martes, 9 de agosto de 2011

TODO ESTÁ ESCRITO: TRES


Hoy, continuando con esta "novela por entregas", capítulo 3 de "Todo está escrito"






TRES

NOTA EXPLICATIVA DEL AUTOR



            Conocí a Bernardino Braña el Viernes Santo de 1984. Teníamos entonces diecinueve años yo y veinte él. Hacía exactamente una semana que había regresado a Ferrol desde Barcelona, donde estudiaba primero de Ciencias de la Información para pasar las vacaciones junto a mi familia. Y recuerdo que precisamente ese día me había ido a Santiago, invitado por un amigo del bachillerato, Felipe Fernández, que estaba matriculado, al igual que Bernardino, en la Facultad de Historia del campus compostelano. Felipe compartía un apartamento de alquiler con otros cuatro estudiantes en la Algalia de Arriba, adonde conseguí llegar tras una interminable aventura de cien kilómetros en autostop, para la que necesité más de seis horas y hasta cinco coches diferentes.

          Serían alrededor de las nueve y media cuando, al fin, puse los pies en el piso de mi amigo y, apenas un minuto después, apareció Bernardino. Entró con su propia llave, aunque no vivía allí. Como inquilino, quiero decir, aunque en la práctica era casi uno más, dado que entonces mantenía una idílica relación con Isabel y rara era la noche que no se quedaba a dormir. Incluso en aquellos días de vacaciones, en que ni ella ni ninguno de los otros, salvo Felipe, estaban en Santiago, Bernardino no perdía la buena costumbre de pernoctar entre las dulces sábanas de su novia.

 Pese a que la mayor parte de los más de treinta mil estudiantes que entonces superpoblaban el campus compostelano también habían abandonado la ciudad, Bernardino no parecía mostrar el menor interés por regresar a Betanzos junto a sus padres, a los que, según decía, sólo visitaba en contadas ocasiones. Bien es cierto que, por una parte, siempre fue reacio a abandonar las empedradas rúas de Santiago más allá de un par de días y, por otra, sospecho que sus relaciones familiares, aunque nunca lo manifestase abiertamente, no debían de ser demasiado buenas.

Aquel fin de semana los tres compartimos, además del alojamiento, dos consecutivas farras nocturnas que no culminarían hasta dejar bien atrás el amanecer: así se inició una amistad que habría de durar hasta hoy.

 Lo primero que me llamó la atención de Bernardino fue la viveza de su mirada. Parecía no escapársele detalle y al mismo tiempo, si uno se fijaba bien, había en sus ojos azules, muy claros e inquietos, un punto de travesura permanente. Hablador hasta el exceso y con el arma del humor siempre afilada, resultaba simpático sin proponérselo, además de irónico y agudo, aunque, en algunos momentos, se le elevase un grado su habitual nivel de inmodestia.

           Tras aquel fin de semana no le volvería a ver a hasta el verano, a principios de agosto. Llevaba un mes en Ferrol, disfrutando de esas añoradas vacaciones de tres meses, cuando Felipe y yo decidimos hacer una escapada a Compostela. Pero finalmente tuve que irme solo, porque él, a última hora, no pudo venir. Aunque, eso sí, me prestó las llaves de su piso. Y yo, pese a mis reiterados intentos, no conseguí que ningún otro de mis pocos amigos quisiera o pudiera acompañarme. Sin dejarme vencer por el desánimo, y con poco más de tres mil pesetas de las de entonces, decidí partir de todos modos. No tenía otro remedio, claro.

            Llegué a Santiago un viernes a media tarde y, de camino hacia al apartamento, adonde iba para tomar posesión de la habitación de Felipe y dejar en ella una pequeña bolsa en la que llevaba una muda, un libro y el cepillo de dientes, me encontré con Bernardino. Llevaba mi misma dirección, puesto que había quedado en el piso con otro de los inquilinos. Me contó que había roto con Isabel y perdido, por tanto, el privilegio de las llaves y del lecho caliente. Pero seguía siendo amigo de todos, incluyéndola a ella, ya que la ruptura, más que traumática, fue pactada.

Bernardino venía cargado con un par de bolsas de víveres finos: caviar, paté francés, embutidos, ahumados y un par de botellas de un Rioja del que no recuerdo la marca, pero que no desmerecía del resto. Me invitó a participar del refrigerio, al que Benigno llegó con más de una hora de retraso, lo que le costó merendar sin vino. No es que yo bebiese mucho, pero Bernardino siempre tuvo un excelente saque y él solito se despachó, entre bocado y bocado, botella y media de aquel reserva.

Ante mi sorpresa por tanto dispendio, pues ese sencillo ágape podría valorarse en el triple del dinero que yo tenía encima, me explicó que, durante el verano, se dedicaba a la venta de cintas y discos de la Tuna Compostelana a los turistas, en la plaza del Obradoiro. Disfrazado con un traje prestado de terciopelo negro, una capa adornada con un ramillete de cintas de colores y diversos escudos y digo disfrazado, dado que todo lo más que podría hacer él dentro de una rondalla, sería pasar la gorra: nunca tuvo la menor idea de música y cuando, con media borrachera, le daba por cantar en algún bar, enseguida le ponían de patitas en la calle, era capaz de vender entre veinte y treinta casetes y vinilos en las escasas dos horas que dedicaba cada día a tal menester. Casi siempre entre las doce y las dos, pues nunca se acostaba antes de las cinco de la mañana y, lógicamente, no madrugaba. Por cada unidad vendida ganaba cien duros, lo que le suponía obtener a diario entre diez y quince mil pesetas limpias.

Con la pequeña fortuna que suponía entonces una renta de ese calibre, comía y cenaba en los mejores restaurantes, salía todas las noches y pagaba el oneroso alquiler de una preciosa y amplia habitación doble, en la recoleta Plaza de la Pescadería Vieja.

Nunca le dio mayor importancia a ese dinero fácil y tampoco tenía reparo en gastarlo generosamente con quien le apeteciese compartir el día, hasta el punto de terminar cada noche con los bolsillos del revés y desayunar cada mañana al fiado en el restaurante O Cabalo Branco. Luego, a la hora del vermut, regresaba y pagaba religiosamente con las abundantes ganancias obtenidas gracias al inagotable filón de canciones como Clavelitos, Fonseca o Noche de Ronda, y a su sobresaliente facilidad para convencer a los incautos turistas recién bajados del autobús de que se llevaban el más excelso suvenir y el mejor de los regalos para sus amistades.

Su simpatía y afabilidad eran fulminantes: se dejaba fotografiar con quien se lo pidiera o ejercía de improvisado fotógrafo de grupos y parejas a los que ofrecía “desinteresadamente” su capa de tuno como attrezzo y les ordenaba pronunciar salami, antes de inmortalizarlos contra el fondo de la catedral; contaba chistes en varios idiomas y, además de hablar correctamente en inglés, conocía un amplio ramillete de frases hilarantes en cuatro o cinco lenguas, que siempre le funcionaban; informaba sobre los sitios donde comer o divertirse y hasta, llegado el caso, impartía una lección magistral a quien mostraba interés por conocer los pormenores artísticos de la fachada de la Catedral, el Pórtico de la Gloria, el Hostal de los Reyes Católicos o cualquiera de las otras innumerables maravillas de las que está repleto el casco histórico.

Pero la debilidad de Bernardino siempre fueron las mujeres. Y uno de los motivos por los que, además del dinero, acudía a diario a la Plaza del Obradoiro, era precisamente ése. Desde tan privilegiado lugar, al que entonces llegaban a diario decenas de autobuses cargados de turistas, solía dejar para otros vendedores aquellos que transportaban jubilados o venían rotulados con nombres de asociaciones religiosas. En cambio, era el primero en divisar los autocares repletos de jovencitas en viajes de fin de curso. Seleccionaba de un vistazo las que eran de su gusto y se marchaba directo hacia ellas. Y además de dársele bien el negocio de las ventas, sabía perfectamente que, por lo general, la mayoría de ellas se protegen, en un lugar al que acaban de llegar, con un escudo de desconfianza. Por eso casi nunca las invitaba directamente: la sutileza consistía en recomendarles los mejores lugares para comer, cenar o tomar copas. Lugares por los que él mismo se dejaba caer en el momento oportuno, sabiendo aprovechar convenientemente las soledades de quienes no conocían a nadie más en la ciudad. La mayor parte de las veces, al verle de nuevo, ya vestido de paisano, se le acercaban para preguntarle cualquier cosa casi nunca daba Bernardino el primer paso. A lo sumo, si al entrar en un local no le reconocían de inmediato, saludaba alegremente a la inocente víctima que había escogido, para llamar su atención: el resto, para él, era coser y cantar.

Aquel fin de semana pasó con rapidez y Bernardino, al ver que regresaba a casa, me propuso quedarme unos días más, integrarme en el lucrativo negocio discográfico como vendedor y compartir con él gastos y fiestas en una ciudad que, pese a tener la habitual población universitaria de veraneo, estaba en cambio plagada de turistas, de peregrinos y de estudiantes extranjeros matriculados en cursos de verano.

No tenía nada mejor que hacer en Ferrol y la oferta me pareció interesante, así que, tras ponerme de vendedor a prueba durante un par de días, comprobé con satisfacción que no se me daba del todo mal, aunque no tan bien como a Bernardino. Y como consecuencia, mi estancia en Santiago acabaría por prolongarse el resto del mes.

Para alguien con mis pocos años y recursos, aquella clase de vida en que la libertad se aderezaba con abundante dinero fresco ¾que sumando las ganancias de ambos era una cifra de ensueño—, nos hacía posible satisfacer de inmediato cualquier capricho o necesidad: desde la más inmediata, como por ejemplo surtirme de ropa, puesto que había llegado a Santiago prácticamente con lo puesto, hasta pasar una noche, bien acompañados, en una suite del Hostal de los Reyes Católicos, o escaparnos los fines de semana a Combarro, A Toxa, Pontevedra, Sanxenxo o las Islas Cíes.

Aquel mes de agosto ocuparía ya para siempre un lugar especial entre los mejores momentos de nuestras vidas y estoy seguro de que su recuerdo, alzhéimer mediante, permanecerá imborrable en nuestras memorias.

Bernardino, por lo demás, había pasado el mes de julio bastante solo. Con la mayoría de sus amigos de vacaciones, buscaba compañía entre los forasteros que le caían simpáticos, y que formaban a su alrededor un grupo variopinto. A mi llegada a Santiago la troupe estaba compuesta por una suiza, un americano, un inglés, un alemán y un indio. Y ese mismo primer fin de semana acabarían por sumarse dos belgas que habían cruzado media Europa en bicicleta.

     Durante los cinco o seis años siguientes nuestros reencuentros fueron puntuales y espaciados. Y como si el tiempo no hubiera pasado mientras tanto, pese a que ni nos telefoneábamos ni tampoco manteníamos correspondencia, nada más vernos, recuperábamos de inmediato el espíritu y el estilo de vida de aquel agosto de 1984. Creo que nunca, durante mis regresos vacacionales a Galicia, dejé de acudir a aquella cita no fijada. Sabía bien dónde encontrar a Bernardino, por mucho que cambiase de alojamiento: en la plaza del Obradoiro entre las doce y las dos o en cualquiera de los bares que solía frecuentar.

Más tarde, en 1991, una vez concluí los estudios y la mili, dejé definitivamente Barcelona y regresé a casa. Enseguida me instalé en Santiago, donde conseguí trabajo en un periódico. Volvimos, lógicamente, a coincidir, porque Bernardino, que había terminado sus estudios un año antes que yo, se había fundido completamente con el paisaje de una ciudad que ya nunca dejaría, a pesar de que en aquel momento sobrevivía a duras penas con el exiguo sueldo de eventual profesor de academia.

Durante el año que pasé en Compostela nos vimos prácticamente a diario. Compartimos las barras de casi todos los bares de la ciudad vieja y, la mayoría de las noches, acabábamos cerrando "A Casa das Crechas", nuestro lugar favorito antes de irnos a dormir o de decidir continuar la juerga en cualquier antro de la parte nueva de la ciudad. Éramos prácticamente inseparables y en todo momento, cada uno de nosotros, sabía lo que hacía el otro. 

Por cuestiones de trabajo o por puro azar, dejé Santiago y volví a Ferrol, mi lugar de nacimiento y también el de Bernardino, aunque ni a mí ni a él nuestra propia urbe nos despertó nunca la atracción que, por el contrario, nos sigue provocando la capital de Galicia.

Desde finales de 1991 hasta hoy, sólo recuerdo haber vuelto a ver a Bernardino en tres o cuatro ocasiones. Todas en la calle y casi sin tiempo para hablar de nada; prometiéndonos siempre que quedaríamos un día para montar una jarana que las obligaciones, la distancia e incluso la dejadez mutua, impidieron que llegara a ser.

Sí llegó a contarme, someramente, que había montado una empresa dedicada al turismo tras pasar algunos años sin ocupación fija, realizando trabajos esporádicos de profesor, guía turístico o colaborando como coautor en varios libros de investigación histórica.

Tuvo también una curiosa etapa en la que vivió como pintor hiperrealista. Realizó incluso varias exposiciones que yo no llegué a ver por no haberme enterado a tiempo, aunque sí vi unos cuantos acrílicos que vendió a amigos comunes y que, al parecer, le permitieron mantener la vida bohemia durante un tiempo. Algunos no estaban mal del todo: parecían collages fotográficos sobre fondos siempre negros. Pero, a mi modesto entender, y a pesar de su depurada técnica como dibujante, le faltaba esa chispa de genialidad en la inspiración, que se reflejaba en una deficiente composición. Creo, además, que él siempre lo supo y que precisamente eso, sumado a la falta de la necesaria vocación por la pintura, fueron los motivos que le llevaron a abandonar definitivamente la paleta y los pinceles, y emprender una rentable carrera de empresario de negocio turístico.

          Una mañana de diciembre de 1999 recibí por transporte urgente un paquete con una carta pegada en su exterior. La sorpresa fue total. Sobre todo porque el envío procedía de una pensión de Salamanca y en el remite figuraba un tal Emilio Cifuentes. Pero la impresión fue aún mayor al ver el contenido de aquella caja y luego, al leer la carta que reproduzco a continuación.





Salamanca, 3 de diciembre de 1999

Querido Paco:
           
                                    Sé que te has llevado la gran sorpresa al recibir esto. Pero antes de que abras la caja, —si no lo has hecho ya—, y te sorprendas aún más, lo único que te pido es que guardes con el mayor de los cuidados y en lugar bien seguro todo su contenido. Cuando veas de que se trata lo comprenderás. Me pondré en contacto contigo para decirte que es lo que tienes que hacer con este material.
                                    Por el momento, me veo obligado a desaparecer. No te lo puedo explicar en estas líneas, pero cuando tengas tiempo, escuches las cintas que te envío y leas los documentos, seguro que llegarás a entenderlo. También es posible que no nos volvamos a ver, aunque no te preocupes, porque estaré bien.
 Te lo envío a ti porque eres la única persona en quien puedo confiar que no está relacionada directamente conmigo. Es decir, que estoy seguro de que nadie nos relacionará después de tantos años. Y no tuerzas ahora el morro porque sabes bien que, a pesar de la distancia, ni me he olvidado de nada, ni nunca has dejado de ser el mejor de mis amigos. Pero no sabes qué bien me viene ahora que las cosas entre nosotros hayan sido así.
            No te puedo explicar más: el resto, lo tienes ahí. Sólo hazme el favor de hacer lo que te digo y mantener total discreción sobre todo esto. ¡Es muy importante!
Ya te llamaré.

Bernardino Braña.
P.D. Por favor, destruye esta carta o ponla en lugar bien seguro.





Sé que se puede pensar que soy un poco pirata. Que nunca debí haber decidido transcribir y hacer público el contenido de las cintas y los documentos de Bernardino. Y menos componer con ellos este libro que, visto desde fuera, podría incluso parecer una especie de novela rara. Pero él mismo me autorizó verbalmente, como así consta en varias de sus cintas, a ordenar los materiales a mi gusto y a hacer con ellos lo que crea conveniente.

Además, cuando comencé a leer y escuchar todo lo que me había enviado, me di cuenta enseguida de que su historia era lo más alucinante que pudiera imaginar fuese a sucederle, y que ninguna ficción que yo pudiese concebir superaría la realidad de este relato. Incluso sentí la mayor de las envidias por no estar en su pellejo; por no ser más que un mero espectador, eso sí, el primero, pero que no por eso deja de vivir el espectáculo en diferido y desde el patio de butacas.

Tras estas inocentes excusas, no sé si del todo necesarias, ya que, a lo hecho, pecho, debo decir que a la hora de confeccionar el relato de su historia he preferido colocar, antes que nada, la transcripción de la primera grabación que hizo Bernardino porque, después de haberla leído, me justificaréis y convendréis conmigo en que era una tentación irresistible. De ese modo, respetaba también el orden numérico de las casetes que tengo en mi poder aunque Bernardino no comience exactamente por el estricto principio cronológico de los hechos, y, por otra parte, así fue también como yo me introduje en su sorprendente aventura.

Con el objetivo de ser desde el principio lo más respetuoso posible, quiero y debo dar al César lo que es del César. Por ello, identifico la procedencia de todos los documentos y de las voces que he incorporado al texto, con la única particularidad de diferenciar cada voz con una fuente distinta de letra que, metafóricamente, quiere representar el timbre particular de cada quien.

En el proceso, he cambiado todas aquellas cosas, nombres y lugares que pudieran perjudicar a mi amigo de algún modo, aunque sin adulterar los datos de situación esenciales.
Mi aportación a este libro, al margen de esta nota explicativa, es meramente periodística y, por ello, he contrastado la historia que Bernardino refiere con la mayor parte de las personas que él cita y también he visitado la mayoría de los lugares que menciona.

En algunos casos de nombres de personas, me vi en la obligación de sustituirlos, porque, al ser consultados sus reales “propietarios”, declinaron mi invitación a figurar de modo explícito. Aunque, en todos los casos, me facilitaron valiosos datos, que me fueron muy útiles.

Por el contrario, otros muchos no tuvieron inconveniente en que su nombre real aparezca y, por ello quiero, a unos y a otros, expresar con estas líneas mi agradecimiento por su gentileza y colaboración. No obstante, con el fin de evitar algunas previsibles consecuencias que pudieran derivarse de la edición de este texto, debo decir que he sustituido el nombre real de mi amigo por el de Bernardino Braña y también he hecho otro tanto con el supuesto nombre de Luis Uría.

El resto de los datos contenidos en los documentos escritos están recogidos fielmente y las cintas magnetofónicas fueron transcritas de modo casi textual, a excepción de las inevitables adaptaciones que conlleva toda transcripción, dada la diferente naturaleza del texto escrito.

Por citar algún ejemplo diré que, en muchos momentos, Bernardino no llega a completar las frases o da por supuestos muchos antecedentes que no aparecen en las cintas y que, en consecuencia, vuelven su discurso un tanto incompresible; en otros, pierde el hilo, hace continuas digresiones o se detiene en prolijos detalles sobre asuntos baladíes y, en cambio, despacha en cuatro palabras hechos de mucha mayor enjundia. En todos esos casos he completado alguna frase o redondeado alguna idea, pero manteniendo siempre un espíritu de máxima fidelidad a sus palabras y tratando de conservar lo más exactamente posible su modo peculiar de expresión.

Para ser del todo sincero diré que he cambiado por un sinónimo aquellas palabras idénticas demasiado cercanas, algunas cacofonías e incluso expresiones muy locales y frases enrevesadas.

También he traducido al castellano todas aquellas voces que en las cintas estaban en gallego y que Bernardino reproduce en esa lengua, aunque él, en el resto de la narración, se exprese en castellano. Me he permitido, eso sí, conservar palabras, expresiones y construcciones sintácticas procedentes del gallego, en su estado original, por considerar que, de ese modo, aportaban mayor expresividad.

Debo confesar también que algunos fragmentos de las grabaciones han sido suprimidos de la redacción final. Bien porque, en algunas ocasiones, Bernardino da la sensación de tener algunas copas de más, lo que le lleva a introducir asuntos que nada tienen que ver con la historia principal, por lo consideré que su inclusión no aportaba nada y en otros, porque refiere detalles personales que he creído conveniente que continúen perteneciendo al ámbito de lo privado. Tanto en esos casos en que he suprimido parte de lo grabado, como en las pausas que Bernardino hace, retomando luego el relato, he colocado, a modo de separador, una línea de cinco asteriscos.

Finalmente, añadiré aquí, brevemente, algunos datos biográficos sobre Bernardino, que obviamente él no menciona en las cintas, pero que ayudarán a completar su perfil y antecedentes, y que confío sirvan para hacer más fácilmente comprensible el resto de su historia:

Nació, al igual que yo, en el Santo Hospital de Caridad de Ferrol, sólo que un año antes: en 1963. A los ocho años de edad se trasladó junto con sus padres a Betanzos, donde cursó la última parte de los estudios primarios y el bachillerato, antes de marcharse definitivamente a Santiago para matricularse en la Facultad de Historia.

Su padre había sido propietario de una conocida ferretería de Ferrol, hasta que las cosas se torcieron y el negocio se fue a pique. Enfadado con su lugar de origen, decidió establecerse en la Ciudad de los Caballeros, donde, con mucho esfuerzo, puso en marcha un nuevo negocio ferretero enfocado principalmente al sector agrícola y ganadero que, cuando yo conocí a Bernardino, tampoco les marchaba muy bien. Habían adquirido una casa antigua y en no muy buen estado, pero con excelentes vistas al río Mandeo desde el interior de las murallas de la ciudad y en la parte más alta de la empinada ladera que marca la fisonomía peculiar de la villa.

Cuando conocí a Bernardino, además de sus ojos azules y de una mirada viva y penetrante, lo que más llamaba la atención en él era su planta, que le hacía bastante atractivo a los ojos de las mujeres y supongo que también de algunos hombres. Se apreciaba de inmediato que, pese a estar muy delgado, era de constitución fuerte y aunque, por su aspecto pudiera parecerlo, no creo que nunca hubiese ido a un gimnasio: no le conocí afición alguna por la práctica del deporte ¾como espectador, odiaba el fútbol y sólo muy de vez en cuando se deja caer delante del televisor para ver algún partido importante de baloncesto¾. La última vez que le vi, aunque continuaba delgado, le noté más ancho, pero, de todos modos, con excelente aspecto. Y de no saber su edad no le calcularía más allá de la treintena.

Bernardino es más alto que yo: no creo que llegue al metro ochenta, tal vez un metro setenta y cinco. ¿Y qué más? Pues un pelo trigueño y ondulado, que delata que de niño fue completamente rubio, y en el que ahora, por sus sienes, comienzan a asomarle las primeras canas; una piel clara, que en su rostro se oscurece por la densa barba; unas singulares manos de largos y gruesos dedos; y, en el apartado de señas particulares, un peculiar lunar en el cuello, cerca de la nuca, con forma de media luna.

Siempre he admirado la inteligencia y siempre me ha gustado rodearme de quienes considero la poseen: sobre todo, cuando sus principales síntomas son la velocidad de pensamiento, el discurso atropellado, la chispa, las ideas geniales y el humor ocurrente e instantáneo. Bernardino es uno de ellos. Podría decir, sin duda, que resulta brillante.

Además, su agudo sentido del humor, perfilado por una fina ironía galaica y su instinto innato de la juerga, lo convierten en una de las personas a las que elegiría sin dudarlo para animar cualquier reunión de amigos. Pero no por esa inclinación suya hacia la fiesta hace ascos a una conversación interesante. Al contrario, podría considerársele un magnífico conversador y un experto en las materias que domina. Curiosamente, la Historia Antigua nunca le atrajo demasiado, sino que su especialidad es la Contemporánea, campo en el que ha llevado a cabo desde sesudos trabajos de investigación que se han publicado en revistas especializadas, hasta colaboraciones en libros realizados junto con otros autores.

Es también un agudo y asiduo lector que disfruta especialmente de la poesía, de la que se considera un gran entendido, aunque nunca en su vida le diese por intentar hilar un sólo verso. Debo reconocer que, en este aspecto, el hecho de que no le gustasen los versos que yo escribo, que siempre consideró "utilitaristas", "hechos para ligar" y otras lindezas por el estilo, me hacen no respetarle como crítico, porque, de lo contrario, no volvería a escribir un sólo poema y en cambio, le contradigo constantemente.


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