viernes, 4 de noviembre de 2011

HOY CAPÍTULO 12 DE LA NOVELA "TODO ESTÁ ESCRITO"

DOCE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS en la
cara “A” del casete rotulado con el número 6.


           
         Antes de continuar con el relato que ayer dejé en el punto en que Ana y yo marchábamos a cenar, tengo que revelarte algo absolutamente increíble. ¿Recuerdas las fotos que estaba haciendo cuando descubrí el cuerpo de Luis Uría? Pues, las había llevado a revelar y esta mañana, al recogerlas, aluciné. No por la calidad de las fotos en sí, que tampoco están mal del todo, sino por lo relevante de las dos últimas. Recuerdo que llevaba un gran angular, un objetivo Tamrom de veinticuatro milímetros y estaba a unos veinte metros, o quizá algo más, del cuerpo de Uría. Anochecía y las sombras eran alargadas. La luz era una mezcla de rayos de sol de atardecer, filtrados por una neblina creciente. Llevaba la cámara pegada a la cara cuando me pareció ver una pareja. Intencionadamente, disparé y me agazapé luego tras una roca para cambiar el objetivo por un telex Nikor de 200 mm, con el fin de obtener un plano más cercano en una nueva toma. Pero, al apuntar de nuevo y enfocar, fue cuando distinguí el cuerpo de Luis Uría, atravesado por la espada. En ese momento, debí disparar de nuevo, sólo que esta vez, accidentalmente o, al menos, inconscientemente, porque ni siquiera recuerdo haber apretado el disparador, aunque la foto está ahí y no miente.
            Pues bien, en la penúltima foto puede verse a Luis Uría, semiacostado, apoyado en una roca, con los guantes amarillos puestos y la espada atravesándole en el vientre. Aunque el gran angular acrecienta aún más la distancia a la que yo estaba del cuerpo, se distingue perfectamente. Pero eso no es todo. Lo sorprendente es que en la esquina superior derecha de la foto se ve el cuerpo de una mujer de espaldas, saliendo precipitadamente de la escena y del encuadre. Y su pelo es una larga melena casi rubia y ondulada, como la de Ana. La pena es que no se le vea la cara y que además, sólo ella, salga movida. Llevaba cargada en la cámara película de 100 ASA de sensibilidad y la foto, en automático, debió dispararse a poca velocidad, calculo que a 1/30 de segundo o menos: lo que aún exagera más ese efecto de huida del encuadre de la figura femenina. La última foto, mucho más ampliada por el tele objetivo, es terrorífica por la sangre y por la cara de Uría, pero en ella no se aprecia a nadie más, salvo que acentúa la pregunta de: ¿qué fue de esos guantes que llevaba puestos?
            Y esto me ha dado mucho que pensar. Porque yo, cuanto más la miro, más miedo tengo de que esa figura pueda ser la de Ana. Y de serlo, ¿qué hacía ella allí y por qué huyó cuando me vio venir? Y sobre todo, ¿explicaría eso la desaparición de los guantes y la implicaría a ella en la muerte de Luis Uría por estrangulamiento? Aunque poco pudiese hacerse ya, tal como estaba él y yo lo vi, antes de morir: con esa espada sucia, llena de tierra y arena, con la que se había atravesado. Pero aunque Ana tan sólo lo hubiese rematado para evitarle mayores sufrimientos, ante la ley y ante la sociedad, se habría convertido en una asesina.
            Por mi parte, ¿qué podía hacer? ¿Llevarle la foto al juez? No. No lo haría. De hecho, en mi primer interrogatorio, les entregué el carrete de fotos que ya había hecho, pero no el que tenía todavía montado en la cámara. Ni siquiera les hablé de su existencia. Y ahora tampoco pienso mencionarlo, ni menos entregarlo. Una porque se ven esos dichosos guantes y otra, porque en lo que siento por ella, por Ana, no cabe la posibilidad de la traición. Es muy posible que por el propio temor que tengo de perderla. Por una causa puramente egoísta, vamos, que tú y yo nos conocemos y no vamos a andarnos ahora con heroísmos baratos y altruismos desinteresados. Pero está claro que llevo cuatro días sin verla y lo peor, sin saber cómo localizarla y comenzando a dudar de si la volveré a ver.
            Parecía claro que había huido. Tendría miedo, es lógico. Seguro que es consciente de que, de tener algo que ver, lo mejor es quitarse de en medio mientras este lío no se resuelva. Pero temo que me haya dejado colgado. Y que trate de encajarme el muerto a mí. Soy así de tonto, qué le voy a hacer. Puede que me haya enamorado de una loca asesina en paradero desconocido, es cierto, pero, lo que nunca podría imaginar es que algo así pudiese producir tal sensación de euforia y felicidad, como la que me provoca.
            Y sé que debo desterrar bien lejos de mí los temores y miedos. Una porque no es raro que por causa del miedo que tengo de perderla, sea yo mismo el que haga surgir dentro de mí fantasmas que amenacen mis deseos. Y dos, porque el miedo provoca desconfianza y eso, siempre da mal resultado, y más con Ana.
            Pero debo volver al lugar del relato que ayer hube de interrumpir y que nos dejaba en el momento en que ella y yo estábamos a punto de cenar. Porque, una vez dejamos mi apartamento, me la llevé a cenar. Y no se me ocurrió mejor lugar que el restaurante Libredón, el del Hostal. Era tarde y la mayor parte de los clientes o se habían ido o apenas les restaba más que el postre y si acaso, una ligera sobremesa. Íbamos a sentarnos cuando vi pasar a Luis Uría, cruzando el recibidor del restaurante. Estaba a punto de saludarle cuando me fijé en que no iba solo. ¿A qué no sabes quién le acompañaba?: la espectacular rubia que había visto en el aeropuerto, que esperaba no se sabe a quién. Ana, de espaldas a ellos, vio mi gesto de saludo truncado a medio camino e inquirió con la mirada. Pero sólo le dije que me había parecido haber visto a alguien conocido, sin más detalles.
            ¿Qué te puedo decir de la cena? Dejémosla en el ámbito de lo privado, observándola con luz tenue y a cierta distancia. Imagínate sólo que no nos oyes, pero puedes ver cómo nuestras miradas se buscan y se encuentran, como las sonrisas se persiguen, cómo me seduce y cómo trato yo de seducirla. Si estuvieses comiendo, por ejemplo, en la mesa de al lado de la nuestra, verías sólo a dos amantes, con demasiado ardor en las miradas, y supondrías, por eso, que se trata de un amor nuevo, que acaba de encenderse como un fuego y arde en lo más alto. Y tal vez acertarías, sólo un poco.
            Yo no podía dejar de perderme en cada nueva mirada: o me quedaba hipnotizado de su boca, o me estremecía cada encuentro con sus ojos, o me deslizaba en las ondas de su pelo, o por su piel descendía, quizás que hasta el infierno, si estuviese en su cuerpo tal lugar tan caliente. Imagínate un calidoscopio, cada vez que gira, se mueve, o se agita, puede ofrecerte mil matices nuevos: todos bellos. Si hay una relación entre la música y los colores, los matices entre rosados y pálidos de su piel finísima compondrían la más bella de las melodías de un genio todavía por nacer. Y yo, como ves, a todo esto, con cara de gilipollas mirándola y tratando de imponer a mi rostro la dignidad debida en tan preciso instante.
            Y no pasó nada más digno de reseñarse salvo lo dicho. Así que, después de tan opípara cena y circunstancia, tomamos un taxi y regresamos de nuevo a su vieja casona. Nada más entrar Ana se fue a la cocina a buscar algo de beber, mientras que yo me hice un poco el remolón, porque tenía cierta curiosidad por ver qué clase de pintura ocultaban aquellas sábanas sobre los tres lienzos de la escalera. En el centro mismo estaba el más grande, un cuadro de unos dos por tres metros.
 Al él me fui; traté de descorrer la enorme tela, pero, de golpe, se me vino toda encima, llenándonos de polvo a mí y al mármol impoluto de la escalera. Pero al menos mereció la pena: la pintura, era una pintura preciosa, de una mujer, de cuerpo entero, en la sombra de un jardín misterioso, que si no llego a haber visto la fecha del cuadro, 1878, hubiese dicho que era retrato de la propia Ana y que, por tanto, de entrada, concluí que debía ser su bisabuela. Preciosa mujer de la que, sin duda, lo había heredado todo, ya que, a la dama del retrato tampoco le faltaban las joyas de oro, de las que se ve que iba bien servida.
Ya sin el temor de ser cogido en falta por Ana, ni de manchar un poco más mi ropa y la escalera, me animé a retirar también las telas de los otros dos cuadros y entonces, la impresión fue ya completa.
Se trataba de los retratos de dos mujeres, de épocas bien distantes, a saber, una de 1933 y otra de 1598, y lógicamente, de pinturas, estilos y manos distintas, pero, eso sí, iguales entre ellas. Quiero decir que las tres mujeres representadas era iguales, como pueden ser tres gotas de agua, e iguales también a Ana: ¡eran retratos suyos!
La única explicación que di por válida fue la de que algún pintor, o mejor varios, falsificadores o copistas de estilos ajenos, hubiesen dibujado a mi amada en diferentes obras, en esas obras, que parecen querer burlar al tiempo. Lo curioso es que, pese a que las fechas pintadas en blanco sobre el fondo del lienzo, son perfectamente visibles en todos ellos, en cambio, las firmas, son ilegibles. Es cierto que los cuadros están oscurecidos, lo que parecería contradecir que puedan ser obras recientes. Aunque, según tengo entendido, hay falsificadores memorables, y nunca se sabe. Incluso los hay dispuestos a desembolsar importantes cantidades por supuestas obras o, directamente, por conocidas falsificaciones: eso sí, de una calidad indiscutible, sobre todo para un lego e incluso, pese a mi experiencia como pintor, para mí mismo.
            Cuando me desperté del asombro de mis descubrimientos, Ana estaba mirándome llevando en la mano una bandeja con dos copas, dos cervezas y un abridor. Y me preguntó si me gustaban los retratos.
¾Mucho ¾le dije¾ ¿de quién son?
¾Todos míos ¾respondió burlona¾. Salta a la vista.
            ¾No querrás decir que son autorretratos.
            ¾No, yo no pinto. Pero algunas veces me he dejado pintar, cuando consideraba que el pintor era de confianza.
         ¾Lo que, a juzgar, por los cuadros aquí presentes, ha sucedido contadas veces a lo largo de la historia ¾le dije siguiendo el tono jocoso del diálogo¾.
         ¾Tú lo has dicho ¾respondió. Pero esta vez sus palabras no parecían haber sido pronunciadas en broma. Yo tengo imaginación, pero tal vez no la suficiente para lo que me esperaba.
            ¾¿Quieres ver algo aún más sorprendente? ¾me dijo, sinuosa, ante mi impresión de desconcierto. Pero acerté a decir, creo que con la debida valentía.
            ¾Claro que quiero.
         ¾Entonces debemos subir hasta el tejado.
         Y subimos, subimos hasta casi tocarlo con la cabeza, hasta la parte más alta de la escalera, que termina frente a una puerta de madera pintada en azul. Tras ella, un cuarto como de estudiante de principios de siglo, pequeño y rebosante de libros. Con una mesa junto a la ventana, que se diría trataban de esconderla, por la cantidad de cuadernos, libros, apuntes, álbumes, que se apilaban sobre ella, al lado de ella, alrededor, tapizando por completo las paredes... Una lámpara de pie y una gruesa alfombra eran, además del sillón, el justo y necesario mobiliario.
            ¾Este es como el cuarto de los sueños. Solía encerrarme aquí siempre que podía, a leer, en este mismo sillón ¾dijo poniendo su mano sobre él¾. Cuántas veces me he quedado dormida, con un libro entre los brazos, no sé si soñando con versos o con aventuras. Más con lo primero, supongo. Imagino que muchos de los mejores recuerdos de mi vida están escritos entre las páginas de la mayor parte de esos libros. Aunque no sean verdaderos recuerdos, merecerían serlo.
            Yo no dije nada. ¿Qué querías que dijera? Ahora sí estaba viendo un lugar en el que Ana había estado muchas veces, en el que era palpable su presencia y en el que podría conocer muchas cosas sobre ella, de poder pasar un rato hurgando entre sus títulos favoritos.
            ¾Pero lo que yo quería que vieras no son falsos recuerdos, sino verdaderos recuerdos.
         Tomó de un estante junto al suelo un viejo álbum de fotografías y me lo dio. Fotografías en blanco y negro, de principios de siglo: la primera de 1908 y la última de 1934. Te describiré la primera de ellas: Ana pasea por el borde del puerto de La Coruña, protegiéndose del sol con una preciosa sombrilla de encaje. Y ahora, la última. Ana viste un pichi sobre una camisa blanca y porta en los hombros una mochila de cuero en un camino de monte. El resto, imagínatelo, más de lo mismo. Vamos, que el responsable de los efectos especiales de Forrest Gump, abriría los ojos como platos de ver aquel despliegue infográfico, al que no se le veía el truco por ninguna parte. Era Ana en todas ellas, la misma Ana de ahora, idéntica, en diferentes momentos y lugares: detenida en el tiempo. Inmortalizada.
            Yo me decía: una cosa son las evidencias y otra muy distinta, seguro, la realidad. ¿Cuál es el truco? La explicación racional que me haga echarme unas risas frente a esta cabeza obtusa que me impide encontrarle la lógica a la solución del enigma. Así que dije:
            ¾Me rindo. Explícamelo tú.
            ¾No hay nada que explicar. Lo que ves es lo que hay.
¾¿Me estás queriendo decir que estas fotos son auténticas?
Ana sonrió y se me quedó mirando fijamente. Como retándome a que buscase en su mirada la verdad de sus palabras. Y era una mirada blanca, que enamoraba. Y también era un puñal afilado que se clavaba, directamente, en el centro de mi racionalidad. ¿Ante quién me encontraba? ¿Era sencillamente, un espejismo? ¿Ana, una especie de aparición que emerge desde el pasado, quién sabe si de entre los muertos, del limbo, o de cualquier otro lugar de dudosa procedencia? La abracé. Tuve miedo de que pudiese desvanecerse en cualquier momento y, de repente, quedarme allí sólo, perdido entre aquellas fotografías, ignorando si yo también habré estado de algún modo al otro lado del objetivo de esa vieja cámara de fotos en aquellos días en que ella paseaba bajo el sol del puerto de La Coruña, o se solazaba en el columpio del jardín de aquella misma casa, ochenta años atrás. Y mientras la abrazaba, notaba el palpitar del calor de su sangre, que llegaba hasta a mí a través de su piel, dulcísima, los latidos de su corazón, el aire que entraba y salía de su pecho. Viva, vivísima, joven, hermosa. No, no podía ser la de las fotos, ni la de los cuadros. Ni la mejor fantasía bajo los efectos del LSD sería capaz de llegar a inventarla.
Pero estaba enfadado. Sí, compréndelo. Sentía que me tomaba de coña. Queriéndome hacer comulgar con ruedas de molino. Cualquier explicación me habría servido, menos la obvia. Porque la obvia era irracional. Inmortal. Estaba frente a una persona inmortal, sí, que tiene un retrato pintado en 1598 y que, al menos desde entonces, no ha dado señales de haber cambiado de aspecto, ni envejecido lo más mínimo. Creo que mi mirada fue dura, escrutadora, y hasta retadora, porque Ana, se dio cuenta.
¾Es imposible que me puedas comprender y que puedas comprender nada. ¿Sabes por qué? Porque ni siquiera sabes quién eres.
¾¿Qué no sé quién soy? No sé por qué, pero empiezas a recordarme en el tono a Ramón Escadas.
¾Precisamente, tu amigo Ramón, no te lo ha contado todo. Pero lo hará, aunque tal vez sea mejor que vayas tú directamente a preguntárselo. Cuando logres explicarte a ti mismo, entonces podrás comprender fácilmente lo demás.
Así de misteriosa. Así de hechizante. Te pareceré estúpido, pero no supe qué decir. No quería enfadarme. Y no era preciso echar leña al fuego. Pero estaba ofendido. Y además, ella, prácticamente, estaba echándome. Discretamente, como invitándome a salir, y como diciéndome “no vuelvas hasta que hagas lo que te he dicho, sin más discusión”. Y todo ello con total ausencia de brusquedad y, hasta al mismo tiempo, con una incontestable decisión.
¾Será mejor que me marche.
¾Sí, será mejor.
Y ya está. Me fui, caminando, bajo los vuelos de los murciélagos que circunvalan las farolas. Pensando que aquel Santiago de noche resultaba casi tan irreal como lo que Ana parecía hacerme creer que creyera. Y que la irrealidad tal vez fuese un concepto que debiera replantearme. Más que nada para evitar darle demasiada fe a la hipótesis de que me había topado con una loca de atar, que se pretende inmortal, que lo tiene bien montado y que trata, con esa patraña de hacerme creer... ¿qué y con qué objeto? Esa era la obviedad que ponía al descubierto la estupidez de un planteamiento semejante. No podía ser una loca. No encajaba con eso. Psicópata asesina encuentra víctima entre las páginas de un diario y se dispone a perseguirle para darle caza. Lo malo es que, de haberme querido matar o cualquier otra cosa de ese jaez, ya me había tenido a tiro, incluso durmiendo a su lado, en las ocasiones suficientes como para poder permitirme el lujo de correr de nuevo el riesgo. Y hasta esa componente mágica de su personalidad, a la que no le veía el truco, la hacía todavía más atractiva, misteriosa, sugerente y todo lo que quieras.
Pero, tampoco podía dejar de pensar que acababa de entregarme a una mujer a la que no conocía de nada. A la que había dejado el poema original de Ramón Escadas, incluso antes de sospechar siquiera que fuera a sorprenderme por completo, con esas fotografías y esos cuadros. ¿Y qué otras sorpresas me quedaban por encontrar en Ana?
Y después, lo de Ramón. ¿Qué era lo que Ana insinuaba que no me había contado? ¿Y que tenía eso que ver conmigo, con quién soy? La única forma de averiguarlo era llamándole al día siguiente por la mañana. Eso era lo preceptivo. Eso y tratar de dormir.



jueves, 20 de octubre de 2011

HOY CAPÍTULO 11 DE LA NOVELA "TODO ESTÁ ESCRITO"


ONCE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS en la
cara “b” del casete rotulado con el número 5.

           
            Las últimas palabras de Luis Uría me dejaron bastante preocupado, pese a que en su presencia me había esforzado, quien sabe por qué, en no darles importancia. Caminaba, cruzando la plaza del Obradoiro, sin dejar de pensar en la evidente relación entre sus prevenciones y las que Ana me había hecho: ella habló de buscadores de oro, de posibles muertes, del temor a que me pasase quien sabe qué. La única diferencia consistía en que las de él habían sido del todo concretas y las de ella, absoluta, y si acaso, deliberadamente, abstractas.
Tampoco podía olvidar lo que Ramón me había dicho. ¿Cómo podía saber Ana todo eso? Y a la vista de la charla con Uría: ¿cabría pensar que Ana trabajase para ese tal James Howard Cosgrove III? No, imposible. Ana apareció en mi vida antes que el americano. Exactamente un día antes y apenas unas horas después de que se publicase la entrevista que fue el pistoletazo de salida para todo este embrollo. Demasiado pronto para que ese ricachón coleccionista tuviese tiempo primero, de enterarse, después, de enviar a alguien en mi búsqueda y, finalmente, de encontrarme tan rápidamente. Aunque, bien mirado, tampoco era tan poco tiempo. Si la información le llegó a través de la edición electrónica del diario, la página web actualizada suele estar disponible entre la una y media y las dos de la mañana. Teniendo en cuenta que en Nueva York son cinco horas menos, a las ocho y media de la tarde de allí el tal Cosgrove ya podría disponer de esa noticia. Y Ana apareció en mi vida casi veinticuatro horas después. Sí, cabía dentro de lo posible.
            Y de repente, se me ocurrió. Quizás hubiese un modo, indirecto, eso sí, de resolver todas mis dudas: entregarle el manuscrito a Ana. Si tal como sospechaba Uría, el pergamino podría correr peligro, lo mejor era sacarlo de mi apartamento cuanto antes. Además, ella ya lo había visto y leído. Quería ver su reacción ante mi decisión inesperada: estaba seguro de que me daría algunas pistas. Y si estas no fuesen suficientes, trataría después de que me llevase a su casa. Una casa siempre dice mucho de su dueño. Y yo, de Ana, apenas sabía nada más allá de su nombre. Sí, era cierto que acababa de conocerla, que este sería nuestro tercer encuentro. Pero, aun así, necesitaba respuestas para la multitud de preguntas que se me habían ido amontonando en la cabeza desde mi charla con Ramón.
            Llegué a O Galo a las diez en punto. Ella aún no estaba. Me acodé en la barra y le pedí a Jorge una cerveza. Tuve la ocurrencia de preguntarle si había entrado en el bar algún americano, pero me respondió, muy en su estilo pues no, de momento sólo tenemos producto nacional”. No había aún mucha gente, tal vez quince personas, la mayoría sentadas. En la barra, aparte de mí, tan sólo otros dos clientes, de los de diario. El moderno juke box Wurlitzer de cedés desgranaba cadencioso un viejo éxito de Supertramp, It´s raining again, y acertaba, porque, aunque desde dentro del bar no se apreciaba, de pronto entró un hombre de unos setenta años, trayendo en la mano un paraguas mojado. Por su cara de despistado y su mirada, escrutando cada rincón, se veía a cien leguas que nunca había estado antes allí.
Me recordó enseguida a un viejo turista inglés que un día se coló de rondón en el bajo de un amigo, mientras me despedía a mí en la puerta: el inglés sencillamente dijo “Excuse me, sir”, y no sé si por el tono exquisitamente educado con que lo dijo o por lo inesperado de la situación que, de repente, pasó entre nosotros sin que acertáramos a franquearle el paso, sacó su cámara y empezó a disparar. Nuestra reacción no fue otra que comenzar a reír a carcajadas. Y el gentleman, como ofendido, nos atravesó con una de esas miradas despectivas y, al mismo tiempo, con un punto entre interrogante y reprobatorio. Nunca podré olvidar la cara que puso cuando mi amigo le dijo que estaba en un domicilio particular. No sé cuántas veces seguidas fue capaz de decir “sorry” antes de marcharse, pero seguro que más de una docena.
El tipo del paraguas se acercó entonces a la barra, justo a mi lado, miró su reloj y le preguntó a Jorge: “Perdone, ¿sabría usted decirme si ha venido por aquí el señor Bernardino Braña?” Jorge no le contestó. Sencillamente se quedó mirándome con las cejas levantadas.
¾Disculpe, yo soy Bernardino.
            ¾¡Ah! Es usted. Lo siento, no le había reconocido.
            ¾Entonces ¿nos conocemos?
            ¾No, claro. Perdone otra vez. No nos conocemos, claro. Yo, sencillamente, he venido a traerle esto ¾Y extendió hacia mí su mano portando un sobre cerrado con mi nombre, bien visible, escrito a mano. Yo le miré interrogante, sin decidirme a cogerlo y él añadió:
¾Creo que es de alguien a quien está usted esperando.
            Tomé entonces el sobre y lo abrí. Era, naturalmente, una nota de Ana. Se disculpaba por no haber venido y me invitaba a pasar recogerla a las diez y media en una dirección, desconocida para mí. No me sonaba de nada el nombre de la calle, aunque no sé por qué la relacioné con el barrio de Vista Alegre.        
            Cuando levanté la vista del papel, el tipo del paraguas había desparecido. Le pregunté a Jorge dónde se había metido.
¾Se fue nada más darte la carta.
Salí entonces a la calle, pero ni rastro de él.
¾Sí que llevaba prisa ¾dije a Jorge al volver a entrar¾ no esperó ni por las gracias.
            Decidí pedir un taxi: eran casi las diez y cuarto y no tenía ni idea de cómo ir al lugar de mi nueva cita. Al taxista, en cambio, no pareció resultarle extraño, porque sencillamente dijo, “muy bien” y arrancó, sin mediar más palabra hasta que volvió a decir “son seiscientas cuarenta”. Me dejó frente a una casona con jardín, y un muro de piedra por cerrado. Parecía medio abandonada y desde el portalón enrejado de la entrada se veía completamente a oscuras. Había una especie de interfono antiguo que temí no funcionaría, pero aun así lo pulsé. Dejé pasar unos treinta segundos, nadie contestaba. Comprobé la dirección: no había duda, era la misma calle y el mismo número. Volví a llamar y esperé. Ya me veía dando gritos en plena noche cuando oí la voz de Ana a través del destartalado altavoz. “Entra, por favor. La puerta está abierta. Estoy arriba.”
         Efectivamente, el portalón estaba abierto. Entré. El que fuera jardín estaba tan lleno de malezas, que se comían el sendero de piedra que conducía a la entrada de la casa, dejando tan sólo un estrecho caminillo por el que hube de ir apartando las zarzas con las manos, y a punto estuve de tropezar con los cuatro escalones que ascendían hasta un pequeño porche sostenido por dos columnas de granito.
La puerta de la casa también estaba abierta. La empujé y apareció ante mí un gran recibidor con un suelo de mármol blanco, que parecía dorado a la luz de las velas. A la izquierda de la entrada arrancaban unas amplias escaleras, también del mismo mármol y, en su costado se apoyaba un viejo mueble aparador con espejo biselado, franqueado por lo que parecían dos sillas altas cubiertas con sábanas. Ese era todo el mobiliario, si exceptuamos los dos enormes candelabros de bronce con tres velas encendidas cada uno, que se apoyaban sobre el mueble, arrojando la única luz de la estancia; una luz que estiraba las sombras y que me pareció en exceso mortecina para un lugar tan amplio y bello. Del fondo del recibidor arrancaban tres puertas: una central, doble y dos sencillas a los lados, pero estaban cerradas. Tomé uno de los candelabros y comencé a subir las escaleras.
         Desde el piso superior, como filtrada, llegaba hasta mí una música de piano que no conocía. Mientras subía, me fijé en que de la pared de la escalera, también protegidos por unos cobertores de cretona, colgaban tres cuadros. Los peldaños desembocaban en un largo y ancho corredor de suelo de madera cubierto por una gruesa alfombra, que se abría a numerosas puertas, calculo que más de diez. Me dejé guiar por mi curiosidad, más que por mis oídos, y entré en la habitación que tenía justo enfrente. Era una especie de sala de estar presidida por una chimenea francesa de granito bien trabajado, con todos sus muebles igualmente resguardados del polvo por sábanas y viejas colchas.
Luego, retomando el rastro de la música, avancé dos huecos más allá, abrí la puerta y accedí a un distribuidor desde el que, a la izquierda, se veía un vestidor, a la derecha, un baño y, enfrente, un grueso cortinón de terciopelo que amortiguaba el sonido, triste y dulce, de las notas. Lo separé y entré en el que quizá fuese el dormitorio más grande que había visto nunca: sobre un suelo de madera pulida y brillante, junto a la pared de la derecha, tan sólo una inmensa cama de madera torneada, con dosel, con una mesilla a un lado y un escritorio al otro, aprovechando la luz de una galería que abarcaba toda la pared del fondo. El resto del espacio, vacío, tan sólo lo ocupaba un gran piano de cola, en el que Ana, de espaldas a mí, tocaba una lenta e hipnótica melodía.
Me acerqué despacio, por no interrumpirla, pero me delató el inevitable crujido de mis pasos sobre la madera. Giró su cabeza hacia mí, hizo un gesto que sólo podía significar espera un momento y, sin perder el compás, concluyó en un pianíssimo estremecedor.
¾Perdona. Es sólo un instante ¾dijo, y comenzó a anotar sobre la partitura una última frase¾. Hacía tanto tiempo que no tocaba el piano, que no lo pude resistir. ¿me perdonas que no haya ido a nuestra cita?
            ¾Claro, pero ¿qué es eso que estabas tocando?
            ¾Una melodía que llevaba mucho tiempo yendo y viniendo dentro de mí. Ahora está ya fuera. No volverá a atormentarme. ¾dijo enseñándome las partituras que, sin aparente orden, se apoyaban sobre la tapa en caoba del piano.
            Confiaba, tan sólo un poco antes, que aquella casa me revelase alguno de los secretos que Ana parecía celosamente guardar. Mas, por el contrario, todo lo que la rodeaba aumentaba un misterio que yo, por una parte, estaba empeñado en desvelar y, por otra, no digo que comenzara a gustarme, sino que quizás me atenazase el temor de que, al descorrer la densa cortina que oculta la trastienda de las verdades, no me gustara lo que había tras ella.
            ¾¿Es por eso que me has citado aquí, porque estabas ocupada componiendo?
            ¾No sé si eso es una pregunta o son dos.
         ¾Puede que sea una pregunta dentro de otra.
            Ana sonrió, no supe si con cierta sorna o con una especie de complicidad burlesca.
            ¾Respecto a si he estado ocupada: sí lo he estado. Todo el día, y no sólo componiendo y levantó sus cejas como queriendo decir: punto y aparte. Pero si te he citado aquí no ha sido por eso, sino porque quería que conocieras esta casa y también porque tú querías conocerla.
         ¾¿Quién te dijo que yo quería conocerla? —le pregunté sin saber si acababa de leerme el pensamiento o si acaso yo, le habría dicho algo en ese sentido en nuestra cita anterior. No conseguía, ni consigo ahora, recordarlo, aunque por lo que Ana añadió, supongo sí lo hice:
            ¾Creía que tenías interés por saber dónde vivía.
            ¾Pero esta no es tu casa... bueno, no sé si es o no es tuya. Lo que quiero decir es que no vives aquí: es evidente que está abandonada ¾dije reforzando mi frase con un gesto de mi mano que señalaba alrededor y pretendía expresar algo así como “obviamente, salta a la vista”.
            ¾No, no está abandonada ¾dijo ella, reforzando también su frase con un gesto de su mano, idéntico al mío que, en cambio, significaba: “velo por ti mismo, fíjate bien”. Y me fijé. Y, en parte, tenía razón: no había ni rastro de polvo, ni telarañas, ni humedades, ni cristales rotos. Eso sí, faltaba la luz¾. Pero es verdad que hacía mucho tiempo que nadie la ocupaba. Y no, no es mi casa, ya no lo es.
            ¾¿Quieres decir que lo fue?
            ¾Sí, es curioso: fue mía y, cuando lo era, no podía vivir en ella. Y en cambio, ahora que no lo es, aquí estoy.
            Ana se levantó de la silla del piano, tapizada con el mismo terciopelo que el cortinón que delimitaba la habitación y el distribuidor, cogió las partituras, agrupándolas con delicadeza en un único montón, y las dejó sobre la tabla plegable del escritorio, junto a un manojo de cuartillas que deduje recién escritas, más que nada porque, dado el estado general de la casa, no parecía probable que llevasen allí mucho tiempo. Luego, volvió sobre sus pasos y se quedó de pie, frente a mí, con una mano apoyada sobre el piano y la otra en la cadera.
¿Debo decir que estaba preciosa o ya te lo supones? ¿Por qué siempre que la veo tengo la impresión de que no es de verdad? Quiero decir que me parece mentira que pueda existir algo tan hermoso, sólo por el azar de la genética, sin la intervención de un diseñador altamente inspirado. Llevaba el pelo suelto, descolgándosele a ambos lados del rostro y por su espalda, quizá algo despeinado, y que le daba un aspecto salvaje y, al mismo tiempo, tierno, humano. Y por todo vestuario: una falda evasé de cuadros oblicuos en tonos rosados, marcando su cintura y sus caderas y que, un poco más abajo de sus rodillas se abría como la boca de una campana; y a juego, un jersey también rosa, corto y ceñido, que dejaba ver en la cintura y los puños una camiseta, quizás de lycra, en color salmón. Lo curioso es que no llevaba puestos zapatos, ni medias. Pisaba con sus pies desnudos sobre la madera del piso, sin hacer ningún ruido, como si caminase sobre las nubes.
¾¿Y de quién es ahora esta casa?
¾De un amigo. Pero, claro ¾y volvió a hacer el mismo gesto de antes¾, él no la necesita.
¾Tienes amigos muy generosos. Lo digo porque supongo que no te cobra el alquiler.
¾Supones bien.
¾¿Fue tu amante ese amigo?
¾¿Amante? ¡No! ¿Cómo puedes pensar eso?
¾Porque has dicho que esta casa fue tuya y que cuando lo era no podías vivir en ella. Creí que te referías a algún antiguo amor, roto por quien sabe qué motivos.
¾¿Amante, nada menos, que de Don Gunmersindo Areas? Sí, podríamos hacer buena pareja si no fuera porque él tiene sesenta y ocho años y está casado ¾dijo divertida por mi torpe interpretación de los hechos¾. Sindo es, además de un buen amigo, algo así como mi administrador y albacea.
¾Es el primero que conozco que no cobra por sus servicios. Ya me darás su teléfono, para ver si le convenzo de que me preste una casa como esta y de paso eche un ojo a mis cuentas.
¾Ya, pero, pasando por alto tu sarcasmo ¾dijo ella no sólo sin dejarlo pasar, sino más bien al contrario: subrayándolo¾, verás: él no es administrador de fincas, ni gestor, ni nada de eso. En realidad, Sindo vivió siempre de su negocio de herboristería. Y lo sigue haciendo, porque a pesar de que ahora está jubilado, todavía atiende a sus clientes de siempre. Bajo pedido, claro, porque en el almacén de la tienda no hay ya prácticamente nada. Nunca quiso vender, ni traspasar, pese a que creo que tuvo bastantes ofertas por el local. Lógicamente, tampoco lo necesita.
Un amigo con mucho dinero, no cabía duda. Aquella casa, en Santiago, debía valer su peso en oro, y si encima no la necesitaba... y si Ana la había vendido... de repente se me ocurrió preguntarle:
¾Y tú ¿eres rica?
¾No, rica no. Tengo lo suficiente.
¾¿Para vivir sin trabajar?
¾Puede.
¾¿Me retirarás de mi duro oficio?
¾¡Mira que eres tonto!
Y juro que fue la primera vez que ese vocablo insultante me pareció el mejor de los elogios. Al momento me entraron unas ganas indecibles de besarla. Y a punto estuve de hacerlo sino fuera porque justo una décima antes, adelantó su mano, acarició mi mejilla con sus dedos de seda, sonrió y, sin darme tiempo, giró sobre su invisible eje y se fue directamente hacia el vestidor. Yo, tras unos segundos de desconcierto por mi deseo frustrado, aproveché para ir a curiosear en su escritorio. Tenía razón. Sobre él había una pluma y un cuaderno nuevo en el que ella había estado escribiendo ¾la letra de las cuartillas coincidía con la de las anotaciones de las partituras y también con la de la nota de la cita¾ y luego, arrancado las hojas escritas, que había dejado meticulosamente ordenadas bajo una piedra de cuarzo blanco, ovalada y lisa, que hacía el oficio de pisapapeles y que se percibía claramente que había pasado su vida anterior en la ribera, besada por el mar. Levanté la piedra y vi un texto del que sólo llegué a leer las tres primeras líneas porque, de pronto, sin haberla oído, Ana estaba a mi espalda sosteniendo en su mano unas botas de caña, en piel de ante, de un color marrón muy claro. Me sentí cogido en falta, así que, antes de darle tiempo a que me hiciese ningún reproche, y como sin darle importancia, le dije:
—No sabía que te dedicases a escribir. ¿Es el comienzo de una novela?
            —Veo que la suposición no es tu fuerte ¾dijo, otra vez irónica y, de nuevo, subrayando mi precipitación en las conclusiones¾ . No, no me dedico a escribir. Ni eso es ninguna novela ¾y extendió su mano para que le entregase los papeles, cosa que hice.
            —Entonces, ¿qué es lo que escribes?
            —Un largo poema.
            —Así que eres poeta.
            —Pues, no.
            —No eres poeta, y en cambio, escribes un largo poema.
            —Sí, y nunca lo había hecho hasta ahora ¾dijo dejando las cuartillas de nuevo sobre el escritorio¾. Ni tampoco es probable que lo vuelva a hacer.
            —O sea, que te ha llegado una inspiración repentina.
            —No, tampoco es eso. ¿Por qué pareces empeñado en tirar conclusiones precipitadas de todo? ¾dijo mirándome, por primera vez, con cierta reprobación, aunque sin perder la dulzura¾. Sencillamente quería poner por escrito algunas cosas. Comencé haciendo un texto en prosa y, al final, sin saber muy bien por qué ni cómo, las frases acabaron tomando forma de versos. Pero todavía no lo he terminado.
La parte de los versos yo no la llegué a ver, aunque al menos el principio sí resultaba bastante poético.
            — ¿Y puedo saber cuál es el tema de esa composición?
            ¾No, porque es una sorpresa. Lo estoy escribiendo para ti.
            ¾Entonces ha de ser un poema de amor ¾dije, y ante el temor de volver a equivocarme en mi conclusión, traté de arreglarlo añadiendo¾. Espero.
            ¾No me sacarás ni una sola palabra más ¾dijo teatralmente mientras se sentaba sobre la cama para calzarse las botas, sin ponerse nada debajo. Y yo, por lento o por indeciso, volví a quedarme con las ganas de besarla.
         ¾Está bien, prometo que seré paciente y no te volveré a preguntar más hasta que lo termines. Aunque sí quiero preguntarte una cosa. ¿Cuánto tiempo haces que vives aquí?
            ¾Apenas unos días, menos de una semana.
         ¾Y hasta ahora ¿dónde vivías?
            ¾Donde he vivido siempre, en un lugar junto al mar, cerca de Ferrol.
            ¾¿Tú también eres de Ferrol?
            ¾Más o menos.
            ¾¿Cómo más o menos?
            ¾Como a diez kilómetros, más o menos ¾y sonrió burlona, aunque en su tono me pareció detectar que había otra respuesta, escondida bajo la que me dio, que no supe entender en aquel momento. Ahora ya sí. Pero no quiero adelantar acontecimientos. En aquel momento, sólo pensé: “¡Qué casualidad!, que diría Luis Uría”.
¾Yo también soy de Ferrol ¿sabes?
¾Sí. Ya me lo habías dicho el día que nos conocimos, en la cena.
¾Es verdad. Y otro que es de Ferrol es Luis Uría.
            ¾Luis Uría, claro. Perdona, ni siquiera te he preguntado, ¿qué tal tu día de entrevistas?
            ¾Interesante.
            ¾¿Sólo interesante?
         ¾Sí, luego te lo explico. ¿Te importa que antes de ir a cenar pasemos un momento por mi casa? Me gustaría recoger una cosa.
            ¾¿Una sorpresa?
            ¾Sí, un regalo para ti. Y no me preguntes más ¿de acuerdo?
            ¾Está bien, no te estropearé la sorpresa.
         ¾Entonces, llamaré un taxi.
            Y lo llamé. Mientras tanto, Ana regresó al vestidor y volvió luciendo un tres cuartos de cuero en un tono grana oscuro con un bolso a juego. Los tacones de sus botas hacían crujir el viejo suelo de madera mientras venía hacia mí. Y ya no esperé más. Le corté el paso, la abracé y le di un beso tan brusco que casi la tiro de espaldas. Pero si no hubiese llamado ese taxi, ni hubiese prometido invitarla a cenar, la hubiera arrojado sobre la cama y amado hasta el amanecer. Ella no dijo nada, sólo sonrió cómplicemente ante mi arrebato, tras ese torpe beso estragado por mi pasión y, en esa sonrisa, en su significado, para el que no hay palabras, comprendí que nada de lo nuestro era mentira y que todas las preguntas que quería hacerle podían esperar. Porque lo peor, lo peor de todo, es arruinar los buenos momentos por culpa de los temores, las dudas y la desconfianza.
            Ana apagó las velas del candelabro que estaba sobre el piano, colocando su mano tras ellas y soplando ligeramente, y trajo consigo el que había subido yo.
            ¾¿Cómo es que aquí no hay luz?
            ¾No sé, imagino que Sindo habrá cancelado el contrato con la compañía eléctrica. De todos modos, no me importa. Estoy acostumbrada a las velas y me gusta.
            ¾Si no hay contrato, ¿cómo es que el timbre y el interfono sí funcionan?
            ¾No lo había pensado. Es verdad
            Claro que era verdad. Le pregunté dónde estaban los interruptores de la luz y me contestó que creía que en la cocina. Allí nos fuimos.
A la cocina se accede desde el recibidor, en la planta baja, por la puerta que queda más a la izquierda. Me sorprendí al entrar. Primero por la amplitud, y después, porque su aspecto parecía relativamente nuevo, como si hubiese sido reformada hacía sólo unos pocos años, aunque conservando el sabor y el estilo del resto del edificio. Destacaban sobre todo los alzaderos de oscura madera maciza, contrastando con la encimera en mármol blanco y una gran mesa al centro, en la que podrían comer hasta veinte personas. También me fijé en los electrodomésticos, completamente nuevos, y en la ausencia de alacenas.
En cambio, el aparataje eléctrico, que habían ocultado dentro de una despensa que era casi una habitación por sí misma, seguía siendo de porcelana: un viejo contador trifásico y un interruptor bipolar de machete, con sus cables negros forrados en tela, que se deshacían en polvo entre los dedos. Y al levantar la palanca, ante mi incredulidad y sorpresa, visto lo visto, la luz se hizo y todo cobró una nueva dimensión. Con menos misterio, pero con más encanto. Tampoco se me escapó el detalle del artesonado del techo, labrado con pequeñas tablillas que formaban dibujos geométricos, ni el suelo nuevo de blanquísima cerámica, ni la terraza que daba al jardín de la parte trasera de la casa, donde debía resultar una delicia comer cuando hiciese buen tiempo. En fin, aquello estaba realmente mejor de lo que parecía en principio.
            Salimos de la casa. Ana cerró la puerta con una llave que medía casi un palmo de largo y que guardó luego en su bolso. Yo estuve por hacerle una broma, aunque afortunadamente, me contuve. Nuestro taxi aguardaba. Miré el reloj: eran casi las once de la noche. Consumimos el trayecto sin que pueda decir ni por donde fuimos ni cuanto duró: sumergidos en una sucesión de besos, o tal vez en un único beso que nos hizo perder toda noción de realidad, emergimos de golpe cuando, como un despertador que revienta y desvanece un dulce sueño, la voz ronca del taxista bramó: “Xa chegamos, rapaces. ¡Ai, quen fora mozo!”.
            Mientras subíamos en el ascensor hacia mi apartamento no podía sacudirme de encima la sospecha de que quizás encontrásemos todo patas arriba, la caja fuerte forzada y el poema, robado. Pero no: la puerta estaba perfectamente cerrada, las cosas estaban en el mismo y perfecto desorden en que suelo dejarlas, y la caja fuerte seguía cumpliendo la “alta misión” para la que fue diseñada. La abrí, saqué de ella el pergamino de Ramón y se lo llevé a Ana.
            ¾Quiero que me hagas un favor y me guardes esto ¾le dije.
            ¾¿Es ese mi regalo?
            ¾No, claro, no puedo regalarte algo que no es mío —dije, dándome cuenta de que no había pensado en regalo alguno. Sólo fue, como suele decirse, “un modo de falar”. Pero, ya que insistía, y teniendo en cuenta que había comenzado un largo poema para mí, decidí de pronto satisfacerla, regalándole uno de los lienzos que había pintado haría cinco años y que representa a un guerrero espada en mano surgiendo de entre una densa niebla. Pertenece a la última serie que hice. No es ya el hiperrealismo de las obras mías que tú conoces, sino que, lo que buscaba era una plasticidad semejante a la de la fotografía a baja velocidad, con las figuras en movimiento y movidas. No llegaron a exponerse, porque no logré terminar más de cinco, antes de tomar la decisión definitiva de abandonar los pinceles. Y apenas los vio nadie. Ni siquiera llegué a colgarlos nunca. Permanecen, todavía hoy, en su bastidor desnudo, sin marco, envueltos entre viejas sábanas, escondidos detrás de uno de los sillones de mi habitación. Pensaba regalarte uno a ti, pero nunca viniste a visitarme. Ahí queda la promesa.
            ¾Me gustaría que lo aceptases, no por el valor que ese cuadro pueda tener, que no tiene demasiado, la verdad. Pero al menos, cuando lo mires, te acordarás de mí ¾le dije a Ana dándole el cuadro.
            ¾Gracias —dijo y lo tomó delicadamente. Se demoró mirando, sosteniéndolo con los brazos extendidos frente a ella¾.  Me gusta. De verdad. Y no es tan malo como dices. Además, es muy significativo.
            ¾¿Significativo? ¿Qué le ves de significativo?
            ¾Un guerrero casi atemporal, salvo quizás por la espada, surgiendo entre la bruma y la lluvia, quien sabe de qué espacio o tiempo venido. ¿Qué te sugiere eso?
            ¾Sí, muy de leyenda. Tienes razón —y de repente se me ocurrió decirle¾. Te propongo algo: como este cuadro nunca llegó a tener título, desde ahora lo llamaremos Uriel. ¿Qué te parece?
            ¾Me parece que ese nombre le da un aura premonitoria —y me clavó sus ojos buscando no sé si mi comprensión o mi complicidad¾. ¿Qué querías representar cuando lo pintaste?
            ¾Al dios de la tormenta.
            ¾Thor, el Dios del Trueno.
            ¾No, no pensaba en la mitología escandinava, ni tampoco en ninguna otra. Sólo quería reflejar el esfuerzo de alguien con poder para atravesar las inclemencias, todas las inclemencias y salir a la luz. Y no me refiero alguien concreto. Cualquiera puede ser, en determinado momento, ese dios de la lluvia que lucha contra la irracionalidad de los elementos y los vence. Por eso quise eliminar todos los detalles que indujesen contextos concretos.
¾Cualquier psicólogo podría sacar de ahí toda una teoría ¾dijo, dejando el cuadro sobre el sofá.
¾Y deduzco que tú también has sacado una.
¾Una sencilla. Que ese guerrero eres en realidad tú mismo.
¾Te equivocas. Yo ante los elementos, lo único que interpongo es un paraguas. A mi edad ya acepté mi lugar en el mundo y también que muchas veces, llueve. Tengo muy poco de guerrero y muy poco de Quijote. Y no lucho ya contra los molinos.
¾Tal vez, cuando pintaste ese cuadro, todavía luchabas.
¾Justo cuando pinté ese cuadro, dejé de luchar. Si no puedes ir contra ellos, únete al clan, me dije. Crea tu propio reino y vive en paralelo a los demás, a la misma altura, pero sin tocarse nunca. Ni por encima, ni por debajo. Quizá por eso acabé montándome un negocio.
¾Y así, ¿te sientes más libre?
¾Sí, más libre sí. Quizás no más feliz. Pero ¿quién lo es?
¾Quien consigue ser más fiel a uno mismo, supongo. Lo que más frustra la sensación de felicidad es la insatisfacción. A veces la achacamos a lo que nos rodea, o a quien nos rodea pero, en realidad, siempre viene desde dentro hacia fuera.
¾¿Me estás diciendo que no soy fiel a mí mismo?
¾Eso debes concluirlo tú, no decírtelo yo. No olvides que apenas te conozco.
¾Ni quieres precipitarte.
¾Ni quiero precipitarme.
¾¡Qué lástima! ¾le dije y la besé de nuevo, allí, de pie, en mitad de mi habitación. Precipitándome, porque precipitarse ¿no significa caer por un precipicio? Y sentir el sabor de esa mezcla de vértigo y temor. ¿Y no es el vértigo una droga que nos acelera el pulso y la adrenalina? Aunque, claro, uno espera caer en blando, sobre algodones. Como en uno de esos sueños que se rompen como un vidrio un instante antes de batir contra el duro suelo y, una porción infinitesimal de tiempo más tarde, al despertar agitados, creemos casi real la sensación de haber caído en medio de la cama desde el techo del cuarto.
¾¿Me guardarás el pergamino? ¾le pregunté, todavía abrazados.
¾¿Por qué quieres que lo tenga yo?
¾¿Te suena de algo el nombre de James Howard Cosgrove III?
¾No, de nada. ¿Quién es? ¾contestó Ana. Y me sonó absolutamente sincero. Estaba seguro de que no mentía. No conocía a Cosgrove.
¾Un coleccionista de arte americano que ambiciona la estatua de oro. Luis Uría dice de él que es un tipo peligroso ¾y a continuación le expliqué como había conseguido localizarme y también lo que Luis Uría me había contado aquella misma noche. Y rematé diciendo:
 ¾Uno de tus buscadores de oro, vaya.
¾Sí. Nunca son los mismos. Pero son todos iguales ¾respondió remarcando una vez más con su sonrisa la bivalencia de sus palabras, sin desvelar el misterio que encerraban. Y, mientras yo replicaba a su sonrisa con otra, más incrédula, dijo:
¾ ¿Y por qué crees más seguro que lo guarde yo?
—Porque aquí sería el primer lugar a donde vendrían a buscarlo. Y si eso llegase a suceder, estaríamos sobre aviso.
            ¾Está bien, te lo guardaré.
            ¾¿En tu viejo caserón?
            — ¿Dónde sino?
            —En tu casa.
            —Esa es mi casa ahora.
            —Yo me refería a tu casa de Ferrol.
            —No sé cuándo volveré allí.
            — ¿Por qué?
            — ¿Por qué tienes tanto interés?
            —Porque me gustaría ir contigo y saber cómo es donde vives y cómo vives.
            ¾¿Y no quieres saber también con quién vivo? ¿O es que das por supuesto que vivo sola?
            ¾Ni lo doy por supuesto, ni lo sé. Dímelo tú —dije sin querer volver a cometer el mismo error de tirar conclusiones arriesgadas y, en cambio, equivocándome al resultar demasiado inquisitivo.
            ¾Veo que te empeñas en buscar las respuestas fuera, en lugar de hacerlo dentro de ti. Crees que necesitas saber cómo es mi casa para poder confiar en mí. Por lo visto no te ha llegado con ver lo que has visto hoy. Y no comprendo cómo puedes ser tan rebuscado.
No esperaba una respuesta tan brusca para algo, para mí, tan simple. No sabía qué contestar, ni tan siquiera si debía decir algo. Volvía a estar otra vez al borde del precipicio, sin atreverme a lanzarme a él, sufriendo el oleaje de mis propios impulsos, ora desbordados, ora racionalmente retraídos. ¿Rebuscado? Es posible que un poco sí. Pero tan sólo quería conocer su casa, no ese lugar impersonal y medio oculto bajo sábanas que ella premeditadamente me había enseñado con la intención de calmar mi curiosidad.
¿Era rebuscado porque ella había visto mi intención de querer matar dos pájaros de un tiro, o quién sabe si tres, dándole el poema? Sí, era cierto, con el primer pájaro pretendía evitar el robo del manuscrito; con el segundo, probar su confianza; y con el tercero, entrar en su casa y devorarlo todo, cada detalle, cada elemento que permitiera dominar mi temor ante la atracción por el vacío. Y poder confiar en ella para poder entregarme ella.
No sé si mis objetivos eran nobles. Creo que al menos, bastante normales. Pero Ana se adelantó, variando nuestra cita, anticipándose, y dándome algo que no era lo que yo buscaba. No, no era eso, no me bastaba con lo visto. ¿Había sido una torpeza esa estrategia que no había calculado una reacción para una respuesta negativa, y que erró al tratar de forzar una situación en la dirección de su auténtico objetivo, dejándolo al descubierto? No lo sé. Tal vez a ella sólo le dolía la desconfianza, una desconfianza puesta en escena por mi ansia de querer saber más.
Porque, ¿qué hay de malo en querer conocer cómo es el mundo que rodea a la persona que empiezas a amar?: su casa, su habitación, la cama en la que duerme. Curiosidades normales como ver su álbum de fotos y descubrir cómo era de niña, y de adolescente. Y como era su familia. De donde le vienen los rasgos perfectísimos: la boca, los ojos, el pelo. O su colección de libros y de música. En fin, las cosas que le rodean. Y no digo hasta el aire que respira, porque eso es una cursilada de poeta primerizo. Pero qué quieres que te diga yo de la pasión, tan llena de posesión, de ese deseo que no se sabe de dónde viene y que persigue alcanzar fundirse con la otra persona, en eso que tú llamas plenitud, y que es exactamente lo contrario de la sensación de hastío que sobreviene después de hacer el amor, cuando el amor ya se ha ido o no termina de llegar.
¾¿Por qué encuentras extraño que quiera conocerte mejor? ¾dije lo más suavemente que pude, tratando de poner un parche en el descosido.
¾No, eso no me parece extraño. Lo que sí me lo parece es tu desconfianza.
¾Una desconfianza que tú acentúas con tu halo de misterio.
¾No. No hay ningún misterio. O tal vez lo haya. Pero ninguno que sea peligroso para ti, desde mí, ¿entiendes?
Vaya si entendí. Se explicaba demasiado bien. Esas eran exactamente las palabras mágicas que tenían el poder de descorrer el velo de mi temor. Y aún, tras el bálsamo, dije:
—Sí hay misterio. Ni siquiera me has dicho si vivías sola.
Vivo sola. No tengo familia, ni marido, ni amantes. ¿Satisfecho?
No quise preguntar más. Mis padres también han muerto. No tengo hermanos. Y también vivo solo. Y hay heridas en las que es mejor no hurgar. Y como creo que ya dije, no es bueno estropear los buenos momentos por culpa del temor y la desconfianza.
Lo siento, no sabía dije, y traté de arreglar con un beso todo lo que había estropeado con mis preguntas.
                              


*****

Mi distinguido amigo y paciente oyente. Debo informarte de que son ahora las siete y cuarto de la mañana, que hace casi cinco horas que he comenzado a grabar y que ya he liquidado cuatro cintas de sesenta minutos. Pensé que dos o tres horas me serían suficientes para explicártelo todo. En definitiva, o no soy demasiado bueno calculando, o me estoy enrollando más de la cuenta. Decídelo tú. Por el momento, interrumpo esta plática y en breves instantes estaré, espero, cubierto por el dulce manto del sueño. Mañana será otro día y, si tengo ocasión, continuaré este ameno folletín radiofónico que confío esté resultando del gusto de mi distinguido auditorio. Aunque te advierto, por si piensas lo contrario, que lo mejor aún está por llegar.




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