos tensos habíamos pasado a una complicidad que se mantuvo durante el resto de la comida, y a una conversación fluida que, muy en mi estilo, fue dando saltos por temas como la gastronomía, la actualidad e incluso la decoración de mi apartamento, nada del otro mundo, por otra parte, sino más bien todo lo contrario.
            Ahora pienso que debí parecerle un poco superficial en esa primera impresión, pero ya me conoces: no me apetece discutir asuntos demasiado serios, ni ahondar en los desacuerdos. Porque las posturas enfrentadas crean distancia, y además, en este caso, el objetivo con ella era todo lo contrario: arrimarme. Y en ese momento mi cabeza estaba ocupada por una sola cosa, y no me apetecía hacerle sitio a ninguna más.





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miércoles, 10 de agosto de 2011

EL MAYOR ROBO DE LA HISTORIA


Ahora resulta que los Makinavaja no llevan chupa cuero, ni bardeo, qué va.  Ahora van de corbata y te roban con la Blackberry o el Iphone.

Sentimos, casi todos, simpatía por quien asalta bancos, como aquel Dioni, que hasta sale en la Wikipedia y al que  propio Sabina hizo una copla “Con un par”.  Y lo justificábamos diciendo: “quien roba a un ladrón...

Y mira tú que ahora, por el lado menos pensado, por el de Hacienda, (que dicen somos todos, y añado yo, somos todos los tontos) nos confirman la creencia popular: porque los listos de la corbata y la Blackberry, mira tú, son los que más roban, nada menos que el  71% del total que deja de ingresar Hacienda  -¿éramos todos, realmente?-.

¿Y quiénes son estos tipos?  Pues el caso es que eso quisiera saber yo, con nombres y apellidos, viéndolos desfilar desde sus salones impolutos,  hasta el banquillo de los acusados,  tal como Lola Flores, La Pantoja, o más recientemente Ana Torroja. Pero claro, estas tres, están muchos más peldaños hacia abajo; en términos impositivos, aclaro, -que entiendo las dudas razonables-.

Todo lo más que llegamos a saber es que el importe que nos roban (¿porque somos, no?) es tres veces superior al que defraudan todos los demás juntos, a saber, la insignificante cifra de  59.515 millones de euros. Vamos, que para hacernos una idea más clara de lo que significa ese piquillo de calderilla, vendría a ser como si uno le tocase la primitiva siete mil veces seguidas con un bote de 8,5 millones de euros cada vez.

O dicho de otro modo, que los próximos veinte años de tu vida te ingresasen cada día en la cuenta 8,5 millones, por supuesto, libres de impuestos.  Si es que debería salir en el libro Guiness de los Records como el Mayor Robo de la Historia, y aquí nadie se menea, ni levanta la voz.  Vamos que el fabuloso asalto al tren de Glasgow, en el que se llevaron algo más de 2,5 millones de libras de las de 1963, es un juego de niños al lado de este, que son como 12.000 robos de esos de Glasgow.

¿Y quiénes son estos tipos? Vuelvo a preguntar. Ah, nadie sabe, pero resulta que sí saben que son los dueños de las Grandes Fortunas y de las principales cúpulas de la Gran Empresa. Es decir, los tipos que mandan. Los que comen al lado de los ministros y que luego los invitan a sus yates:  los coleguitas de rachí, vamos.

Por eso ahora, mira tú, se justifica Hacienda, “que llevamos toda la vida persiguiendo al autónomo que hace virguerías para llegar a fin de mes,  crujiendo al pequeño empresario atosigado de impuestos y hasta  a los asalariados con nómina, mira, los crucificamos con paralelas persiguiendo cada céntimo, para caer ahora de la burra y darnos cuenta de que las tres cuartas partes nos las robaban los de la Blackberry”.

Y esto es lo que hay: que a estos tipos, todo lo más, les echarán un rapapolvos en la prensa durante la campaña, que a su vez, éstos, se echarán a la espalda tan campantes, aceptándolo como parte del juego y del acuerdo político-empresarial, que se rubrica con un “y nos vemos el domingo en el campo de golf, que te voy a dar una paliza”.

Porque ninguno va a ir a la trena:  ¡dónde va a parar!. Eso, ni juntándonos todos como acusación popular.  Ahí están los casos de César Alierta, absuelto por prescribir la causa, igual que Los Albertos, Emilio Botín, y tantos otros.  Con la excepción del pringado de Mario Conde, que ya llovió, y José María Ruíz Mateos, aún más para atrás y que ahora no hace falta que le hagan ya nada, más que dejar que se hunda. Y mientras los trabajadores empuñan las pancartas en defensa de su empleo, los políticos silban por lo bajini aquella de Héroes del Silencio: “si yo no tengo la culpa de verte caeeeeer…

Y justo aquí fue cuando me di cuenta que también los jueces juegan al golf, que es un deporte relajado,  que requiere calma y precisión, que pase el tiempo y los expedientes amarilleen, cojan polvo o les caiga encima el cubo de la fregona.

Y encima, lo peor de todo, es oír día sí y día también, a los representantes de las patronales que lo importante es realizar una reforma laboral, que permita una contratación más flexible, pedazo de eufemismo que encubrirá una pérdida de derechos adquiridos. Porque ¿qué es en realidad? Y responden:  “El contrato único que reclaman los empresarios establece una indemnización por despido, sea cual sea la causa, de 20 días por año trabajado, frente a los 33 o 45 de la legislación actual.” ¡Acabáramos!

También nos proponen   cosas como el copago en la Sanidad,  (y el que no copague, que se muera). Hablan también del copago judicial (y el que no copague, a la cárcel y el de la pasta, absuelto). Si es que los de la Blackberry siempre se libran, al final, en todos los cuentos.

Y finalmente, todos los demás, habremos pagado ya o estamos cerca de pagar, religiosamente a Hacienda, por un lado, y claro, también a los de la Gran Empresa y Grandes Fortunas, lo suyo y, a los bancos, el resto.

Lo malo del asunto es que los ricos cada día quieren más y no se cortan un pelo en decir que lo van a sacar apretando a los pobres, empezando por los funcionaros, que les bajamos el sueldo en automático, si lo pide el FMI, mientras que su ex jefe Rodrigo Rato, junto con Olivas y Verdú, se lo suben ellos mismos, y pasan a cobrar más de 10 millones al año,  un pelín menos que Cristiano Ronaldo, vamos, pero al mismo nivel que Leonel Messi.  

Los alcaldes, por su parte, tras las elecciones, lo tienen muy claro, lo mejor para sus ciudades es hacer como Rato, subirse el sueldo, y son muchos, legión los que lo hacen, proteste quien proteste y ni crisis ni leches.

Y que cunda el ejemplo.

“Y a los indignados, oiga, me los echa usted de ahí que me perjudican el negocio. Y a callarse, leches, que en este país no existe la censura, pero no quiero que esos perros flauta inunden con sus webs las Bibliotecas Públicas, que nos rompen la educación aleccionadora que les damos. Así que nada de censura, vamos a llamarle “Acceso denegado por política de contenidos”, que es más políticamente correcto, digo yo.

Y dicen que la crisis es financiera. Hay que ver que poco valor, frente al dinero, tiene la moral.



(PD.  Pido disculpas a las marcas Blackberry e Iphone por usarlas como metáfora, sin ningún afán de perjudicarlas. A buen entendedor…)




Otros sites del autor:
http://comunidades.farodevigo.es/42479/blog/641/
http://www.facebook.com/pages/Francisco-Corbeira/192471774148201?sk=wall
http://www.lulu.com/spotlight/franciscocorbeira




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martes, 9 de agosto de 2011

Yo también protesto y acabemos ya: (Carta abierta a SANTIAGO REY FERNÁNDEZ-LATORRE)

Observo como, una vez más, el presidente y editor de La Voz de Galicia, Santiago Rey Fernández-Latorre, utiliza su speaker corner de dos páginas del periódico y varios días en la portada de la edición web, para lanzar su proclama, autotitulada "Acabemos" continuadora de su anterior “Yo protesto” de 2009. ¡Qué derrroche de medios para sencillamente venirnos a decir: lo veis, ya os lo decía yo! Y qué alegría inicial me dio ver a este señor como un indignado más. Claro que no a pie de obra, ni en la calle, sino en su despacho cinco estrellas.

No tengo el gusto de conocerle, señor Santiago, y eso que he pasado cinco años de mi vida trabajando para su empresa. Pero jamás, en ese tiempo, se ha dignado usted, ni el director de su rotativo, a darse una vuelta por la delegación de Ferrol, por ejemplo y, sencillamente, charlar con la gente, conocer a su propio personal y saber de primera mano qué piensan.

En mi tiempo allí, creo recordar que la única comunicación entre los periodistas de la delegación y del staff principal de La Coruña fue una circular que enviaron pidiendo a los redactores el uso de corbata. Y eso es lo que hay ahora: periodistas de corbata y despacho, recogiendo notas de agencia. Pero ninguno a pie de obra. Obviamente, la profesión no es de blue collar, ni para mancharse con el barro de la calle, por favor. Ni se investigan siquiera los trapos sucios que más huelen, no vaya a ser que el tufo llegue a la redacción.

Y digo yo que está muy bien eso de protestar. Sobre todo porque es gratis (y más teniendo la propiedad de los medios que lo publican), pero fíjese: siempre desconfié de los que ven la realidad desde la ventana de sus despachos, protegidos por el nudo de la corbata. Y también los que ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

Y voy a entrar un poco en materia para justificar lo que quiero decir:

Hace ya días, desde que leí su artículo, que tengo ganas de contestarle, de opinar, de comentar. Pero, fíjese, por mucho que miro en su web no veo ningún espacio para dejar comentario alguno. Su medio es de los pocos en los que no se permiten comentarios en las noticias, donde se traspapelan las notas de prensa que no convienen, y en el que no se publican siquiera las cartas al director, incómodas.

Curioso es constatar igualmente que no es usted propietario de medio de comunicación alguno, sino más bien de difusión. No hay feedback entre sus medios y los lectores, salvo esas encuestas en las que lo más que puede decirse es sí o no. No he encontrado forma de hacerle llegar esta carta personalmente, créame. Su dirección de correo electrónico no aparece publicada en ninguna parte. Pero en esto no es usted diferente al resto. No hay publicadas en sus cabeceras dirección de correo alguno a la que dirigirse, no ya de periodistas concretos, sino siquiera de las secciones de su periódico.

Pongo un ejemplo: si salgo a la calle y veo, digamos, un accidente de coche, puedo hacer una foto con el móvil y subirla a mi blog o a cualquier red social de la que forme parte, en segundos. Pero no puedo hacerla llegar por correo a La Voz de Galicia, porque ese correo lo desconozco y no es público. Imagino que siguen recibiendo las notas de prensa vía fax y teletipo. Algo elemental, moderno y tan decimonónico como las secciones en que aún dividen el periódico desde los tiempos de su abuelo.

Qué decir de la opinión. Si es que siempre opinan los mismos y en la misma onda. Es curioso como los propios periodistas de su diario no tienen siquiera acceso a escribir un artículo de opinión, motu propio. Es perder el tiempo. Y hablo de mi experiencia  en su diario. Y no digo ya si el artículo apunta a la línea de flotación de alguna empresa anunciante en su periódico.

 Y pongo otro ejemplo de cuando trabajaba en La Voz: por tres veces se me negó publicar un artículo que criticaba que las cabinas de Telefónica nos roban durante años, quedándose con el cambio. Algo absolutamente ilegal, a todas luces, que le cobren a uno por un servicio que no prestan. Pero su periódico no defiende a sus lectores, ni a Galicia, de la que tanto se le llena la boca, señor editor. Defienden al anunciante.

Lo mismo si la crítica es a la Xunta. Si está claro que desde que los políticos descubrieron las subvenciones a la prensa, consiguieron lo que no lograrían ni con una ley mordaza: acallar las críticas, porque nadie muerde la mano que le da de comer.

Es por ello que, tanta hipocresía, me duele, fíjese. Protesta usted, cómodamente sentado en el sillón de jefe, protegido en la planta noble por una cohorte de guardias jurado y secretarias, alabado por su entorno, que no le lleva nunca la contraria, faltaría más. (Porque en eso han convertido las redacciones, antes abiertas a la gente, de su periódico. Hoy son bunkers en los que te recibe un guardia jurado malencarado mientras sujetas el DNI en la boca: hasta para hablar con un plumilla hay que pedir audiencia y aguardar en sala de espera).

Y, en resumidas cuentas, no tengo claro, realmente, si protesta usted por la cuenta de resultados de su empresa o por la pérdida de beneficios de su cartera de valores. O como diría Supertramp, en aquel disco en cuya portada le imagino a usted, sentado bajo la sombrilla: Crisis? What crisis?

Porque, verá, yo que estoy en el paro puedo contarle, seguramente, muchas más cosas de la crisis de las que usted siquiera sospecha. No sabe, obviamente, lo que es no llegar a fin de mes; que los bancos te roben en comisiones, porque cobras el día 10 y los recibos te los pasan a primeros. No sabe lo que es buscar los precios más baratos en Día o en Familia, o comprar la ropa en tiendas de segunda mano. Tampoco lo que es no tener para pagar gastos adicionales, como el seguro del coche o el rodaje.

Habla usted de empresarios responsables, a los que defiende, que miran sólo por el bien de Galicia. Lástima que no cite a ninguno. Lo digo, más que nada, por conocer a alguien que tenga un mínimo de ética, que, ahora mismo, realmente no caigo.

En el caso de su empresa, fíjese, cuando yo trabajaba en ella, el ochenta por ciento del personal era fijo. Hoy, ese porcentaje no llega ni al 20%. Los becarios, en verano, cobraban. Poco, pero cobraban. Hoy hay que pagar para escribir: pagar un master que ustedes organizan, al que puede ir cualquiera, cualquiera que tenga dinero, por supuesto. Los demás, que sigan en el paro.

Seguramente esta carta tampoco le llegará a usted. Los muchos filtros que le blindan impedirán que las críticas manchen las solapas de su chaqueta como motas de caspa. Pero verá, los tiempos cambian y, en mi caso, aún en el paro, tengo igualmente un speaker corner, más modesto que el suyo: un simple blog. Y desde él, como no me queda otra, le contesto y le pido, de verdad, que se quite usted la corbata, baje algún día a la calle y al pie de obra de las redacciones, abra sus medios a los oídos y los ojos de la gente, acepte las opiniones y las críticas como parte del juego que hoy establecen tecnologías como internet y háganos sentir, a los que ahora sólo somos lectores, que, de algún modo, podemos participar, hacernos oír, que su diario y sus medios sean realmente un altavoz de las inquietudes de la gente y no de aquellos cuarenta personajes principales que cada día ocupan en exclusiva sus páginas, sin que el resto puedan decir ni mu. Porque eso es lo que hacen ustedes: servir de altavoces del poder y perpetuar en él a los que ya lo ocupan. Y ese inmovilismo, señor mío, y esa falta de apertura a nuevas ideas, es también una de las causas de la crisis.

Dice usted: ”… hace falta más que nunca que regrese la desaparecida sociedad civil. Que se restablezca de la postración, que conozca, que pida cuentas, que juzgue, que actúe”. Pues eso, deje usted que la gente haga eso, facilitándoles la labor en sus medios, que realmente contribuyan a crear un estado de opinión basado en el debate, no en la proclamación de consignas sólo de ida, (salvo que su modelo periodístico sea el Granma, donde tampoco hay opiniones) Que sintamos que La Voz no es sólo suya, porque los demás no tenemos esa voz.

No necesitamos, al menos yo, que nadie nos aleccione desde la atalaya. Ni tampoco estamos dispuestos ya a seguir callándonos la boca, ni doblando el espinazo ante nadie, por mucho que ocupe la cúpula de cualquier staff. 

En definitiva, que más que palabras, que son gratis, querría ver en usted gestos, cambios, apertura, modernidad, comunicación bidireccional y transparencia. Eso es lo que le piden sus propios lectores. Pero creo que usted y los suyos seguirán prefiriendo mirar más hacia el lado de los anunciantes. Me temo. Y por eso, amigo mío, sus palabras son de lo más estéril que he leído en parte alguna.


Otros sites del autor:
http://comunidades.farodevigo.es/42479/blog/641/
http://www.facebook.com/pages/Francisco-Corbeira/192471774148201?sk=wall
http://www.lulu.com/spotlight/franciscocorbeira


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TODO ESTÁ ESCRITO: TRES


Hoy, continuando con esta "novela por entregas", capítulo 3 de "Todo está escrito"






TRES

NOTA EXPLICATIVA DEL AUTOR



            Conocí a Bernardino Braña el Viernes Santo de 1984. Teníamos entonces diecinueve años yo y veinte él. Hacía exactamente una semana que había regresado a Ferrol desde Barcelona, donde estudiaba primero de Ciencias de la Información para pasar las vacaciones junto a mi familia. Y recuerdo que precisamente ese día me había ido a Santiago, invitado por un amigo del bachillerato, Felipe Fernández, que estaba matriculado, al igual que Bernardino, en la Facultad de Historia del campus compostelano. Felipe compartía un apartamento de alquiler con otros cuatro estudiantes en la Algalia de Arriba, adonde conseguí llegar tras una interminable aventura de cien kilómetros en autostop, para la que necesité más de seis horas y hasta cinco coches diferentes.

          Serían alrededor de las nueve y media cuando, al fin, puse los pies en el piso de mi amigo y, apenas un minuto después, apareció Bernardino. Entró con su propia llave, aunque no vivía allí. Como inquilino, quiero decir, aunque en la práctica era casi uno más, dado que entonces mantenía una idílica relación con Isabel y rara era la noche que no se quedaba a dormir. Incluso en aquellos días de vacaciones, en que ni ella ni ninguno de los otros, salvo Felipe, estaban en Santiago, Bernardino no perdía la buena costumbre de pernoctar entre las dulces sábanas de su novia.

 Pese a que la mayor parte de los más de treinta mil estudiantes que entonces superpoblaban el campus compostelano también habían abandonado la ciudad, Bernardino no parecía mostrar el menor interés por regresar a Betanzos junto a sus padres, a los que, según decía, sólo visitaba en contadas ocasiones. Bien es cierto que, por una parte, siempre fue reacio a abandonar las empedradas rúas de Santiago más allá de un par de días y, por otra, sospecho que sus relaciones familiares, aunque nunca lo manifestase abiertamente, no debían de ser demasiado buenas.

Aquel fin de semana los tres compartimos, además del alojamiento, dos consecutivas farras nocturnas que no culminarían hasta dejar bien atrás el amanecer: así se inició una amistad que habría de durar hasta hoy.

 Lo primero que me llamó la atención de Bernardino fue la viveza de su mirada. Parecía no escapársele detalle y al mismo tiempo, si uno se fijaba bien, había en sus ojos azules, muy claros e inquietos, un punto de travesura permanente. Hablador hasta el exceso y con el arma del humor siempre afilada, resultaba simpático sin proponérselo, además de irónico y agudo, aunque, en algunos momentos, se le elevase un grado su habitual nivel de inmodestia.

           Tras aquel fin de semana no le volvería a ver a hasta el verano, a principios de agosto. Llevaba un mes en Ferrol, disfrutando de esas añoradas vacaciones de tres meses, cuando Felipe y yo decidimos hacer una escapada a Compostela. Pero finalmente tuve que irme solo, porque él, a última hora, no pudo venir. Aunque, eso sí, me prestó las llaves de su piso. Y yo, pese a mis reiterados intentos, no conseguí que ningún otro de mis pocos amigos quisiera o pudiera acompañarme. Sin dejarme vencer por el desánimo, y con poco más de tres mil pesetas de las de entonces, decidí partir de todos modos. No tenía otro remedio, claro.

            Llegué a Santiago un viernes a media tarde y, de camino hacia al apartamento, adonde iba para tomar posesión de la habitación de Felipe y dejar en ella una pequeña bolsa en la que llevaba una muda, un libro y el cepillo de dientes, me encontré con Bernardino. Llevaba mi misma dirección, puesto que había quedado en el piso con otro de los inquilinos. Me contó que había roto con Isabel y perdido, por tanto, el privilegio de las llaves y del lecho caliente. Pero seguía siendo amigo de todos, incluyéndola a ella, ya que la ruptura, más que traumática, fue pactada.

Bernardino venía cargado con un par de bolsas de víveres finos: caviar, paté francés, embutidos, ahumados y un par de botellas de un Rioja del que no recuerdo la marca, pero que no desmerecía del resto. Me invitó a participar del refrigerio, al que Benigno llegó con más de una hora de retraso, lo que le costó merendar sin vino. No es que yo bebiese mucho, pero Bernardino siempre tuvo un excelente saque y él solito se despachó, entre bocado y bocado, botella y media de aquel reserva.

Ante mi sorpresa por tanto dispendio, pues ese sencillo ágape podría valorarse en el triple del dinero que yo tenía encima, me explicó que, durante el verano, se dedicaba a la venta de cintas y discos de la Tuna Compostelana a los turistas, en la plaza del Obradoiro. Disfrazado con un traje prestado de terciopelo negro, una capa adornada con un ramillete de cintas de colores y diversos escudos y digo disfrazado, dado que todo lo más que podría hacer él dentro de una rondalla, sería pasar la gorra: nunca tuvo la menor idea de música y cuando, con media borrachera, le daba por cantar en algún bar, enseguida le ponían de patitas en la calle, era capaz de vender entre veinte y treinta casetes y vinilos en las escasas dos horas que dedicaba cada día a tal menester. Casi siempre entre las doce y las dos, pues nunca se acostaba antes de las cinco de la mañana y, lógicamente, no madrugaba. Por cada unidad vendida ganaba cien duros, lo que le suponía obtener a diario entre diez y quince mil pesetas limpias.

Con la pequeña fortuna que suponía entonces una renta de ese calibre, comía y cenaba en los mejores restaurantes, salía todas las noches y pagaba el oneroso alquiler de una preciosa y amplia habitación doble, en la recoleta Plaza de la Pescadería Vieja.

Nunca le dio mayor importancia a ese dinero fácil y tampoco tenía reparo en gastarlo generosamente con quien le apeteciese compartir el día, hasta el punto de terminar cada noche con los bolsillos del revés y desayunar cada mañana al fiado en el restaurante O Cabalo Branco. Luego, a la hora del vermut, regresaba y pagaba religiosamente con las abundantes ganancias obtenidas gracias al inagotable filón de canciones como Clavelitos, Fonseca o Noche de Ronda, y a su sobresaliente facilidad para convencer a los incautos turistas recién bajados del autobús de que se llevaban el más excelso suvenir y el mejor de los regalos para sus amistades.

Su simpatía y afabilidad eran fulminantes: se dejaba fotografiar con quien se lo pidiera o ejercía de improvisado fotógrafo de grupos y parejas a los que ofrecía “desinteresadamente” su capa de tuno como attrezzo y les ordenaba pronunciar salami, antes de inmortalizarlos contra el fondo de la catedral; contaba chistes en varios idiomas y, además de hablar correctamente en inglés, conocía un amplio ramillete de frases hilarantes en cuatro o cinco lenguas, que siempre le funcionaban; informaba sobre los sitios donde comer o divertirse y hasta, llegado el caso, impartía una lección magistral a quien mostraba interés por conocer los pormenores artísticos de la fachada de la Catedral, el Pórtico de la Gloria, el Hostal de los Reyes Católicos o cualquiera de las otras innumerables maravillas de las que está repleto el casco histórico.

Pero la debilidad de Bernardino siempre fueron las mujeres. Y uno de los motivos por los que, además del dinero, acudía a diario a la Plaza del Obradoiro, era precisamente ése. Desde tan privilegiado lugar, al que entonces llegaban a diario decenas de autobuses cargados de turistas, solía dejar para otros vendedores aquellos que transportaban jubilados o venían rotulados con nombres de asociaciones religiosas. En cambio, era el primero en divisar los autocares repletos de jovencitas en viajes de fin de curso. Seleccionaba de un vistazo las que eran de su gusto y se marchaba directo hacia ellas. Y además de dársele bien el negocio de las ventas, sabía perfectamente que, por lo general, la mayoría de ellas se protegen, en un lugar al que acaban de llegar, con un escudo de desconfianza. Por eso casi nunca las invitaba directamente: la sutileza consistía en recomendarles los mejores lugares para comer, cenar o tomar copas. Lugares por los que él mismo se dejaba caer en el momento oportuno, sabiendo aprovechar convenientemente las soledades de quienes no conocían a nadie más en la ciudad. La mayor parte de las veces, al verle de nuevo, ya vestido de paisano, se le acercaban para preguntarle cualquier cosa casi nunca daba Bernardino el primer paso. A lo sumo, si al entrar en un local no le reconocían de inmediato, saludaba alegremente a la inocente víctima que había escogido, para llamar su atención: el resto, para él, era coser y cantar.

Aquel fin de semana pasó con rapidez y Bernardino, al ver que regresaba a casa, me propuso quedarme unos días más, integrarme en el lucrativo negocio discográfico como vendedor y compartir con él gastos y fiestas en una ciudad que, pese a tener la habitual población universitaria de veraneo, estaba en cambio plagada de turistas, de peregrinos y de estudiantes extranjeros matriculados en cursos de verano.

No tenía nada mejor que hacer en Ferrol y la oferta me pareció interesante, así que, tras ponerme de vendedor a prueba durante un par de días, comprobé con satisfacción que no se me daba del todo mal, aunque no tan bien como a Bernardino. Y como consecuencia, mi estancia en Santiago acabaría por prolongarse el resto del mes.

Para alguien con mis pocos años y recursos, aquella clase de vida en que la libertad se aderezaba con abundante dinero fresco ¾que sumando las ganancias de ambos era una cifra de ensueño—, nos hacía posible satisfacer de inmediato cualquier capricho o necesidad: desde la más inmediata, como por ejemplo surtirme de ropa, puesto que había llegado a Santiago prácticamente con lo puesto, hasta pasar una noche, bien acompañados, en una suite del Hostal de los Reyes Católicos, o escaparnos los fines de semana a Combarro, A Toxa, Pontevedra, Sanxenxo o las Islas Cíes.

Aquel mes de agosto ocuparía ya para siempre un lugar especial entre los mejores momentos de nuestras vidas y estoy seguro de que su recuerdo, alzhéimer mediante, permanecerá imborrable en nuestras memorias.

Bernardino, por lo demás, había pasado el mes de julio bastante solo. Con la mayoría de sus amigos de vacaciones, buscaba compañía entre los forasteros que le caían simpáticos, y que formaban a su alrededor un grupo variopinto. A mi llegada a Santiago la troupe estaba compuesta por una suiza, un americano, un inglés, un alemán y un indio. Y ese mismo primer fin de semana acabarían por sumarse dos belgas que habían cruzado media Europa en bicicleta.

     Durante los cinco o seis años siguientes nuestros reencuentros fueron puntuales y espaciados. Y como si el tiempo no hubiera pasado mientras tanto, pese a que ni nos telefoneábamos ni tampoco manteníamos correspondencia, nada más vernos, recuperábamos de inmediato el espíritu y el estilo de vida de aquel agosto de 1984. Creo que nunca, durante mis regresos vacacionales a Galicia, dejé de acudir a aquella cita no fijada. Sabía bien dónde encontrar a Bernardino, por mucho que cambiase de alojamiento: en la plaza del Obradoiro entre las doce y las dos o en cualquiera de los bares que solía frecuentar.

Más tarde, en 1991, una vez concluí los estudios y la mili, dejé definitivamente Barcelona y regresé a casa. Enseguida me instalé en Santiago, donde conseguí trabajo en un periódico. Volvimos, lógicamente, a coincidir, porque Bernardino, que había terminado sus estudios un año antes que yo, se había fundido completamente con el paisaje de una ciudad que ya nunca dejaría, a pesar de que en aquel momento sobrevivía a duras penas con el exiguo sueldo de eventual profesor de academia.

Durante el año que pasé en Compostela nos vimos prácticamente a diario. Compartimos las barras de casi todos los bares de la ciudad vieja y, la mayoría de las noches, acabábamos cerrando "A Casa das Crechas", nuestro lugar favorito antes de irnos a dormir o de decidir continuar la juerga en cualquier antro de la parte nueva de la ciudad. Éramos prácticamente inseparables y en todo momento, cada uno de nosotros, sabía lo que hacía el otro. 

Por cuestiones de trabajo o por puro azar, dejé Santiago y volví a Ferrol, mi lugar de nacimiento y también el de Bernardino, aunque ni a mí ni a él nuestra propia urbe nos despertó nunca la atracción que, por el contrario, nos sigue provocando la capital de Galicia.

Desde finales de 1991 hasta hoy, sólo recuerdo haber vuelto a ver a Bernardino en tres o cuatro ocasiones. Todas en la calle y casi sin tiempo para hablar de nada; prometiéndonos siempre que quedaríamos un día para montar una jarana que las obligaciones, la distancia e incluso la dejadez mutua, impidieron que llegara a ser.

Sí llegó a contarme, someramente, que había montado una empresa dedicada al turismo tras pasar algunos años sin ocupación fija, realizando trabajos esporádicos de profesor, guía turístico o colaborando como coautor en varios libros de investigación histórica.

Tuvo también una curiosa etapa en la que vivió como pintor hiperrealista. Realizó incluso varias exposiciones que yo no llegué a ver por no haberme enterado a tiempo, aunque sí vi unos cuantos acrílicos que vendió a amigos comunes y que, al parecer, le permitieron mantener la vida bohemia durante un tiempo. Algunos no estaban mal del todo: parecían collages fotográficos sobre fondos siempre negros. Pero, a mi modesto entender, y a pesar de su depurada técnica como dibujante, le faltaba esa chispa de genialidad en la inspiración, que se reflejaba en una deficiente composición. Creo, además, que él siempre lo supo y que precisamente eso, sumado a la falta de la necesaria vocación por la pintura, fueron los motivos que le llevaron a abandonar definitivamente la paleta y los pinceles, y emprender una rentable carrera de empresario de negocio turístico.

          Una mañana de diciembre de 1999 recibí por transporte urgente un paquete con una carta pegada en su exterior. La sorpresa fue total. Sobre todo porque el envío procedía de una pensión de Salamanca y en el remite figuraba un tal Emilio Cifuentes. Pero la impresión fue aún mayor al ver el contenido de aquella caja y luego, al leer la carta que reproduzco a continuación.





Salamanca, 3 de diciembre de 1999

Querido Paco:
           
                                    Sé que te has llevado la gran sorpresa al recibir esto. Pero antes de que abras la caja, —si no lo has hecho ya—, y te sorprendas aún más, lo único que te pido es que guardes con el mayor de los cuidados y en lugar bien seguro todo su contenido. Cuando veas de que se trata lo comprenderás. Me pondré en contacto contigo para decirte que es lo que tienes que hacer con este material.
                                    Por el momento, me veo obligado a desaparecer. No te lo puedo explicar en estas líneas, pero cuando tengas tiempo, escuches las cintas que te envío y leas los documentos, seguro que llegarás a entenderlo. También es posible que no nos volvamos a ver, aunque no te preocupes, porque estaré bien.
 Te lo envío a ti porque eres la única persona en quien puedo confiar que no está relacionada directamente conmigo. Es decir, que estoy seguro de que nadie nos relacionará después de tantos años. Y no tuerzas ahora el morro porque sabes bien que, a pesar de la distancia, ni me he olvidado de nada, ni nunca has dejado de ser el mejor de mis amigos. Pero no sabes qué bien me viene ahora que las cosas entre nosotros hayan sido así.
            No te puedo explicar más: el resto, lo tienes ahí. Sólo hazme el favor de hacer lo que te digo y mantener total discreción sobre todo esto. ¡Es muy importante!
Ya te llamaré.

Bernardino Braña.
P.D. Por favor, destruye esta carta o ponla en lugar bien seguro.





Sé que se puede pensar que soy un poco pirata. Que nunca debí haber decidido transcribir y hacer público el contenido de las cintas y los documentos de Bernardino. Y menos componer con ellos este libro que, visto desde fuera, podría incluso parecer una especie de novela rara. Pero él mismo me autorizó verbalmente, como así consta en varias de sus cintas, a ordenar los materiales a mi gusto y a hacer con ellos lo que crea conveniente.

Además, cuando comencé a leer y escuchar todo lo que me había enviado, me di cuenta enseguida de que su historia era lo más alucinante que pudiera imaginar fuese a sucederle, y que ninguna ficción que yo pudiese concebir superaría la realidad de este relato. Incluso sentí la mayor de las envidias por no estar en su pellejo; por no ser más que un mero espectador, eso sí, el primero, pero que no por eso deja de vivir el espectáculo en diferido y desde el patio de butacas.

Tras estas inocentes excusas, no sé si del todo necesarias, ya que, a lo hecho, pecho, debo decir que a la hora de confeccionar el relato de su historia he preferido colocar, antes que nada, la transcripción de la primera grabación que hizo Bernardino porque, después de haberla leído, me justificaréis y convendréis conmigo en que era una tentación irresistible. De ese modo, respetaba también el orden numérico de las casetes que tengo en mi poder aunque Bernardino no comience exactamente por el estricto principio cronológico de los hechos, y, por otra parte, así fue también como yo me introduje en su sorprendente aventura.

Con el objetivo de ser desde el principio lo más respetuoso posible, quiero y debo dar al César lo que es del César. Por ello, identifico la procedencia de todos los documentos y de las voces que he incorporado al texto, con la única particularidad de diferenciar cada voz con una fuente distinta de letra que, metafóricamente, quiere representar el timbre particular de cada quien.

En el proceso, he cambiado todas aquellas cosas, nombres y lugares que pudieran perjudicar a mi amigo de algún modo, aunque sin adulterar los datos de situación esenciales.
Mi aportación a este libro, al margen de esta nota explicativa, es meramente periodística y, por ello, he contrastado la historia que Bernardino refiere con la mayor parte de las personas que él cita y también he visitado la mayoría de los lugares que menciona.

En algunos casos de nombres de personas, me vi en la obligación de sustituirlos, porque, al ser consultados sus reales “propietarios”, declinaron mi invitación a figurar de modo explícito. Aunque, en todos los casos, me facilitaron valiosos datos, que me fueron muy útiles.

Por el contrario, otros muchos no tuvieron inconveniente en que su nombre real aparezca y, por ello quiero, a unos y a otros, expresar con estas líneas mi agradecimiento por su gentileza y colaboración. No obstante, con el fin de evitar algunas previsibles consecuencias que pudieran derivarse de la edición de este texto, debo decir que he sustituido el nombre real de mi amigo por el de Bernardino Braña y también he hecho otro tanto con el supuesto nombre de Luis Uría.

El resto de los datos contenidos en los documentos escritos están recogidos fielmente y las cintas magnetofónicas fueron transcritas de modo casi textual, a excepción de las inevitables adaptaciones que conlleva toda transcripción, dada la diferente naturaleza del texto escrito.

Por citar algún ejemplo diré que, en muchos momentos, Bernardino no llega a completar las frases o da por supuestos muchos antecedentes que no aparecen en las cintas y que, en consecuencia, vuelven su discurso un tanto incompresible; en otros, pierde el hilo, hace continuas digresiones o se detiene en prolijos detalles sobre asuntos baladíes y, en cambio, despacha en cuatro palabras hechos de mucha mayor enjundia. En todos esos casos he completado alguna frase o redondeado alguna idea, pero manteniendo siempre un espíritu de máxima fidelidad a sus palabras y tratando de conservar lo más exactamente posible su modo peculiar de expresión.

Para ser del todo sincero diré que he cambiado por un sinónimo aquellas palabras idénticas demasiado cercanas, algunas cacofonías e incluso expresiones muy locales y frases enrevesadas.

También he traducido al castellano todas aquellas voces que en las cintas estaban en gallego y que Bernardino reproduce en esa lengua, aunque él, en el resto de la narración, se exprese en castellano. Me he permitido, eso sí, conservar palabras, expresiones y construcciones sintácticas procedentes del gallego, en su estado original, por considerar que, de ese modo, aportaban mayor expresividad.

Debo confesar también que algunos fragmentos de las grabaciones han sido suprimidos de la redacción final. Bien porque, en algunas ocasiones, Bernardino da la sensación de tener algunas copas de más, lo que le lleva a introducir asuntos que nada tienen que ver con la historia principal, por lo consideré que su inclusión no aportaba nada y en otros, porque refiere detalles personales que he creído conveniente que continúen perteneciendo al ámbito de lo privado. Tanto en esos casos en que he suprimido parte de lo grabado, como en las pausas que Bernardino hace, retomando luego el relato, he colocado, a modo de separador, una línea de cinco asteriscos.

Finalmente, añadiré aquí, brevemente, algunos datos biográficos sobre Bernardino, que obviamente él no menciona en las cintas, pero que ayudarán a completar su perfil y antecedentes, y que confío sirvan para hacer más fácilmente comprensible el resto de su historia:

Nació, al igual que yo, en el Santo Hospital de Caridad de Ferrol, sólo que un año antes: en 1963. A los ocho años de edad se trasladó junto con sus padres a Betanzos, donde cursó la última parte de los estudios primarios y el bachillerato, antes de marcharse definitivamente a Santiago para matricularse en la Facultad de Historia.

Su padre había sido propietario de una conocida ferretería de Ferrol, hasta que las cosas se torcieron y el negocio se fue a pique. Enfadado con su lugar de origen, decidió establecerse en la Ciudad de los Caballeros, donde, con mucho esfuerzo, puso en marcha un nuevo negocio ferretero enfocado principalmente al sector agrícola y ganadero que, cuando yo conocí a Bernardino, tampoco les marchaba muy bien. Habían adquirido una casa antigua y en no muy buen estado, pero con excelentes vistas al río Mandeo desde el interior de las murallas de la ciudad y en la parte más alta de la empinada ladera que marca la fisonomía peculiar de la villa.

Cuando conocí a Bernardino, además de sus ojos azules y de una mirada viva y penetrante, lo que más llamaba la atención en él era su planta, que le hacía bastante atractivo a los ojos de las mujeres y supongo que también de algunos hombres. Se apreciaba de inmediato que, pese a estar muy delgado, era de constitución fuerte y aunque, por su aspecto pudiera parecerlo, no creo que nunca hubiese ido a un gimnasio: no le conocí afición alguna por la práctica del deporte ¾como espectador, odiaba el fútbol y sólo muy de vez en cuando se deja caer delante del televisor para ver algún partido importante de baloncesto¾. La última vez que le vi, aunque continuaba delgado, le noté más ancho, pero, de todos modos, con excelente aspecto. Y de no saber su edad no le calcularía más allá de la treintena.

Bernardino es más alto que yo: no creo que llegue al metro ochenta, tal vez un metro setenta y cinco. ¿Y qué más? Pues un pelo trigueño y ondulado, que delata que de niño fue completamente rubio, y en el que ahora, por sus sienes, comienzan a asomarle las primeras canas; una piel clara, que en su rostro se oscurece por la densa barba; unas singulares manos de largos y gruesos dedos; y, en el apartado de señas particulares, un peculiar lunar en el cuello, cerca de la nuca, con forma de media luna.

Siempre he admirado la inteligencia y siempre me ha gustado rodearme de quienes considero la poseen: sobre todo, cuando sus principales síntomas son la velocidad de pensamiento, el discurso atropellado, la chispa, las ideas geniales y el humor ocurrente e instantáneo. Bernardino es uno de ellos. Podría decir, sin duda, que resulta brillante.

Además, su agudo sentido del humor, perfilado por una fina ironía galaica y su instinto innato de la juerga, lo convierten en una de las personas a las que elegiría sin dudarlo para animar cualquier reunión de amigos. Pero no por esa inclinación suya hacia la fiesta hace ascos a una conversación interesante. Al contrario, podría considerársele un magnífico conversador y un experto en las materias que domina. Curiosamente, la Historia Antigua nunca le atrajo demasiado, sino que su especialidad es la Contemporánea, campo en el que ha llevado a cabo desde sesudos trabajos de investigación que se han publicado en revistas especializadas, hasta colaboraciones en libros realizados junto con otros autores.

Es también un agudo y asiduo lector que disfruta especialmente de la poesía, de la que se considera un gran entendido, aunque nunca en su vida le diese por intentar hilar un sólo verso. Debo reconocer que, en este aspecto, el hecho de que no le gustasen los versos que yo escribo, que siempre consideró "utilitaristas", "hechos para ligar" y otras lindezas por el estilo, me hacen no respetarle como crítico, porque, de lo contrario, no volvería a escribir un sólo poema y en cambio, le contradigo constantemente.