domingo, 7 de agosto de 2011

TODO ESTÁ ESCRITO: DOS


Y este es el capítulo 

DOS

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA
 CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 1

         Han pasado más de veinte horas desde que grabé la otra cara de esta cinta. Son casi las dos de la mañana y todavía acabo de llegar de Ferrol tras realizar una nueva declaración ante el juez que lleva el caso, un tal José Luis Aulet. Me ha dicho que le han hecho la autopsia y que, de acuerdo con las conclusiones del forense, la muerte no fue a causa de la herida de la espada, ¾aunque probablemente también le hubiese acabado por matar¾ sino que ¿alguien? decidió precipitar su agonía apretándole a Uría el cuello con las manos, tan fuerte, que le hizo añicos dos de los anillos de la tráquea. Con lo que, según parece, murió ahogado por el vómito de su propia sangre.
Aulet me interrogó exhaustivamente durante más de cuatro horas, dejándome al fin en libertad: por falta de pruebas, supongo. Si bien, tengo la impresión de que el juez sigue sin fiarse del todo. Imagino que me he convertido, de repente, en el único y principal sospechoso. No cabe colegir otra cosa ahora, ya que estoy sometido a continua vigilancia. Me han asignados a dos tipos, de paisano, que me siguen a todas partes.
Ahora mismo están ahí fuera, tomando algo en el bar de la esquina, a las dos y pico de la mañana: el único par de idiotas que están sentados al relente en toda la terraza. Y, encima, no dejan de mirar a cada rato hacia las ventanas de mi apartamento. Es obvio que a esos dos nadie les ha puesto ahí precisamente para protegerme. Para protegerme ¿de qué?, digo yo. De ser así, me lo habrían advertido. Pero cuando las cosas se hacen a la chita callando, lo único que no se comprende es por qué no lo llevan con cierta discreción, porque éstos parecen empeñados en que les vea.
       Todo ha cambiado radicalmente. La hipótesis del suicidio, como yo ya sospechaba desde el principio, está descartada, y la ausencia de huellas de ninguna clase, salvo las del propio Uría, no sé si benefician o perjudican mi posición. A lo peor, acabarán por acusarme de asesinato con premeditación. Aunque creo que, por ahora, tanto la ausencia de un móvil, como el hecho de haber pedido ayuda, sumados a la originalidad y truculencia del caso, son mis únicas cartas ganadoras.
Y es que una muerte con una espada de por medio, al margen de su espectacularidad, es algo de lo que no hay precedentes en la zona. Y mis explicaciones sobre los poemas, profecías y estatuas de oro, debieron de sonarles, cuando menos, a esoterismo o algo semejante, a juzgar por la extrañeza e incomprensión que traslucían las miradas que se cruzaron el juez y los de la judicial.
            Pero, no les he contado todo. Omití el detalle de los guantes para no liar más las cosas y porque tampoco lo había mencionado en mi declaración preliminar. Craso error: la primera vez fue puro olvido, pese a que parezca imposible olvidar algo así. Cosa de los nervios, supongo. Pero lo de hoy mismo fue ya pura necedad.
Lógicamente, deduzco que piensan que él no pudo haberse clavado la espada sin cortarse hasta el hueso las palmas de las manos, lo que les lleva a la conclusión de que el espadachín y el estrangulador podrían muy bien ser la misma persona. A lo mejor, mi omisión no tiene mayor importancia, quiero decir para mí; aunque no dejo de censurarme que de haberles contado lo de los guantes, evidentemente, tratarían de buscarlos y, de aparecer, quizás pudieran aportar algo de luz a este asunto. Pero ya está hecho. Que lo descubran ellos. Si los había, yo no los vi. Llegué después de que se los quitasen. Esa será la tesis en que deberé mantenerme.
            Hay una cosa más, que a mí se me pasó por alto y a ellos no. En la escena del crimen también faltaba otra cosa: una pala. Junto al cuerpo de Uría había un pequeño monolito de cuarzo que alguien se entretuvo en desenterrar. Yo eso lo recuerdo perfectamente y también el montón de piedras y arena a su lado. Pero hacer semejante agujero, de casi un metro de profundidad, había requerido, obviamente, la ayuda de alguna herramienta. E imagino que en las manos de Uría no habrían aparecido señales de haber estado cavando con las manos. Según parece, no se encontró ni rastro de esa pala, pese al minucioso peinado del terreno, ni tampoco, por supuesto, encontraron rastro alguno en el registro de mi coche.
Otro detalle más: la espada que atravesó a Uría tenía restos que señalaban que había sido recién desenterrada del agujero excavado. Es curioso, pero no consigo recordar muy bien cómo era aquella espada. Ni si estaba sucia o limpia. Sólo sé que era larga y de un estilo que, si lo pienso ahora, diría medieval. Pero puedo estar totalmente equivocado. En fin, no sé, pero ¿y el agujero? ¿Lo cavó el propio Uría o su verdugo? ¿Y tan sólo para desenterrar una espada? ¿O tal vez para enterrar también el cuerpo?
 Mi intromisión, ¿quién sabe?, igual impidió que el cadáver desapareciese sin dejar rastro. Porque, de no haber estado yo allí, el asesino hubiese tenido todo el tiempo del mundo para deshacerse de él. Claro que todo esto son meras conjeturas mías. Ni siquiera sé si el juez ve las cosas de este modo. Más bien creo que no.
            En definitiva: no he hecho una declaración beneficiosa para mis intereses. Hubiese sido mejor decirlo todo. Y aunque es posible que haber ocultado ese dato no me sea del todo perjudicial, presumo que finalmente tendrán que caer en la cuenta de la necesidad de su existencia: por un lado, por la ausencia de huellas y, por otro, la piel fina y blanca de las manos de Uría, de ser él quien cavó, debería tener, de no usar unos guantes, al menos un par de rozaduras, sino ampollas. Pero hasta cabe que tampoco fuese él quien hiciese el agujero. Estoy pensando, y esto lo digo ahora, que el hecho de que llevase esos guantes puestos sólo puede significar dos cosas: que los hubiera utilizado para cavar o bien, para intentar suicidarse. Casi diría que más bien para lo primero, aunque, sin descartar completamente la segunda opción. Porque, por rizar el rizo, y puestos a no despreciar nada, hasta cabría pensar, aunque parezca totalmente inverosímil, que el estrangulador no sea realmente el asesino. Sino que, sencillamente, asistiese, al igual que yo, al suicidio, y acabase por rematar a Uría posteriormente, para evitarle más sufrimiento: simple eutanasia. Improbable, pero...
El hecho de que no hayan aparecido huellas de esa tercera persona, teniendo en cuenta el estrangulamiento: ¿podría interpretarse como que el asesino se colocó los guantes de Luis para proceder a darle la puntilla? De lo contrario, no encuentro un motivo que explique, por una parte, tal desaparición y, por otra, la ausencia de impresiones digitales. Quizás, el de la puntilla, le quitase los guantes, se los colocase para estrangularlo y, finalmente, se fuese de allí llevándolos puestos, pensando en deshacerse de ellos en otro lugar de una forma más segura para sus intereses.
En fin, creo que una de las claves de este asunto fue precisamente en lo que no reparé: la necesidad de la existencia de esa pala que no aparece por ningún lado. Gracias a eso se ratifica que en la zona, además de mí, hubo otra persona. Y que lo de los guantes no fueron imaginaciones mías. O no. Porque aunque para mí esté clarísimo que otro se llevó la pala ¾tal vez incluso con los guantes puestos¾, quizás Aulet piense que tanto yo como un tercero pudimos arrojarla al mar. O enterrarla en algún lugar alejado de allí. Esa era la coartada que yo desprecié por no haber dicho lo de los guantes.
Hay también otro detalle que el juez desconoce y por el que me preguntó: cómo pudo llegar Uría hasta aquel lugar. No han localizado el Mercedes de alquiler del que yo les hablé, aunque sí otras marcas de neumáticos de menor ancho que las de mi todoterreno, que imagino deberán cotejar, una vez que aparezca el dichoso coche. Tuve la impresión de que sospechaba que Luis Uría y yo pudiéramos haber ido juntos en un solo vehículo: el mío. Es probable que las otras huellas de neumáticos que había, ya de entrada, no puedan corresponderse con las de un Mercedes o tal vez se trate de rodadas más antiguas. Esto tampoco lo sé.
Lo que sí sé es que el juez me miraba con una cara de falsa suficiencia, como queriendo transmitir la impresión de que conocía detalles que no encajaban muy bien con lo que yo había declarado, pero sin enseñar sus cartas. Y lo peor es que yo ya no sabía qué cara poner y, en un momento dado, casi me da un ataque de risa cuando me pregunta, muy serio:
 ¾¿Y dice usted que se conocieron a través de Internet?
¾Pues no, eso lo dice usted ¾le contesté divertido.
¾Pero en su primera declaración menciona que Luis Uría …
¾Él a mí, puede que sí. Pero yo a él, a fuer de ser exactos, le conocí por fax, señor juez ¾y aquí es cuando ya no pude aguantar la risa.
 Luego se le ocurrió preguntar si Uría y yo manteníamos alguna clase de relación, “más allá de la normal amistad”. Y creo que me salió una sonrisa rara: no porque yo interpretase su insinuación en el sentido que él quiso darle, ni porque me ofendiese en absoluto, sino porque pensaba en la extraña relación que realmente nos unía y que te explicaré en su momento. Sé que es difícil de entender esto ahora, pero cuando conozcas el resto de lo que aún he de contarte, sabrás a qué me refiero. Al juez, sencillamente, le respondí que no.
Hubo además otras preguntas, cada cual más enrevesada, en las que por momentos llegué a pensar que lo que pretendía era que confesara, que me declarase culpable de la comisión del asesinato. Algo que para mí carece de sentido, porque mi mejor coartada es la propia lógica: de ser yo el homicida, simplemente hubiese enterrado el cuerpo, sin complicarme llamando a la Guardia Civil. Nadie lo encontraría jamás.
Pero el juez, a pesar de que seguramente sopesó tal posibilidad, imagino que pudo haber llegado más lejos aún: a sospechar que mi llamada de socorro pudiera ser una elaborada tapadera, un elemento ilógico que únicamente podría ocurrírsele a una inteligencia criminal altamente inspirada. No a mí, por supuesto: aunque ahora sea yo quien, por mí mismo, caiga en la cuenta. 
Supongo que por esa razón continuaba erre que erre: ¿Por qué decidió usted pedir ayuda? ¿Cavó o ayudó a cavar? ¿Cómo es posible que viniendo por separado y sin saber uno del otro, fuesen ustedes a coincidir en un momento tan crucial, y en una zona, en teoría, no accesible? ¿Para qué quería usted fotografiar la costa de una zona militar? ¿Está seguro de no haber visto en ningún momento una pala? ¿Cómo sabía Luis Uría que cavando en aquel punto encontraría esa espada? ¿Está seguro de que llegó usted solo en su propio coche? ¿Está tratando de proteger a alguien? ¿Está seguro de no haber visto a nadie más junto al cuerpo o en la zona?… En fin, abrumador. Pero, mal que bien, fui trampeando el examen al que me sometieron y, de no ser por los momentos de duda a causa de los giros que di para evitar mencionar lo de los guantes y por esos tipos de ahí abajo, hasta parecería que lo hubiera aprobado.

*****

A lo mejor soy un poco inconsciente. Pero de verdad que todo este asunto de la investigación no me provoca temor alguno, en principio. Lo malo es que si no encuentran al verdadero asesino, tal vez quieran convertirme a mí en cabeza de turco. Pero, en fin, ya he dicho que no me preocupa.
Lo que de verdad me importa ahora es que Ana ha desaparecido y siento en el pecho una sensación opresiva, como una especie de carga de culpabilidad, que en parte achaco a la soberbia de haberme prestado a aquel juego de Elena por el que me metí hasta el cuello en un asunto que ha culminado de tan mal modo.
            Es que estas últimas dos semanas han sido de locos. Por ejemplo, nunca en mi vida he estado más cerca de enamorarme. Y todo empezó por otra inocente casualidad — ¿o no?—, que uno, de entrada, se cree a pies juntillas, por engreído y vanidoso.
Volvamos al mismo domingo 17, el día en que se publicó la entrevista, y a eso de las nueve de la noche: Ana se acercó cuando me estaba tomando una cerveza en la barra de “O Galo”, tratando de despejarme de la siesta en el sofá de mi despacho, que había durado nada menos que tres horas.
No sé si ya estaba en el bar cuando yo entré o llegó inmediatamente después, sólo que de repente noté su presencia a mi lado y sus ojos clavándose en mí con total descaro, pero sin decirme nada, hasta que no tuve más remedio que girarme hacia ella y responder a su mirada. Entonces, sonriendo, me preguntó si era yo el de la foto y la entrevista publicada en el diario. Le contesté que sí, volvió a sonreír y añadió que había quedado fascinada por la historia de mi investigación.
Deduje, quizás precipitadamente, que debía tratarse de una estudiante de un curso de doctorado en Historia. No aparentaba tener más de veinticinco años y, en esa primera impresión, me pareció rara. Sí, rara, en el sentido de escasa, exótica, única y, por tanto, bella. Y la mezcla de todo eso: demasiado turbadora en el primer embiste contra esa timidez inicial mía, de la que suelo defenderme rápidamente, tratando de echarle morro. Cuanto más la observaba más guapa me parecía. Nunca nadie me había arrebatado tanto físicamente, y su mera presencia me magnetizaba todo el cuerpo. No puedo negar que en esos momentos me vinieron malos pensamientos. O buenos, según se mire. Y traté de aprovechar la coyuntura invitándola primero a una copa allí mismo y luego, a cenar. El hecho de creerme el objeto de atención de una admiradora y su forma de hablar, en un gallego dulce y rico, fue la puntilla infalible de una seducción irrefrenable, que por momentos me estaba haciendo perder incluso el hilo de la conversación.
Yo, como siempre, me sentí cazador y me dejé caer en picado en esa red que toda araña tiende a su presa. Hoy, apenas dos semanas después, me sigue volviendo loco, hasta el punto de que ya no me duele saberme el cazador cazado. Además, sobre esto, creo que siempre ha sido así y que lo más difícil es asumirlo. Al menos para alguien como yo. Uno siempre se cree más de lo que es.
Aceptó mi invitación a cenar y me la llevé a Casa Roberto. Casi tenemos un accidente en el camino, pues iba más atento a ella y al contorno de sus piernas bajo la falda del vestido, que a la carretera.
Nuestra conversación, una vez en el restaurante, prosiguió, inevitablemente, en torno al poema medieval. Ana mostraba un indisimulado interés por conocer mi interpretación sobre su significado. Incluso me pidió que le dejase ver el original:
¾Si es posible ¾ pronunció dulcemente.
Algo a lo que, tal como lo dijo, no podía negarme y además, accedí encantado, porque era la excusa perfecta para invitarla a ir a mi apartamento después de la cena. La verdad es que tenía una copia en un maletín que guardaba en el coche. Pero no se puede siempre ser del todo sincero y además, ella había pedido ver el “original”.
El resto del tiempo continuamos hablando de poesía hasta los postres, pero no medieval, sino contemporánea. Me sorprendió su enorme cultura, que aparentaba ir mucho más allá de sus conocimientos sobre historia y literatura. En un momento dado llegó a decir, en un tono exento de toda vanidad, que hablaba siete idiomas perfectamente y que podía entenderse hasta en una veintena. Y todo esto me chocó mucho. Quizá por un prejuicio mío acerca de que a las personas con menos de treinta años les faltan aún unas cuantas lecturas para poder ser consideradas verdaderamente cultas.
 Lo curioso es que ella no estaba en ningún curso de doctorado, como yo había pensado. Ni dijo tener ocupación alguna: lo que me llevó a deducir que debería tener dinero. Por sí misma o por su familia. No tenía pinta de estar en el paro, aunque las dos cosas podían ser. Y tal vez me hubiese precipitado en calcular su edad y fuese algo mayor de lo que aparentaba. Pero preferí no seguir indagando. Por discreción, o mejor, por miedo de parecerle demasiado insidioso y echarlo todo a perder.
            Una de las cosas que, además de su belleza, atraían mi atención en aquel momento, era su peculiar manera de moverse: la elegancia y exactitud con la que, sencillamente, cogía y llevaba a sus labios la copa de cristal, con un vino color sangre que ella misma había elegido. O la disposición pausada con la que sujetaba el tenedor e incluso los movimientos delicados y precisos de su cabeza y sus manos. Era una especie de movimiento fascinante y mágico, que no sabría describirte, pero que atrapaba mi mirada como un péndulo hipnótico.
Ese día recuerdo que llevaba puesto un vestido casi de verano, como de hilo fino color crema, largo hasta los tobillos y que dejaba sus brazos al descubierto. Yo no entiendo mucho de moda, pero me recordó a un estilo semejante a ese ibicenco que llaman ad lib o algo así. Tenía también una chaqueta de punto del mismo color, que no se puso en toda la noche y, como únicos adornos, una torques que me pareció de oro macizo, haciendo de pulsera en su mano izquierda, y un anillo, también de oro viejo, en forma de serpiente enroscada a lo largo del dedo corazón de su mano derecha. No usaba pendientes, ni reloj, ni collares. Nada. Ni siquiera maquillaje. Aunque maldita la falta que le hacía, porque a su piel, completamente lisa, sin una mancha, un grano, un lunar, ni un brote excesivo de vello en parte alguna, es decir, sin defectos apreciables, sería delictivo embadurnarla hasta con el más excelso de los mejunjes. Y esta impresión se extendía también a la piel de sus hombros y sus brazos, que era lo único que el vestido dejaba al alcance de la vista. Como guinda final, su cabello, casi rubio, largo hasta la cintura y ondulado, que llevaba recogido con un prendedor situado a la altura de los hombros, me pareció el más extraordinario de los fetiches, lo que es mucho decir para alguien como yo que, como bien sabes, siento fascinación por las melenas, sean del color que sean.
Y es que con Ana, al contrario que con la mayoría de las mujeres, cuanto más me fijaba en ella, más perfecta me parecía. Esta impresión continúo teniéndola todavía hoy. Aunque con esto no quiero decir que no la hubiese más guapa. Sencillamente, comenzaba a gustarme mucho y, objetivamente, con el verde intenso de sus ojos en el centro de esa piel perfecta, guante de un rostro frágil, evocador y tranquilo, estoy seguro de que resultaría, en conjunto, bastante atractiva a los ojos de cualquiera.
            Tras tomar el café, la invité a venir a casa, poniendo por delante la excusa del poema. Aceptó encantada. Aunque no detecté ninguna clase de picardía en su mirada, sino que su aceptación estaba barnizada por ese tono de suprema delicadeza del que hacía gala y que sabe muy bien como distorsionar la percepción ajena sobre las intenciones propias.
            Así que hube de interpretar sus palabras no más allá de aquella curiosidad intelectual que había presidido todo el tono de nuestra conversación hasta ese momento. Parecíamos dos personas exquisitamente refinadas, en una especie de cena de negocios. O dos tipos que acaban de conocerse a la salida de un congreso. Y yo, lo que quería, era salir de ahí, pasar al terreno de lo personal, sustraerla de esa máscara y hacer que hablase de sí misma. Pero no encontraba el modo.
            Ahora mismo, con Ana en paradero desconocido, me resulta bastante doloroso pensar en todo esto. Pero tal vez no quede otro remedio. Es posible que si saco a la luz todos esos recuerdos, les aplico su riguroso orden y los analizo en conjunto, pueda descubrir alguna clave que me haya pasado desapercibida. Porque uno, cuando tiene el pensamiento ocupado por el deseo, suele olvidarse de la inteligencia. Y a mí, Ana, la mera mención de su nombre, me provoca la sensación de un navajazo frío dentro del pecho, que me impide pensar.
            Pasaban de la una cuando llegamos a mi apartamento, en la Plaza Roja. La subida junto a ella en el ascensor se me hizo todo lo violenta que puedas imaginarte. No sabía que decirle, ni se me venía a la cabeza nada ocurrente. Así que la estaba mirando medio de reojo, tal vez pudiera decirse que furtivamente y ella, de repente volvió su rostro hacia mí, me miró con sus ojos limpios, su sonrisa inteligente, y me entró un sonrojo y una timidez incomprensible, de los que intenté salir por medio de una mueca que trató de fingirse cómplice, aunque sin poder evitar dudar de que fuese lo suficientemente creíble para no acabar pareciéndole medio gilipollas o dar la impresión de que se me estuviese viendo el plumero demasiado.
            Llegamos a casa y nos acomodamos en el salón. Ana se sentó en el sofá azul, mientras que yo fui primero a la nevera, a coger un par de cervezas, y luego me arrellané en mi sillón verde, frente a ella, con la mesita redonda, las botellas, los vasos y el cenicero, separándonos. Había demasiados libros por el suelo e incluso un buen montón ocupando al completo el sillón rojo. Creí que pensaría que soy una persona desordenada y, tal vez, valorase eso negativamente, así que me disculpé diciendo que había estado trabajando el sábado hasta tarde, lo que tan sólo era decir la mitad de la verdad. Porque había estado hasta las dos, pero después, me cansé y me fui a tomar algo a un par de sitios.
            No tuve ni tiempo de decirle nada más, porque, enseguida, me preguntó por el poema y yo, aún sin saber si de nuevo me estaba equivocando, como hice con Elena, decidí enseñarle el pergamino original que tenía guardado en la caja fuerte del estudio. Una caja que mantengo oculta a la vista del modo habitual: tapada por un cuadro. Sólo que, no es por nada, con cierta clase: un magnífico lienzo de Bello Piñeiro. ¡Ah! y otro detalle, la caja se abre pulsando un código de seis cifras. Ya sabrás más adelante por qué te cuento esto, aunque ahora parezca una boutade, o algo así. Volví al salón y le di a Ana el pergamino. Se puso a leerlo inmediatamente.
            — ¿Qué te parece? —le pregunté, quizá con un tono que me sonó un tanto orgulloso y que me hizo reconvenirme a mí mismo: tenía que controlar, evitar caer en la tentación de tratar de impresionarla. Ana no contestó. Parecía totalmente abstraída. Tal vez ni siquiera me hubiese oído. Así que aproveché el momento para levantarme, busqué un compacto de Lorena Mackenitt y lo puse en el reproductor. El djembé comenzó a percutir, cadencioso y rítmico, sirviendo de perfecto fondo para que la voz de Ana comenzara a pisar la música:
Pues, en principio, me parece auténtico —dijo levantando los ojos hacia mí, y añadiendo luego a mi mirada interrogante—. Y en cuanto al contenido, interesante.
            No sé por qué tuve la impresión de que trataba de restarle importancia, no al poema en sí, sino al efecto que le produjo su lectura.
            — ¿Y dices que te lo ha dado un amigo?
            —Sí, un viejo amigo mío: Ramón Escadas —contesté, sin tener muy claro si había hecho bien diciéndole el nombre. Sé que tengo el defecto de que me cuesta morderme la lengua. Pero bueno, a fin de cuentas ella no era periodista, ni me pareció que decírselo tuviese excesiva importancia.
            — ¿Y por qué te lo dio a ti? me preguntó de nuevo.
            —Eso ya te lo expliqué. Para que tratase de determinar su origen y antigüedad.
            —No me refería a eso, sino al hecho de haberte escogido a ti y no a otro, para que lo investigue.
—Pues no lo sé. Supongo que porque somos amigos y se fía de lo que le diga. Además, yo, aunque no ejerzo, soy licenciado en Historia —le dije sin acabar de comprender muy bien el sentido de su pregunta. Porque durante la cena ya le había contado, básicamente, tanto lo de mis estudios de Historia, como a qué me dedicaba. O, ¿es que estaba poniendo en duda mi capacidad o mis conocimientos para averiguar lo que Ramón quería saber?
            —Sé que no soy un experto —dije con falsa humildad— pero tengo amigos y conozco gente que pueden ayudarme en la tarea.
            No pretendía subvalorarte, perdona si se ha entendido así —se disculpó, como leyéndome el pensamiento—. Lo que quería decir es que, si tal como me dijiste, este documento procede de su familia…bueno, en fin, me parece raro que lo saque fuera de ese ámbito.
            — ¿Raro? Pues no sé por qué lo ves así.
Porque has dicho que erais viejos amigos. Y si ese documento lo tiene desde siempre y es importante para él y su familia, ¿por qué decide, precisamente ahora, comenzar a hacer averiguaciones?
—Sí. También yo me planteé esa pregunta. Pero mis conclusiones son contrarias a las tuyas. Primero porque creo que no tiene ninguna importancia para Ramón, salvo quizás la meramente testimonial y sentimental, por el hecho de tratarse de un documento de su familia. Pero, estoy seguro de que, pese a su antigüedad, es un pergamino que como objeto arqueológico, tiene escaso valor en el mercado.
Valor económico, como documento en sí, estoy de acuerdo contigo en que probablemente no tenga demasiado. Pero si procede de su familia, tal vez lo tenga para él, y no en el sentido sentimental, ni testimonial, precisamente.
—Pues no lo sé. La verdad es que nunca hablé con Ramón a fondo sobre el asunto.
            Y era cierto: poco más podía añadir que no le hubiese dicho ya acerca de aquel poema. Y con eso pretendía zanjar el tema y cambiar el signo de la conversación. Pero, en cambio, estuvimos bastante tiempo dándole vueltas y más vueltas.
 En definitiva, mucho hablar y hablar, y al final, no nos acostamos en aquel primer encuentro. Yo bien hubiera querido, qué duda cabe. Pero fui incapaz de llevar la manija de la charla: Ana estuvo sonsacándome cuanto quiso y yo, de estúpido, todo el tiempo lo pasé contestando a sus preguntas y largando cosas de mí, hasta que a las seis de la mañana cogió su chaqueta y se levantó.
            Traté de pedirle que se quedase, pero me interrumpió su sonrisa y una dulce disculpa:
¾Me tengo que marchar, de verdad. Pero podemos vernos mañana, si te apetece.
Yo acepté sin dudarlo y le propuse que viniese a comer a casa, a eso de las dos y media, con la promesa de preparar para ella mi mejor especialidad: la paella. Le pareció bien. Por un momento dudé si tratar de retenerla, si ofrecerme a acompañarla en coche o si besarla directamente, sujetándola por los hombros. Pero antes de que me diese cuenta ya había echado a correr escaleras abajo, sin esperar siquiera por el ascensor.
            Instintivamente me fui hacia la ventana. Pero no la vi. Aquella noche no había en el cielo ni una nube, y quizás por eso, helaba. Y supuse que, por la helada, Ana caminaría pegada al edificio hasta doblar la esquina. Y, aun suponiendo bien, estuve más de un cuarto de hora pegado al cristal, limpiando el vaho del aliento con el puño de la camisa, sintiendo el latido del corazón golpeándome condenadamente las sienes. Y lamentando luego no haberla visto pasar, caminando, aunque nada más fuera el trozo de cruzar la plaza.
Nunca una mujer me había puesto tan nervioso, tan sin recursos, en toda mi vida. Y pensar que había estado todo el rato hablándole de mí, de toda mi intimidad, sin atreverme siquiera a abordarla y mucho menos a acercarme al sofá en el que ella se había acomodado, plácidamente, durante toda la noche.

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