jueves, 29 de noviembre de 2007

San Andrés de Teixido

El camino de San Andrés de Teixido es una sola historia; aunque tal vez podamos decir que es toda la Historia y, por ello, llena de miles de historias más pequeñas, que se acomodan en ella a lo largo de la línea del tiempo. Porque, debemos preguntarnos: ¿por qué desde los tiempos del Neolítico, los hombres no han dejado de creer que a San Andrés de Teixido va de muerto quien no va de vivo?

Y esa frase lo dice todo: allí van todos los muertos. Y algunos, miles de millones, claro, también van de vivos.

Trescientos mil vivos llegan aún cada año hasta San Andrés. Pero los muertos: ¿cuántos de miles de millones de almas han partido desde el último puerto, en la barca de piedra que conduce al Más Allá de las Islas, a la isla de los Bienaventurados, errante en el mar, y que a veces se vislumbra en el horizonte desde los finisterres? Pero, más que ninguno, pese al propio lugar así llamado, Finisterre o al Galway irlandés –el lugar más al oeste de Europa—, fue San Andrés el elegido por la Historia y, acaso, por la geografía mítica, para ser el embarcadero de las almas que parten hacia el otro mundo.

Los griegos y los celtas tenían, en relación a la muerte, creencias semejantes. Los griegos enterraban a sus difuntos con una moneda en la boca, para que el alma del finado pudiese pagar con ella al barquero Caronte y de ese modo, cruzar el río del Olvido. Y este río, para los griegos, es el gallego Leça, el mismo río que en el año 137 antes de Cristo, como nos cuenta, quizás falsamente, Tito Livio, los soldados del procónsul Décimo Junio Bruto, —que tras su victoria cambiaría su nombre por el de Galaico— se negaron a cruzar, presos del miedo. Los celtas, en cambio, creían que desde los últimos puertos, tomando una barca de piedra, que en San Andrés es absolutamente real y así se denomina a la mayor de las islas Gabeiras, —que según apreciaba el historiador Antonio Fraguas: “semeja la proa de un barco anunciado su llegada a puerto”— se llega en ella hasta el Paraíso.

Para ambos pueblos, celtas y griegos, la ruta que describe el sol es primordial para dar sentido lógico al razonamiento. El sol, obviamente, sale por el este y se oculta por el oeste. San Andrés, como finisterre, es el último lugar desde el que se ve ocultarse el sol, siempre teniendo en cuenta que para las creencias de la época, la tierra era un disco plano y la existencia de América ni se sospechaba. Pero, ¿a dónde va el sol?

Para esto también tenían respuesta: tras ocultarse bajo el horizonte, que ellos imaginaban como un inmenso precipicio por el que se desbordaba en catarata el océano, comenzaba a alumbrar el otro mundo, la isla de los Bienaventurados, donde viven las almas en un mundo del placeres, por toda la eternidad. Y el último lugar antes del ese precipicio es San Andrés.

Las fascinación por ver el infinito de lo desconocido, teniendo estas creencias en mente, es fácil de ver aquí, en este lugar, final del camino de las vidas, del mismo modo que es final del camino de un sol que muere y renace cada día, misteriosamente y de nuevo, por el otro lado, por el este. El romano Floro, de fiarnos de su testimonio, nos cuenta la fascinación que sufrió el propio Décimo Junio Bruto al contemplar el finisterre. Muchos años más tarde, un poco antes de 1842, un inglés llamado George Borrow, y conocido en nuestros lares como Jorgito El Inglés, llegó a Galicia dispuesto a escribir el que titularía The Bible in Spain. La fascinación que él mismo nos describe por esta contemplación del infinito, merecería incluso que copiara aquí su cita textual. Pero, no lo haré, porque ellos son tan sólo dos entre millones de ejemplos posibles y prefiero anteponer mi propia sensación a la suya.

Pero debo antes proseguir el relato, la descripción inicial de este lugar que es historia por sí mismo y que no se puede contar, ni explicar, sin que la historia ronde a cada frase. Quiero decir que ya desde su propio nombre, el de la zona en que se inscribe, y que los griegos, por error, tal como reconoce y nos cuenta Plinio, llamaban Tartares, el tártaro, aunque nunca tal nombre tuvo, sino el de Artabria y más tarde, Trasancos, pero que seguía representando algo más que el fin del mundo: el propio infierno. Y en esta idea oscura cayó como un losa para toda la eternidad sobre una tierra que, en cambio, los celtas consideraban luminosa. Pero, quizás fruto de esas creencias, perviven en Galicia desde la época medieval topónimos como Lamas do Inferno o, en Ferrol, O Inferniño.

Artabria es, según d´Arbois de Juvainville, el lugar en el que reina Cronos, tras ser vencido por Zeus en la batalla contra los Titanes. Y son los textos de Hesíodo, donde convergen de nuevo las creencias de celtas y griegos, cuando nos habla de la llanura Elusión del rubio Radamantis, peinada por los vientos del noroeste y postrera morada de los reyes que fueron y de los héroes de las guerras de Tebas y Troya. Píndaro, en la segunda olímpica escrita para los Juegos Olímpicos celebrados en Atenas en el año 476 antes de Cristo, dice de la llanura Elusión “que se confunde con las islas de los Todopoderosos o de los Bienaventurados, para formar una única isla donde se encuentra la fortaleza de Cronos asociado con Radamatis”.

Pero ¿quién era este Radamantis? La propia palabra nos muestra su clave, Radamantis es el Ra egipcio, el Atón, el sol de los celtas. Así que Cronos, el tiempo, y Radamantis, el sol, se asocian en el mismo lugar en que uno se pone y otro se acaba. Convergen las religiones paganas, como más tarde convergería también el Cristianismo, que lejos de imponer su férrea ley, se adapta, dando lugar al sincretismo que pervive hasta nuestros días. Y todo converge, una vez más, en la misma esquina del mapa, porque, claro está, ni siquiera estas creencias pueden pasar más allá del horizonte físico que marca el disco plano de la tierra y la catarata en la que el mar se precipita.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

655.000 muertos por 30 billones de dólares

Una de las profesoras de Economía que tuve de estudiante, -lamento no recordar su nombre­- postulaba que para saber las verdaderas razones ante cualquier tipo de fenómeno, no cabía más que preguntarse por la financiación que lo sustenta o la viruta que se espera obtener. Esta visión, no por marxista, deja de ser menos cierta y hasta ahora, no he encontrado ejemplos que la desmientan.

Pongo esto a cuento de la guerra de Irak, una guerra de la que todos sabíamos en España (bueno, casi todos) que respondía a una sola razón y que esta era económica: el petróleo. Por mucho que el Trío de las Azores, maracas en mano, demonizase a Saddam, -que no hacía falta, pues tiempo había que sabíamos de sus andanzas-, ni veíamos (algunos) superioridad moral en los demonizadores. Vamos, que a estos no parecía caerles bien el traje de superhéroe luchando contra el mal por la simple razón de salvar el mundo.

Pues, hala, tuvimos que apechugar con la montaña de mentiras que desplegaron urbi et orbe, hasta que un día, al fin, reconocieron que aquello de las armas de destrucción masiva no era más que eso: la excusa.

Pero claro, la vida da muchas vueltas y al cabo del tiempo, resulta que en los USA están en recesión, que el dólar va cuesta abajo frente al euro, el déficit fiscal se dispara, el sistema crediticio se tambalea por esas hipotecas basura que flotan en el charco de la economía… y los intelectuales yankis echando leña al fuego. ¿Todos? No. Que no a todos les va la canción protesta y los hay que cantan al poder, aunque, de paso, les canten otros olores más hipócritas.

Resulta que leo en Cotizalia que el periodista Jim Holt, sesudo analista que escribe en el Wall Street Journal, The Washington Post o The New York Times, -casi nada-, se ha dado cuenta, a buenas horas, de que la verdadera razón de la guerra fue el petróleo. Y que de error nada, que esa decisión, la de atacar Irak puede ser, nada menos, que el mayor éxito de la historia de los Estados Unidos, verbigracia.

El hombre ha ido sumando dos y dos y, al acabar la cuenta, le salían nada menos que 30 billones de dólares, que es lo que, al parecer, vale el petróleo que hay en el subsuelo iraquí. Y dijo el tío, agudo él: ¿a que va a ser por esto?

Pero no se quedó ahí, que va, que si no la cosa no tendría gracia, ni iba a haber nadie que comprase uno de esos tabloides para leer semejante novedad, sino que añadió de su cosecha que ese control petrolífero le permitiría al país de las barras y las estrellas mantener su predominio político y económico del mundo.

Sólo le faltó añadir el diálogo de Bush, con la voz ronca de Marlon Brando, diciendo aquello de: “No es nada personal, son sólo negocios” y a continuación, con una sencilla mirada a su consiglieri, ordenar la muerte de 655.000 personas, muerto arriba, muerto abajo, que no se van a parar a contarlos a todos.

Estas son las lecciones que nos dan: que la mentira y la hipocresía son sus armas y que la violencia es rentable, que Darwin tenía razón en lo de la ley del más fuerte y lo del pez grande y pez chico y que ya estamos todos haciendo lo posible para emigrar a los USA, no vaya a ser que algún día tengamos algo que el tío Sam codicie y nos dé una patada en el culo para arrebatárnoslo.

martes, 27 de noviembre de 2007

Ulises y los Vikingos en Ferrol

No es que uno pretenda buscarse antepasados ilustres, ni necesite reafirmar su amor a la tierra en razón de un par de hechos históricos (y tal vez menos siendo de la naturaleza que son). Pero no deja de resultar fascinante que, entre las escasas fuentes clásicas que se refieren a Ferrol, haya una que sobresalga entre todas: la Odisea original, la de Ulises que versificó Homero, nos habla de la venida del propio Odiseo, que junto con sus hombres y naves llegó hasta las puertas mismas de la entrada de la ría de Ferrol, tal como nos describe en el Canto X:

Cuando llegamos a su excelente puerto –lo rodea por todas partes roca escarpada, y en su boca sobresalen dos acantilados, uno frente a otro, por lo que la entrada es estrecha— todos mis compañeros amarraron dentro sus curvadas naves y quedaron atadas, muy juntas, cerca del puerto, pues no se hincaban allí las olas, antes bien había en torno una blanca bonanza. Sólo yo detuve mi negra nave fuera del puerto”.

Una exacta descripción del pasillo estrecho entre acantilados de la bocana de la ría, a la que en el siglo XVIII, protegerían del paso de las naves los cañones enfrentados de los castillos de San Felipe y la Palma, capaces de enviar al fondo de las aguas a cualquiera que osara acceder a la ría. Llegaron a tenderse cadenas entre ambas fortificaciones para detener a cualquier embarcación y poder bombardearla más fácilmente, antes de enviarla para siempre al infierno de los barcos, que también puede corresponderse, de tener en cuenta su incontable número, con este mismo lugar, infierno de todos los muertos.

Aquel primitivo Ferrol que se encontró Ulises estaba gobernado por un rey llamado Antifates Lestrigón, que tramó la muerte de los recién llegados con la intención de usarlos como viandas para su mesa. Pero mientras preparaba el primer plato con uno de los hombres de Ulises, los demás, no se sabe si aprovechando un descuido o en una estampida provocada por un repentino pánico, lograron huir hacia sus naves, siendo interceptados por los enormes lestrigones que, desde los acantilados, arrojaban piedras a sus barcos hasta hundir todos ellos excepto el de Ulises, que gracias a haberlo dejado fuera del puerto, pudo huir para no volver jamás.

Esta historia que nos refiere Homero, parece, curiosamente, coincidir con otra, sucedida más de mil años más tarde, exactamente en el 867, cuando aún faltaban muchos años para que los castillos de La Palma y San Felipe franqueasen la entrada de la ría. En esa fecha una expedición compuesta por naves normandas, escandinavas y vikingas, se introducen en la ría hasta la cocina y asaltan el monasterio de San Martín de Jubia, conocido como “o do Couto”, entre otros muchos actos de piratería que asolaron la zona.

Para su desgracia, una fiera tempestad, unida a la inesperada resistencia de un ejército ligero, armado de ballestas y, probablemente, catapultas, al mando del rey Ramiro, heredero del Alfonso el Católico y Magno, les envió alrededor de setenta naves a pique, proeza que no estuvo mal, pero que no detuvo la misión devastadora de los invasores, que en aquella ocasión, habían asolado Irlanda, Isla de Man, Escocia, Inlgaterra, París, por el Sena, y Nantes, por el Loira, antes de atacar Galicia en Ferrol, Ares y Mondoñedo, continuando luego por Portugal, destruyendo Lisboa en trece días, tomando Cádiz, desembarcando en Sevilla y pretendiendo llegar hasta Córdoba por tierra.

Pero desde Córdoba, los tres mejores generales del éjército de Abd-al Rahman II, conocido aquí como Abderramán II, organizaron columnas que al mando del eunuco Nasr lograron deshacerlos por completo. Se calcula que mataron diez mil normandos e incendiaron treinta navíos, frente a unas pérdidas de sólo mil hombres a manos vikingas. Lo que deja bien a las claras que el asunto iba más allá que una simple cuestión de huevos.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Violencia gratuita

Un día, uno de esos amigos que de repente desaparecen de la vida sin dejar más rastro que el recuerdo, me dijo, en una de esas conversaciones supuestamente inteligentes, que nada más fácil que cometer un asesinato, así, sin más, por las buenas. El crimen perfecto. Según él, resultaría imposible que nadie descubriese nuestra identidad, ni nuestra implicación, si se cumplían unos cuantos requisitos básicos y se seguían al pie de la letra

El primero de ellos era carecer de cualquier clase de antecedentes penales. El segundo, no pretender con el crimen ninguna clase de compensación, es decir, evitar que pueda existir cualquier clase de móvil. En tercer lugar, elegir una víctima con la que no exista ninguna relación. Y en cuarto lugar, olvidarse de reincidir.

El plan era como sigue. Agarra uno un hacha, un cuchillo de cocina, o cualquier instrumento de fácil adquisición y de uso cotidiano y vulgar, que no presente dificultad tanto para conseguirlo como para deshacerse de él —lo del hacha era su opción preferente—. A continuación, elegir una zona poco transitada, a poder ser oscura y en la que no sea fácil que pueda haber incómodos testigos. Tras eso, aguardar el paso de la víctima, no importa cuál, la primera que se nos acerque y, sin mediar palabra, asestarle el golpe mortal, asegurándose bien de que la dejamos completamente desprovista de vida. Sólo restaría entonces abandonar la zona, sin precipitación, ni prisas, y teniendo previsto el camino de regreso. Finalmente limpiar bien el arma de toda posible huella y deshacerse de ella en un lugar dónde jamás pudiese ser encontrada, el fondo del mar, por ejemplo.

Así de simple y así de sencillo. La policía se enfrentaría a un rompecabezas imposible en cuanto se descubriese el cadáver: ninguna relación entre la víctima y el asesino, inexistencia de móvil, carencia de antecedentes penales y de testigos, de cualquier clase de huella y ausencia de arma homicida. Imposible saber quien fue el culpable: uno más de los muchos casos sin resolver que, en alto porcentaje, suceden cada año sin que se les dé publicidad alguna.

Yo le replicaba que muy bien, perfecta la teoría, pero que llevarla a la práctica no era tan fácil. Es decir, que existían demasiados elementos externos gobernados por el azar para poder controlarlos enteramente.

Porque, ¿cómo tener la absoluta certeza de que nadie nos ha visto? ¿Cómo en un crimen como ese, evitar que la sangre de la víctima nos salpique y nos delate? ¿Cómo evitar que el interfecto grite si fallamos el primer golpe e incluso el segundo? ¿Cómo mantener la sangre fría, para rematarlo sin piedad, y la calma para abandonar el lugar sin prisas, pero sin pausa, llevando además consigo el cuchillo o el hacha ensangrentada?

Y sobre todo, le decía yo, tú no has leído “Crimen y castigo”: ¿en qué lugar dejas el remordimiento, la conciencia, la huella que tal hecho pueda dejar en nosotros mismos? ¿No acabaríamos también por delatarnos, por entregarnos para recibir el justo castigo ante semejante crimen injustificable? ¿En qué lugar habremos de dejar nuestra moral?

Y además ¿por qué íbamos a hacerlo? ¿Sólo para demostrar que se puede salir impune, sin lograr con ello ninguna clase de enriquecimiento, ni material, ni personal? ¿Sólo por decir, ves, tenía razón, y sin poder siquiera decírselo a nadie más que uno mismo ante el espejo? Y, en el peor de los casos, ¿cabría la posibilidad de que el asesinato acabase por gustarnos y nos sobreviniesen tentaciones de actuar de nuevo para sentir en el hocico y en el alma herida el aroma de la sangre?

Nunca pude comprender el daño por el daño, la destrucción por la destrucción, sin obtener ninguna clase de satisfacción a cambio. Me resulta imposible comprender qué clase de voz interna obedecen, simplemente, aquellos que destrozan los espejos retrovisores de una hilera de coches aparcados, o los que prenden fuego a un contenedor, arrancan una papelera o dejan sin pantallas ni bombillas a todas las farolas de una calle. Y eso que el daño, aquí, se hace sobre objetos inanimados, es decir, que no sufren. Si acaso sufren los propietarios de esos coches o, indirectamente, los ciudadanos que con sus impuestos sufragan el daño que los destrozos al patrimonio público causan aquellos a quienes estas consideraciones parecen no afectarles. Pero, puestos a buscar razones, más allá de la razón, porque la razón para mí, en estos casos, debe estar ausente, puedo culpar de ello a causas como el exceso etílico, la perturbación por las drogas y hasta, simplemente, el deseo de impresionar a una cómplice damisela con la certera puntería del que lanza la piedra y da en el mismo centro de la farola. Hasta ahí, llego. Puedo también comprender, que no justificar, a aquel que roba, porque con ello consigue un botín que ansía. O cualquier otro crimen con el que, quien lo comente, obtiene algo a cambio y valore ese algo por encima del daño que causa para obtenerlo.

Pero, pese a que mis razones me parecieron siempre de peso y que con ellas nadie, razonablemente, podría vencerme en un debate, los hechos, poco a poco, me van contradiciendo.

El otro día, desde la ventana de mi casa, vi a unos muchachos, muy jóvenes y a plena luz del día, lanzando piedras contra una farola, sin que hubiese, aparentemente, ni alcohol, ni drogas, ni cómplices damiselas presentes en el acto. Ni tan siquiera puntería, ni reto alguno en tal acto, porque lo intentaron hasta diez veces, sin conseguirlo y finalmente se fueron, así, sin más.

Y fue esto lo que me recordó aquella conversación con mi amigo, quien, por cierto, apareció un día muerto, golpeado al parecer por un objeto contundente que jamás se encontró —puede que incluso se tratase de un hacha—, hace ahora cinco años, sin que se haya descubierto hasta hoy quien fue su asesino, ni por qué lo hizo, ni qué clase de satisfacción obtuvo con ello.


(Este relato literario no contiene necesariamente hechos reales).





domingo, 25 de noviembre de 2007

Todo está escrito

La sangre corre alegre por mis venas. Con fuerza. No sabría decir si con la misma fuerza de entonces. Las emociones, con el tiempo, se cubren con el manto del tiempo mismo. Con multitudes de capas invisibles, pero tangibles, que nos alejan del origen tanto como la cumbre de la montaña lo está del valle. Mi corazón estaba entonces en el fondo de ese río que recorre los ondulados repliegues de la falda del monte y hoy es bandera que ondea al viento frío en la más alta cima.

Y en este punto, el paisaje que mi vista recrea no es espacio, ni es agua ni tierra, sino que es azotea desde la que el tiempo se percibe con los propios ojos: de allá a lo lejos, del horizonte donde el río nace, partí un día, y ahora puedo ver de un solo golpe todo el camino recorrido, como quien desde el más alto mirador imaginado pudiese verlo todo en su conjunto y, al mismo tiempo, percibir claramente, con la nitidez de un día claro en el que la lluvia recién hubiese limpiado el aire y lavado la tierra, cada uno de los detalles. Y la canción que mi corazón dibuja con cada nuevo latido arrebatado fuese el único sonido.

Sólo sé que mi corazón late ahora como está escrito que debe latir un corazón enamorado: atropelladamente, medio al galope y medio desbocado. Sólo sé que mi sangre pide otra sangre compañera, que corra de igual modo, empujada por un mismo impulso que el impulso mío. Sólo sé que mi sino y tu promesa se han fundido hasta formar un solo cuerpo, una perfecta esfera que en su rodar me derriba.

A mí, que más que esperar a que el destino llamase un día a mi puerta, he sido la espera misma. A mí, que la espera tantas veces confundí con el infinito inabarcable y que infinitas veces me inundó los ojos y llenó mi alma de desesperanza. Y esta palabra, espera, que nunca terminaba de escribirse de tan grande era, tuvo en el diccionario de mi alma un sentido que nadie puede imaginar que pudo haber tenido. Un sentido que, de tan superlativo, no puede condensarse en palabra tan pequeña.

La hora del destino me ha llegado. Y de esa hora imprecisa paladeo ahora su primer minuto. Más tú, que desconoces todo, que hasta tu propio nombre ni siquiera sabes, ¿cómo poder decirte, cómo explicarte lo que tampoco yo a comprender alcanzo?

Porque sé que tu cerebro virgen, en el que tu propia historia, tu pasado y gloria, se han borrado, no podrá quizás nunca beber de la eternidad de su destino; debo dejarlo al margen: quiero hablar a tu cuerpo, al sentimiento que despierta en ti y que sé te asusta, al alma que te anima y que es la misma alma que me amaba, que aún me ama y que te avisa de que mi presencia es todo lo que aguardas: al alma que ha regresado para decírmelo, pero que aún carece del don de la palabra.

No debes comprenderlo, ni lo intentes. Te diré que hace tiempo que dejé ese vano empeño en el rincón de las preguntas sin respuesta. Porque sí he comprendido que no es la razón la que nos hace humanos, ni la que mueve el mundo, ni tampoco sirve para descifrar las leyes inabarcables del universo y de la vida. No. La lógica es un vano invento, un esfuerzo inútil. Lo que nos hace humanos es el impulso, la causa o el origen de nuestra sonrisa, de nuestras lágrimas, de todas esas cosas que la bioquímica del cerebro no puede explicar en su real sentido. La muerte lo borra todo: la razón, el pasado y todo aquello que creemos que somos o que fuimos. Pero algo permanece: el alma. Y el alma sólo vive por el deseo de animar la vida. Y el ánimo de la vida es el amor.

Veo eso en tus ojos. No necesito racionalizar nada. Tú has vuelto porque tu alma así lo ha querido. Porque tu alma sabe que la muerte, ninguna muerte, puede hacer otra cosa más que aplazar el destino para el que fue creada. Y tu destino tenía que pasar la prueba de la muerte, del mismo modo que el mío tuvo que pasar la prueba de la vida y la agonía de la espera.

Cuánto nos han mentido las religiones creadas tras tu muerte. Cuánta verdad había en lo que a ti y a mí nos habían enseñado, en tu primera vida. No temías entonces. Tú único dolor era el de la separación, el de la despedida de quien sabe que debe afrontar un largo viaje lejos de donde estar quisiera. Y hasta mis lágrimas derramadas, tantas, como la incesante sangre que al salir de ti, empalidecía tu semblante, no eran por el dolor de perderte para siempre, porque creía que la entrega de tu muerte y tu promesa de amor correspondida, habrían de cumplirse un día, que ahora llega.

No temíamos la muerte. Siempre supimos que no era el fin de nada. Pero cuánto dolor me trajo la implacable desesperanza, el tiempo interminable de la espera. Y sólo la esperanza incombustible, renovada, vencía a esa desesperanza, en una batalla tras otra. Eso y sólo eso es el verdadero resumen de mi vida. Lo demás son sólo circunstancias.

Quiero, por eso, hablarle a tu espíritu. Hacer lo posible para que, de algún modo, se recobre. No digo recuerde, porque no tiene ese atributo, esa potencia que le capacite. Pero yo sí que guardo esos recuerdos. En alguna parte de mi cerebro siguen tan vivos como entonces.

A veces, al pensar en esto, en estos días, creo que nuestro destino, tal vez único, sí responde a una lógica, a una sabiduría infinita que hizo que yo viviese para que pudiera guardar dentro de mí esos recuerdos capaces de despertar tu alma y hacer posible que en su regreso no permanezca ciega e ignorante de un fin que desconoce debe cumplir. Sabio destino el nuestro, dotado de una sabiduría que los hombres han perdido porque han fijado sus objetivos en aquello que, sencillamente, podía animar, con placer, una única vida. Una vida que creen comienza en el parto y que termina con la muerte. Y no es cierto.

Pero es hora de que volvamos de nuevo a nuestro origen. A los primeros días. Tú eres ahora, tras el combate que segó tu primera estancia junto a mí, en tu regreso, alguien afectado por la temible amnesia. Todo lo has perdido. Eres algo nuevo que yo veo, de una parte, idéntico a ti. Un gemelo de ti, que no me reconoce. Bendito tu amigo, Ramón Escadas, que por sí mismo ha sabido despertar su propia alma y encender una luz que alumbre la tuya. Gracias a él, a la confianza que de ti supo ganarse, sabrás que lo que voy a contarte no es más que tu propia vida, o mejor, nuestra vida. Porque yo sólo puedo explicarte las cosas que pasaron desde el primer momento en que nos vimos. Desde aquel momento en que mi caballo blanco corría sobre el acantilado de esa playa que tan bien conoces, en las que tantas veces has estado sin saber siquiera por qué es tu playa preferida.

Esa playa a la que, según me contaste, sigues yendo cada verano, al menos una vez, para cumplir el íntimo deseo de dejarte besar por sus aguas y que ahora, no entonces, todos los que la frecuentan llaman Cobas.

Esa playa que es última del Atlántico, desde la que, bien visible, se muestra majestuosa la punta del cabo Prior y el rumbo del norte gira allí hacia el este por una nueva ruta de otras aguas, ya cantábricas: la antigua ruta de Irlanda que recorrían los courraghs bordeando el golfo de Vizcaya. Y justo al doblar el cabo, como quien dobla una esquina, cambia todo: el aire, el cielo, la tierra y hasta el tiempo mismo.

Pero hoy, en Cobas, en esa última playa, la postal es idéntica: el mar parece el mismo y quizá esté también la misma arena, cubierta de otra arena nueva. Y las mismas rocas, tal vez con más heridas: heridas del embiste incesante de unas olas que no cesan de golpear con furia o con caricias. Agradezco a los dioses que los hombres no hayan mancillado la tierra en que he nacido, que la hayan ignorado, que la especulación y el progreso les haya sido esquivo. Agradezco que, a pesar de que todo esté cambiado, todavía queden, junto al mar, casi las mismas piedras vírgenes, la misma costa intacta en ese tramo irrepetible.

Mi pena son los pocos lugares que me quedan, apenas una pequeña parte de esa playa y algún otro rincón junto al mar que, ignorándolo tú, ni sabiéndolo yo tampoco, compartimos sin haber coincidido nunca sobre esa misma arena: Campelo, el lugar impoluto que conoces tan bien, al que dices que acudes cuando precisas creer que nada más que tú y el agua existen, he ido yo muchas veces. No en verano, cuando se llena de gentes insensibles que sólo buscan tostar su piel o cabalgar las olas. No, en invierno. Cuando la playa es desierto y no hay alrededor ninguna casa, ningún vehículo, ningún vestigio que recuerde que una vez fue pisada por el hombre, salvo esas escaleras que hacen posible descender el vertical acantilado que amuralla como un biombo el anfiteatro del agua y la cinta de arena. Me gusta estar allí cuando las aguas rugen y asola el viento, cuando el mar ha lavado cada huella y limpiado los restos nauseabundos que dejan quienes no respetan nada. En esos momentos, miro a mi alrededor y siento que vuelvo a mis primeros días, cuando el mundo era nuevo, virgen, puro y la fealdad de los hombres, sus intereses y ambiciones no habían ultrajado aún la obra de los dioses.
Fragmento del capítulo 16 la novela "Todo está escrito", obra del mismo autor de este blog, Francisco Corbeira