Desde hoy, iré colgando aquí la novela por capítulos, además de otro contenido. En el post de hoy, el primer capítulo:
UNO
TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 1.
Comienzo hoy, lunes 25 de octubre, cuando son exactamente las 5:42 de la mañana, a grabar estas palabras. Aún no han pasado cinco horas desde que el juez de guardia autorizó el levantamiento del cadáver de Luis Uría. Apareció muerto entre dos rocas afiladas, justo al pie de un acantilado a las afueras de Ferrol. Su cuerpo estaba a escasos metros de una especie de marco de piedra: un pequeño monolito de blanquísimo cuarzo, recién desenterrado y con unas extrañas incrustaciones de cristal de roca formando dos bandas equidistantes. La posible causa de la muerte, según las primeras apreciaciones de la Guardia Civil: suicidio. Aunque yo estoy seguro de que, aun pudiendo en principio ser así, luego hubo algo más. Luis Uría expiró poco después de la puesta de sol, en medio de un gran charco de sangre. Tenía una espada clavada en el estómago que le atravesaba por completo y, aunque no le llegó a rasgar la camisa por la espalda, tensaba con su punta la tela de cuadros blancos y azules. Había vomitado sangre por la boca y se había orinado en los pantalones. Esto último era lo que más confundía al sargento de la Guardia Civil: tres veces se preguntó qué podía haberle provocado un terror tan súbito como intenso. En cambio, su incontinencia, a mí me pareció normal, teniendo en cuenta su truculenta muerte y su larga agonía. Según el sargento, debió tardar al menos media hora en derramar su sangre por completo, hasta dejar su cuerpo inerme casi tan blanco como el cuarzo del marco. |
Nunca había visto la muerte dibujada en un rostro con tanta nitidez como en el suyo. Ni siquiera parecía ya una persona, sino que, cuando se lo llevaron, recordaba más a una rígida estatua, como sustraída de un dramático paso de Semana Santa: el rostro petrificado en una mueca de asombro y de dolor.
Yo fui quien le encontró. No sospechaba que Luis se me pudiera haber adelantado, ni mucho menos que pudiese conocer que aquel lugar era el lugar casi exacto. Pero me equivoqué.
*****
Estaba casi anocheciendo. Me detuve con el coche para fotografiar a fondo aquel tramo de costa. Quería aprovechar la última luz de la tarde: más que nada, para evitar volver al día siguiente. Iba caminando hacia el norte, a unos dos metros del agua, con el acantilado a mi derecha. La luz difusa era tan perfecta que casi me había hecho olvidar por qué estaba allí, dentro de una zona de propiedad militar, vallada y con prohibición expresa de acceso. Pero estaba completamente abandonada, desértica y sin ninguna clase de vigilancia.
No me fue difícil levantar la tela metálica, ya media desprendida y oxidada, adentrarme, y caminar ladera abajo en dirección a la costa. La belleza de aquel rincón, aumentada por el resplandor del atardecer, me habían hecho demorarme más de la cuenta, porque ya no buscaba algún indicio de anormalidad en la forma de alguna piedra, ni una posible entrada oculta en el borde del acantilado, sino conjuntos de cosas con cierta armonía. El paisaje estaba iluminado por un sol a punto de ahogarse bajo la línea de agua del horizonte, y sus rayos oblicuos, filtrados a través del velo de un ancho banco de niebla que avanzaba hacia la costa desde el mar, creaban una atmósfera de irrealidad. Las sombras eran largas, misteriosas y sugerentes. Los tonos de color, ya bastante saturados, invitaban a prolongar ligeramente el tiempo de exposición.
Caminaba con la cámara bien pegada a la cara, buscando el punto de vista idóneo desde el que poder capturar el mejor de los encuadres, cuando me pareció ver una silueta a contraluz que se movía cerca del acantilado. Pensé en una pareja y el morbo inicial me hizo afinar el enfoque al tiempo que, instintivamente, apreté el botón del disparador y me agazapé tras una roca. Me apresuré en cambiar el gran angular por un teleobjetivo, me levanté y volví apuntar al fondo. Estaba a más de treinta metros, pero, esta vez, al ver la imagen ampliada en el visor, le reconocí al instante. Me acerqué corriendo. ¡Todavía estaba vivo!
Al verme llegar trató de decir algo, pero el intento se quedó en un balbuceo ininteligible. Me arrodillé a su lado, empalidecido por la impresión: me daba perfecta cuenta de que se moría, que se desangraba. Uría procuraba, una y otra vez, que su voz, sin fuerza ya para sonar más alta que un susurro, no se ahogara en el río de sangre que no dejaba de manar de su boca. Inútilmente, porque lo máximo que pude llegar a entender fue que repetía dos cosas y que una de ellas era “no soy yo” o algo semejante. Pero con el brutal esfuerzo que le suponía echar al aire cada palabra, su cuerpo comenzaba a temblar, y en cada convulsión la sangre fluía a borbotones de su vientre y escapaba a través de las piedras, hacia el agua, como un pequeño río de lava brillante y caliente. Tuve miedo. Se moría. Y yo tenía que hacer algo. Pero lo único que se me ocurrió fue decirle que no hablase y que procurara no moverse. Estaba tan confuso que me costaba pensar con claridad.
Recordé que había dejado el teléfono móvil en el coche: eso significaba abandonar a Uría para intentar pedir ayuda. Era la única posibilidad. No podía hacer nada más. ¿Qué se puede hacer en estos casos? Ni siquiera tenía con qué cubrirlo, con qué impedir que perdiese el calor que se le desparramaba entre las ropas. Yo iba en mangas de camisa y ni mi cámara colgada del cuello, ni la bolsa al hombro me servían para nada en aquel momento. Le rogué que aguantara, que haría que viniese una ambulancia y, sin pensarlo más, me levanté, di media vuelta y me alejé corriendo por la empinada ladera en dirección al lugar en el que había aparcado.
Cuando llegué al coche estaba sin aliento y, al coger el teléfono, como no podía ser de otro modo cuando se juntan la fatalidad y la muerte, vi en la pantallita que hasta allí no alcanzaba la señal. No tuve más remedio que arrancar, recorrer casi un kilómetro para salir de la hondonada y recuperar así la cobertura. Según recordaba haber leído en las instrucciones del móvil, bastaba con pulsar la tecla del nueve para hacer una llamada directa a SOS Galicia.
Tras conseguir concretar el aviso comencé a dudar sobre la conveniencia de regresar o no. Lo más probable era que Uría muriese antes de que pudiera llegar una ambulancia. No podía hacer nada más. Dudaba. Pensaba egoístamente en mi situación, tal vez comprometedora. Pero había hecho esa llamada desde mi propio teléfono, con lo que era inútil tratar de ir a ninguna parte: el número había quedado inexorablemente registrado.
Mientras trataba de poner orden a mis ideas encendí un cigarrillo. Estaba muy excitado y, en cambio, como repentinamente invadido por una extraña lucidez que me aceleraba el discurrir del pensamiento.
Me había fijado que Uría llevaba puestos unos guantes de cuero amarillos, de esos que suelen llevarse en el maletero por si hay que cambiar una rueda. Imaginé que le habrían servido, en su intento de suicidio, para clavarse la espada en el estómago sin cortarse las manos. Resultaba obvio que se la había ensartado sujetándola por el filo, dado que era demasiado larga para que sus brazos alcanzasen a asirla por la empuñadura. Me recordaba exactamente una escena de no sé qué película, quizás Shogun, en la que un samurai ejecutaba la ceremonia ritual del hara-kiri, arrodillado y protegiendo sus palmas con un blanco pañuelo de seda. Pero, ¿por qué iba a querer Uría suicidarse? ¡Si lo tenía todo! Y parecía feliz. O casi.
No dejaba de preguntarme como había podido llegar hasta allí. No había visto el Mercedes plateado que había alquilado a su llegada a Compostela, en el mismo aeropuerto. Odiaba viajar en taxi y en cualquier otro vehículo que no condujera él mismo. Yo había ido a recogerle, pero él se negó a acompañarme. Todo lo más que me permitió fue ir delante, con mi coche, señalándole el camino hasta la Plaza del Obradoiro. Él, personalmente, se había reservado habitación en el Hostal de los Reyes Católicos. No se fiaba de nadie, no quería depender de nadie y odiaba la improvisación.
Tras apagar el pitillo decidí regresar. Lo menos que podía hacer era estar junto a él y no dejarle morir allí, solo, como un perro. Y quién sabe si lo que quería decirme: aquel “no soy yo”, pudiera ser un “no fui yo” y no fuese realmente un suicidio. Si todavía seguía vivo y consciente, aunque no pudiese hablar, al menos podría responder sí o no a una pregunta mía. ¿Por qué no se me había ocurrido antes?
Dejé el coche en el mismo sitio de la primera vez: cogí en el maletero una manta para él y una linterna y, en el asiento de atrás, una cazadora para mí. Comenzaba a hacer frío y era prácticamente de noche: la niebla había invadido la costa, avanzando al paso ligero de una brisa helada y húmeda, que se pegaba a la piel. Pasé bajo la tela metálica y comencé a descender por la ladera. A cada paso que daba la bruma se espesaba más y sentía como desde el vientre me subía por dentro, hacia la boca, un miedo cada vez mayor. No sé si más por el temor de encontrar a Luis muerto, que por volver a verlo agonizante.
Debía de estar a unos ocho o nueve metros cuando comencé a distinguir su silueta entre la oscuridad y la niebla: me pareció que se movía pero, al acercarme un poco más, mi cuerpo se estremeció de arriba a abajo, como si de repente hubiese recibido una descarga de tensión o un latigazo: tenía dos ratas encima, una directamente sobre su cara, tratando de hacerse con los trofeos de sus ojos y sus orejas. Reaccioné con un arrebato de coraje que me calentó la sangre de golpe: recogí un par de piedras del suelo, lancé una de ellas procurando evitar alcanzar a Luis y solté un grito histriónico que no consiguió ahuyentar del todo mi propio miedo, pero sirvió para que las ratas huyeran.
Me acerqué hasta un par de metros de donde estaba su cuerpo, sin atreverme a avanzar más. No se movía. Seguía en el mismo lugar, en esa postura semifetal, con el costado derecho apoyado sobre las rocas del suelo, la cabeza en dirección al mar y los pies hacia el acantilado. Sus manos sujetaban aún el filo de la espada con las manos. ¡Pero sin guantes! ¡No podía ser!
Encendí la linterna y barrí con ella los alrededores. Ni rastro de ellos. Si se los hubiese quitado él mismo tendrían que estar a su lado o, como mucho, a pocos pasos. Estaba seguro de que, en su situación, no hubiese tenido fuerzas siquiera para desprendérselos. Y mucho menos para lanzarlos hasta el agua.
Instintivamente, miré a todas partes, pero no vi a nadie. No me había cruzado con nadie ni a pie ni en coche. Ni tampoco era posible que alguien hubiese entrado o salido de la zona, al menos por aquella pista sin asfaltar que moría junto a la puerta de entrada. No creí probable una huida por mar: a nado o en un bote ¾aunque ahora pienso que no debí ser tan tajante descartando esa opción¾. De lo que no tenía duda era de que, fuera quien fuera el que se hubiese llevado los guantes, tenía que haber venido caminando un buen trecho. Y podía aún seguir allí mismo, quizás muy cerca.
Apagué de un golpe la linterna, por la sospecha de resultar un blanco demasiado fácil y busqué refugio en el hueco de una roca que había visto a mi derecha un momento antes. Agachado e inmóvil, con mi espalda pegada a la humedad de la piedra, permanecí un tiempo que no podría precisar, pero que me pareció una eternidad, invadido por un miedo paralizante y con el corazón y las sienes latiendo desesperados. Me notaba completamente tenso por el esfuerzo de mantener todos mis sentidos en estado de alerta y, al mismo tiempo, sabía que debía vencer la rigidez que me agarrotaba cada músculo: tenía que estar preparado para reaccionar ante cualquier imprevisto. Ni siquiera era del todo consciente de que mis únicas armas eran una absurda linterna y una vulgar piedra redonda del tamaño de un puño, que todavía llevaba firmemente apretada en mi mano derecha, por si volvían las ratas.
Pero no eran ya las ratas lo que me preocupaba. Presentía, cada vez con más fuerza, que había alguien más, observándolo todo. Casi diría que más que un presentimiento, era una certeza. Pero me resultaba imposible distinguir algo, por más que me esforzara. Había oscurecido casi completamente y la niebla parecía volverse más espesa y húmeda a cada segundo. Procuraba escuchar atentamente hasta el menor ruido, pero sólo percibía mis propios latidos creciendo en proporción geométrica y el rumor de un agua que rompía en diminutas olas, mientras subía la marea.
Cuanto más trataba de racionalizar y vencer mi inquietud, menos conseguía tranquilizarme: por una parte me resultaba lógico que, el responsable de la desaparición de los guantes, seguramente tampoco habría estado muy lejos de donde yo estaba en el primer momento en que encontré a Uría, aún vivo. ¿Y si no fuese exactamente un suicidio al estilo samurai, sino un asesinato? En ese caso, me decía a mí mismo: “Estás a salvo: si antes no te pasó nada, ¿por qué te iba a pasar ahora?”. Pero cabían también otras posibilidades, mucho más angustiosas e inciertas, que no podía concretar, ni razonar siquiera y, tal vez por eso, irracionalmente aterradoras.
Calculé que no habría tardado más de quince minutos en regresar desde que me fui para hacer la llamada de socorro. Y ya empezaba a lamentar la decisión altruista que me hizo volver. Lo único cierto era que, durante esos quince minutos, alguien había llegado junto al cuerpo y le había quitado los guantes: pero, ¿para qué?, ¿qué pretendía hacer con ellos?, ¿por qué se los llevó finalmente? Y, sobre todo, ¿qué hizo después? ¿Seguiría todavía allí, como yo presentía, o habría huido? Todas esas preguntas, sin respuesta, no dejaban de dar vueltas como un torbellino de mariposas alrededor de la bombilla de mi amedrentado pensamiento.
Por fin los faros de un coche pasaron sobre el acantilado, muy por encima de mi cabeza, y sólo entonces conseguí reaccionar, liberar parte de la tensión que me atenazaba los músculos, salir del ensimismamiento y darme cuenta de que hacía ya unos segundos que era perceptible el sonido aún lejano de una sirena. Aun así me parecía estar viviendo una ensoñación, una irrealidad, que no por serlo resultaba menos acongojante.
El ruido cada vez más cercano del vehículo me produjo una extraña sensación de seguridad. Fue la primera vez en mi vida que me alegré de la presencia de la Guardia Civil. De repente me vi corriendo ladera arriba, yéndome hacia ellos.
Al verme venir, tras pasar de nuevo bajo la tela metálica, el sargento se acercó con un paso que me pareció demasiado tranquilo y me preguntó si era yo quien había dado el aviso. Contesté que sí y entonces me informó de que la ambulancia estaba en camino. Les dije que seguramente no había nada que hacer, pero que lo comprobasen. La mirada del sargento tropezó con los letreros de la verja y se mostró bastante sorprendido. Volvió hacia el coche y comentó algo con su compañero. Imagino que le daría orden de comunicar el hecho a la Policía Naval e incluso a la Guardia Civil del Mar. Luego, acercándose a mí de nuevo, quiso saber por dónde había entrado. Le señalé el trozo levantado de la cerca.
¾Por allí.
¾¿Es usted militar?
¾No.
¾¿Y el otro? ¾inquirió refiriéndose a Uría.
¾Tampoco.
Me miró, entre interrogante e incrédulo, pero evitó añadir nada más. Pasó en cuclillas bajo la verja, poniendo cuidado de no mancharse, y se vino conmigo ladera abajo, hacia el pie del acantilado, mientras que el cabo permanecía dentro del coche, hablando por la radio.
Al llegar junto al cuerpo de Uría encendí la linterna y le apunté. El sargento, al verle, con el vientre atravesado, exclamó: “¡Madre de Dios!” Y no sé si a conciencia o por causa de la impresión, se santiguó dos veces seguidas. Después, aproximándose al cuerpo e, inclinándose, le tomó el pulso en el cuello: obviamente, estaba muerto. Completamente desangrado y escurrido.
*****
¿Sorprendido? Seguro que lo que menos esperabas de mí era verme involucrado en un asesinato, aunque no tenga en él más responsabilidad que la del azar de haber sido, a excepción del asesino, el último en ver a Luis vivo y el primero en verle muerto, sin haberle visto morir.
Pero tampoco es sólo que pasara por allí, sin más, porque es evidente que sí tengo que ver. De alguna manera, fui el instrumento desencadenante de todos los hechos de los que quiero dejar constancia en estas cintas y que, seguro, te sorprenderán todavía más.
He estado escuchando todo lo anterior y creo que me he lanzado a contarte cosas de las que careces de antecedentes. Pero quería, en primer lugar, echar afuera y dejar bien grabados los detalles importantes relacionados con la muerte de Uría, antes de que se me difuminen los recuerdos.
Y si tú estás sorprendido, yo estoy todavía medio perdido entre lo real y lo irreal. Y absolutamente consternado. Noto también una extraña euforia, casi hiperactividad, fruto de la convergencia simultánea de muchas emociones y mucho nerviosismo.
He decidido grabar en estas cintas todas las cosas que recuerde y se me vayan ocurriendo. No lo hago por el juez, porque me da la impresión de que le importa tres pimientos este caso. Lo hago porque tengo miedo de que me ocurra algo y nadie llegue a saber nunca lo que en realidad pasó. Y quizás también por mi temor de que todo pueda ser verdad, ser mentira, o las dos cosas a la vez. Y no sabría decirte cuál de las tres posibilidades me inquieta más.
Sea cual sea, de lo que sí estoy seguro es de que tú eres la persona adecuada para ayudarme: por tu condición de escritor, además de amigo. En su momento, si algo me sucediese, sabrías y podrías contarlo. Y, por el contrario, si todo pasa conforme a mis esperanzas, tendrás entre manos la más fantástica de las aventuras, pero, eso sí, absolutamente real. En cualquiera de los casos, de lo que estoy convencido, es de que no te servirá para publicarla en un periódico: además de ser una historia demasiado larga y un pelín enrevesada, lo más probable es que la mitad de los lectores no creyesen ni una sola palabra y, la otra mitad, te tomaran directamente por un loco. Aunque tal vez puedas utilizar todo este material de alguna otra manera, quizás más literaria, que te sirva a ti y me sirva también a mí. Ya veremos.
Pero ahora es preciso que gire hacia atrás el manubrio del tiempo y empiece a explicarte las cosas por el principio. Porque este asunto, como irás viendo, tiene bastante miga y creo que me va a llevar algunas casetes contártelo todo por lo menudo. Así que empezaré por decirte cómo empezó esta loca aventura, que llegó hasta mí de un modo impredecible, incluso bastante anodino y hasta inocente: una pequeña hebra de hilo que, con el tiempo, se fue enredando hasta convertirse en una densa madeja.
El principio, o mejor aún que el principio: el momento desencadenante de los hechos que te quiero contar, podemos fijarlo hace un par de semanas, cuando una periodista que creo no conoces, Elena Pernas, tuvo la feliz ocurrencia de hacerme una entrevista en relación con mi empresa. Al menos, eso creía yo.
Te estoy hablando exactamente del lunes 11 de octubre por la mañana, o sea, tres días después de conocer a Elena: nos habíamos levantado tarde y quería justificar su tardanza en la redacción con esa excusa. Pero no me hizo ninguna pregunta, ni siquiera en el coche mientras regresábamos a Santiago. Y ante mi extrañeza, me dijo que con lo que habíamos hablado tenía suficiente.
Yo ya sospechaba que a ella le interesaba muy poco mi agencia de turismo cultural. Así me lo había parecido al advertir una indisimulada mueca de asco, cuando, nada más conocernos, el viernes anterior, respondí a su curiosidad diciéndole a qué me dedicaba. Y aún peor le pareció que mi negocio estuviese enfocado al turismo de calidad, atraído mediante ofertas de rutas del románico, castreñas o prehistóricas, porque de inmediato me lanzó un dardo envenenado:
¾¿Con eso te refieres a que sólo te interesan clientes de las clases pudientes? ¾dijo remarcando con cierto retintín lo de “clases pudientes”.
A ella, tan auténtica que se creía, le interesaba más la “libertad” del viajero de mochila y camping, según me dijo a continuación, en un tono casi mitinero. Pero, en cambio, no le hizo ascos, sólo una hora después, a mi sugerencia de pasar el fin de semana, invitada por mí, en una casa de turismo rural bastante lujosa y cara, cerca de Puebla de Trives, saliendo sólo de la habitación para ir al baño, al restaurante o a beber crema de güisqui en el banco del fondo del jardín. No hicimos ni una sola excursión. Ni tan siquiera nos tomamos la “libertad” de abandonar el recinto de la finca de la casa, a pesar de habérselo sugerido yo en un par de ocasiones.
Imagino que, por su estilo, sus críticas no eran tanto el reflejo de una filosofía vital como de su circunstancia económica personal. Ya se sabe: la fábula del zorro y las uvas.
Su vida, fuera del trabajo en la redacción, se reducía a los bares ruidosos, las discotecas y los “afterhours”, que llamaba ella. Y por supuesto, al ligueteo sin compromiso, ya que afirmaba ser incapaz de aguantar a un mismo hombre después de los primeros días de vino y rosas y, mucho menos, cargar con él toda la vida. Y eso, en una mujer, es algo que los hombres como yo apreciamos sinceramente, aunque nos hagamos los ofendidos: porque no atentan contra nuestra libertad. Quizás tampoco nos lleguen a satisfacer plenamente. Creo que al no sentirnos amados, nos sentimos utilizados. Pero, bueno, estoy generalizando. Quiero decir que así me siento yo, tú no sé.
Además, no quiero criticar a Elena. A fin de cuentas no sé mucho de ella. No llegamos a conocernos lo suficiente. Se marchó a Palma de Mallorca sin más aviso que un mensaje en mi contestador dos días después de haber llegado a aquella isla. Debió ser la última vez que se acordó de mi número de teléfono. Y olvidó dejar el suyo y la nueva dirección. Ni siquiera dijo si marchaba para trabajar en algún periódico o qué. No es que me importase demasiado, salvo por esas arruguitas que me salen en el orgullo. Si bien, esto, como diría otra amiga mía, sólo sea una parte de mis ancestrales reminiscencias machistas. Así de rimbombante y freudiana que es ella.
Lo que trato de decir es que todo arrancó por aquella entrevista, que además no se publicó hasta el domingo siguiente, por no ser “de actualidad”. Exactamente ese fue el argumento que le dio su redactor jefe, quien, encima, por culpa del inoportuno retraso de Elena, se había visto obligado a cambiar los planes de aquel día y enviar a otro plumífero a la rueda de prensa que ella debería haber cubierto. Y por culpa de ese pequeño contratiempo había ido toda la mañana de culo. Incluso tuvo que salir, por primera vez en un mes, a un acto en el que presentaban un libro impresentable. Y para colmo, llovía y no tenía monedas para el aparcamiento, con lo que, además del cabreo, se trajo de vuelta a la redacción una bonita multa mojada, con las letras borrosas e ilegibles.
Por su parte, Elena, acabó por enseñarle su lado más histérico, cuando, a media tarde, el jefecillo se acordó de nuevo del cabreo mañanero y volvió a recriminarla, por tercera vez en el día, con la añadida pequeña variante de mal gusto, de ocurrírsele hacerlo delante de unos entrevistados. Elena, fuera de sí, lo abrasó con el lanzallamas de su mirada y le soltó una retahíla de improperios irreproducibles que, en buena lógica, sacaron de sus casillas al redactor jefe. Al final, se quedó muy aliviada, porque decía que ya no aguantaba más "al pretencioso ese". Y él se quedó aún más satisfecho, devolviendo un sólo golpe, pero con una precisión y saña tal, que envió a Elena directamente a la lona del paro. Me contó todo esto, como reprochándomelo, en una llamada agónica que me hizo aquella misma noche. Su último trabajo periodístico fue mi entrevista y cuando se publicó, el domingo 17, ya se había largado sin dejar rastro. Ni siquiera llegó a verla publicada. O al menos eso dejó dicho en aquel último mensaje en mi contestador.
Y por culpa de esa entrevista, que no me habría de traer más que disgustos, yo, entre otras cosas, había estado una semana entera aguantando a todo el mundo el chistecito de "vaya investigador que estás hecho" u "hombre, nada menos que Sherlock Holmes", en cuanto algún graciosillo me veía aparecer.
No obstante, debo entonar el mea culpa. Una, por haber creído que el asunto iba por otro lado y le estaba haciendo un favor. Y otra, por haberle contado algunas cosas sobre un poema escrito en gallego medieval que un amigo me había dado, con el fin de que tratara de determinar su autenticidad y averiguar su origen. El tal poema narraba la historia de un rey que ocultó en una cueva un fabuloso tesoro, encargando su custodia a una mujer. O mejor aún, a una de esas deidades femeninas, a caballo entre el mundo real y la fantasía, que bien podría corresponderse con una de esas mouras, protagonistas de la mayor parte de las leyendas de origen celta que hay en Galicia, aunque en el texto no se cita por ese nombre.
Y esto se lo conté a Elena la noche que nos conocimos, antes de invitarla a escaparnos de la ciudad y mientras ella se fumaba otro de esos porros que tanto le gustaban y que a mí me llenan el pecho, me hacen toser y me dejan ko media hora. Pero aquel, además, me había henchido de verborrea y, si cabe, había cargado un poco las tintas. Aunque quizás no fuese toda la culpa del porro, sino más bien de mi estupidez, que me hizo creer que ése era el mejor modo de impresionarla.
Y ella no se cortó en titular la entrevista parafraseando a Steven Spielgberg. Nada menos que "En busca del tesoro de un dios celta". Y encima, me trazó un perfil por el que se colegía que yo debía de ser una mezcolanza de Indiana Jones, Sherlock Holmes y Jacques Cousteau. Incluso llegó a atreverse a escribir que había hecho un "insidioso trabajo de campo en el que no faltaron la excavación arqueológica ni el estudio de los fondos marinos costeros, donde se supone tenía su límite el poblado primitivo del castro que esconde una estatua de oro, a tamaño natural, de un desconocido dios celta, llamado Uriel".
Algo totalmente impreciso, como suele ser habitual en todos los casos en que uno se deja engatusar por gente de vuestra ralea. Porque, en primer lugar, no había nada de ningún dios, sino un rey. Y yo no había estado nunca, ni recuerdo habérselo dicho, en ningún supuesto lugar de la costa. ¡Si ni siquiera tenía la menor idea de su posible localización! Tampoco había hecho ningún insidioso trabajo de campo, ni excavación arqueológica. Y mucho menos, ninguna clase de estudio sobre fondos marinos. Sólo sugerí que, llegado el caso, tal vez fuera necesario. Así que, si yo había exagerado un poco, ella lo multiplicó por tres. Y además, todo eso, nada tenía que ver con el negocio del turismo, ni en mi empresa se hacían investigaciones de documentos antiguos, como así parecía desprenderse de aquella infame entrevista.
En realidad, sólo sabía lo que decía el poema y, si acaso, un par de cosas más en relación al pergamino que lo contenía, tras haber consultado con un arqueólogo que estudió conmigo.
Pero, lo peor de todo. era lo mal que iba a quedar con mi amigo Ramón Escadas, que fue quien me dejó el documento, levantándole la liebre nada menos que en el papel prensa, con el agravante de hacer propaganda de mí mismo y de mi empresa, a su costa, y sin haberle resuelto prácticamente nada de lo que quería saber.
Mi cabreo fue tan monumental que, al día siguiente, el lunes a media mañana, agarré el teléfono y puse a pan pedir al redactor jefe de Cultura de El Correo: un tipo de envidiable cintura que fintó aquí, esquivó allá y, muy finamente, acabó descargando las culpas sobre Elena. Por la parte que a él le tocaba supo lavarse las manos mejor que Pilatos, eximiéndose limpiamente de toda responsabilidad y haciendo gala de ser un profesional digno de encomio o, al menos, recitando bien la teoría: “comprenda que, en cualquier diario, se debe mantener siempre el lógico respeto a la firma del autor”. Y como solución y conclusión: ninguna clase de desagravio, sino que simplemente, no se consuela quien no quiere, me suelta un reconfortante: “tranquilícese y deje ya de preocuparse. Le prometo que algo así no volverá a repetirse: de hecho, la persona que le ha hecho la entrevista, ya no va a trabajar más aquí”. Fantástico. Me dejaba muy, pero que muy tranquilo. El muy cabrón prometía sobre seguro y, tal como lo dijo, hasta pretendía hacer ver que el despido de Elena era para darme a mí satisfacción. Estuve a punto de decirle que sabía que desde el martes anterior ella ya no trabajaba en su diario. Pero, en fin, estaba convencido de que, de aquel tipo, nada iba a sacar. Así que, sencillamente, le colgué sin despedirme. Ya habría momento para la venganza.
Evidentemente, ahí no iba a acabar todo, sino que me tocaba comenzar a apencar con las inevitables consecuencias. Y la primera llegaba nada más dejar el teléfono: mi secretaria me pasa una llamada de la Dirección Xeral de Patrimonio Histórico y Documental de la Xunta de Galicia ¾y oído al parche, que esto es la pera¾: un funcionario, muy cabreado, sin darme siquiera los buenos días, ni preguntarme quién era, me escupe a bote pronto una hilarante pregunta nada más escucharme decir, “sí, dígame”:
¾Le conmino a que me responda con qué clase de permiso se ha atrevido usted a llevar a cabo una excavación arqueológica clandestina, contraviniendo la Ley de Patrimonio de Galicia y el Reglamento de Actividades Arqueológicas.
Como comprenderás, me quedé tan sorprendido que estuve a punto de preguntarle con quién quería hablar, porque yo era la señora de la limpieza. Pero, sin dejarme siquiera responder, me informó de que estaba dispuesto a empapelarme, porque tales hechos implicaban la comisión de “flagrante delito”. Y además iba a enviar, tanto a mi empresa como a mi domicilio, a una pareja de la Policía de Patrimonio, para que procediese a efectuar un registro e incautar cualquier objeto del que pudiera haberme apropiado, tras realizar la presunta excavación.
No puede evitar reírme a carcajadas, sin parar, durante al menos diez segundos, para, a continuación, y ante la perplejidad del individuo, decirle que el tesoro que había hallado se lo había regalado al redactor jefe de Cultura del periódico que publicó semejante gedeonada y que, por mí, podía enviarle hasta su mesa a la mismísima Guardia Civil. Como al sujeto no se le ocurrió otra cosa más que preguntarme si estaba de coña, no sé cómo, conseguí ponerme serio y contraatacar:
¾¿Pero cómo se atreve a telefonearme a mi despacho, sin conocerme de nada, sin decirme siquiera quién es usted, y dirigirse a mí, en semejante tono, para llamarme delincuente?
El funcionario, entonces, reculó: pidió disculpas, me dijo un nombre que ya no recuerdo y, antes de dejarle seguir, le grité algo así como:
¾ ¿Y es usted tan inocente como para tomarse en serio todas las parvadas que publican los periódicos o es que me cree tan estúpido como para, de haber hecho eso de que usted me acusa, darle publicidad a bombo y platillo? Y espere, espere, que aún le quiero decir algo más: si realmente piensa usted hacer un registro en mi casa y en mi empresa ¿por qué me amenaza con la policía?, ¿para que me dé tiempo a esconderlo todo?
Como ya no sabía si ofenderse o achantarse, me respondió a la gallega:
¾¿Qué me quiere usted decir con eso?
¾Pues está bien claro, o ¿es que es usted un poco durillo de oído o de entendederas?
Y el tipo
¾¿Me está usted reconociendo que tiene usted objetos y que los va a ocultar?
Y yo:
¾Las coge usted al vuelo. Veo que la ironía no es lo suyo.
Y así.
Una vez medio deshecho el entuerto, tras un buen rato de réplicas y contrarréplicas, explicaciones y más explicaciones, que al final decidí me convenía darle, y sin que el fulano quedase muy convencido: en conclusión, acordamos que yo me encargaría de que el periódico publicase un desmentido, y él, por su parte, le haría una llamadita semejante a la que yo acababa de sufrir, al jefecillo ese de Cultura. Que le reclamase la cinta o las notas de la entrevista ¾que nunca existieron ¾ o cualquier otra cosa que fuese menester o, sencillamente, se le ocurriese. El asunto era que ambos se diesen un poco la lata mutuamente y conseguir sacarme, mientras tanto, yo del medio.
Todavía no habían pasado ni diez minutos y, mientras continuaba mascando mi revancha del “pretencioso ese” y la forma de eludir el marrón que se me venía encima, sin decidirme a recurrir directamente al director del periódico, mi secretaria me trajo hasta la mesa dos curiosos faxes, remitidos por sendos historiadores que bien podrían encuadrarse en el grupo de los celtómanos: un hombre y una mujer, para más señas. El primero, desde Santiago, de un tal Fernando Alonso Romero y el segundo, desde A Coruña, de Blanca Fernández-Albalat. Se interesaban por conocer más datos acerca de la referida leyenda que, según decían, les había parecido muy sugestiva y novedosa. Les contesté a los dos con el mismo texto, para hacer cumplir como dios manda la ley del mínimo esfuerzo, aunque eso sí, en tono amable, agradeciendo su interés, pero yéndome por la tangente: primero, acusando al diario de no haber puesto ni un renglón al derecho, y segundo, como parecían buena gente, diciéndoles que no tendría inconveniente en ayudarles, y que, de hecho, me encantaría poder satisfacer su petición de acceder al texto original, que estaría encantado de poder hacerlo... en el caso de que el pergamino fuese mío. Pero como no lo era, y dado que se trataba de un documento de carácter privado, propiedad de una persona que no me había autorizado a facilitar su nombre: muchas gracias por su interés, lamento no poder ayudarle, en otra ocasión será y adiós muy buenas.
A continuación, tras decidirme a ir a por todas y a cumplir mi parte del acuerdo con el funcionario, escribí una carta, de muy señor mío, que envié por fax, directamente al director del rotativo. En ella, le contaba el triple atropello de que había sido objeto: por parte de su diario, de la periodista que firmaba tal engendro y, por supuesto, del redactor jefe, que no sólo no había atendido a razones, ni satisfacciones, sino que incluso me había mentido descaradamente. Y como el asunto se había puesto peliagudo para mí, ante las amenazas recibidas por parte de la administración autonómica: de no acceder a publicar de inmediato un desmentido, me vería obligado a interponer la pertinente denuncia. Atentamente, firma y tacha, y todo eso.
Poco después, llegaba mi secretaria, Isabel, con un nuevo fax. Pensé que sería de El Correo y que sí que se habían dado prisa. Pero no: se trataba de una carta, en inglés, firmada por un tal James Howard Cosgrove III, desde Long Island, New York. Y ésta sí que era delirante. Se había enterado, aunque no decía cómo, de que mi empresa estaba realizando una excavación para tratar de hallar, entre otras cosas, una estatua de oro de un dios celta, a tamaño natural. Hasta aquí, más de lo mismo, pero lo mejor era el segundo párrafo: estaba dispuesto a pagar más que nadie, superando cualquier otra oferta que yo pudiese tener, con tal de hacerse con semejante pieza, para su “private collection”, fíjate qué nivel. Añadía también que él mismo se haría cargo del transporte y de las inconveniencias y dificultades que pudiera suponer sacarla del país. Finalmente, confiaba en mi inteligencia y discreción, quedando a la espera de mi respuesta. En fin, que de repente me había hecho rico. O estaba casi a punto. Por eso, como nunca creí en las hadas y menos en las hadas que llaman a la puerta equivocada, ni siquiera me molesté en contestarle.
Iba a marcharme a casa cuando, cerca de la una, llegó al fin el fax del director de El Correo, que acusaba recibo de mi reclamación y me invitaba a entrevistarme con él en su despacho, cuando quisiera, previa cita concertada con su secretaria, para tratar de llegar a un acuerdo que “resulte lo más satisfactorio posible para ambas partes”: ¡sería chulo! Pretendía dirimir el litigio en su terreno, con la humillación previa de hacerme pasar por el filtro de su secretaria. Este me iba a oír. Pero no tenía mucho tiempo. Así que, sencillamente, redacté unas líneas: “Me ratifico en la petición realizada en mi anterior fax. Cualquier intento de llegar a otra clase de acuerdo que no pase por una rectificación por su parte, me obligará a llevar a cabo mi amenaza. Desmientan todo lo que no puedan probar que sea cierto”. Veríamos si ahora me volvía a largar lo de la secretaria. Le pedí a Isabel que lo enviase y me fui a casa.
Pero lo fundamental no pasó ese lunes, aunque el hilo de la historia de Elena y sus jocosas consecuencias, me hayan hecho saltarme un día entero, sino que el propio domingo, con la tinta del diario todavía fresca, faltaban aún por ocurrir dos hechos fundamentales. En primer lugar, la entrada en escena de Luis Uría: un hacendado mexicano que, desde su rancho de Monterrey, mira tú por donde, también leyó el dichoso periódico. Recibía El Correo con un día de retraso, pero a diario. Ese era el único elemento que le vinculaba con su origen gallego, además de algún partido de fútbol, preferentemente del Celta, que veía por televisión. Y a causa de su afición al fútbol, los domingos por la mañana y también los lunes, solía conectarse a esa plaga de fin de siglo, llamada Internet, para leer los comentarios de la prensa gallega en relación con el equipo de sus amores. Casualmente y, como quien no quiere la cosa, vio en el sumario de la web de El Correo el titular spielberiano de la puñetera entrevista, le llamó la atención y decidió leerla. Y gracias a que en el texto figuraba el nombre de mi empresa, consiguió fácilmente, gracias a una simple consulta a las páginas de Telefónica On-line, los números del teléfono y del fax. Raudo y veloz, desde su propio ordenador, redactó unas líneas en las que me contaba todo eso del fútbol, de los teléfonos, de Internet y algunas simplezas más, que me envió, logotipo de su rancho incluido, a través de su módem, a mi número de fax. Según el reporter, el papelito había entrado en mi oficina a las 14:27 horas del mismo domingo, mientras que yo me disponía a ponerme las botas delante de un centollo en el Restaurante Huertas, digamos, para celebrar mi insoportable éxito mediático y de paso sacarme de la boca el mal sabor que me había dejado semejante sarta de imprecisiones y exageraciones, esparcidas a los cuatro vientos por la susodicha periodista.
Tras la comida, decidí pasar un momento por la oficina para ver cómo le iba a mi secretaria con un grupo de japoneses que, en ese momento, deberían estar viendo una exposición xacobea en San Martín Pinario. Fue ella la que me entregó el fax de Luis Uría. Pero lo más curioso, al margen de las demás cosas ya enumeradas, y que hablan por sí mismas, fue que él afirmaba tener en propiedad un poema semejante al que yo, supuestamente, estaba investigando.
Como quiera que entre eso y la realidad mediaba un ancho trecho, no pude hacer menos que reírme, sobre todo porque el mexicano me decía que, ya que mi empresa se dedicaba a hacer ese tipo de indagaciones, tal vez pudiésemos ocuparnos de desentrañar los arcanos de su poema. Entre mis ganas por desenredar el entuerto y un pinchazo de curiosidad repentina, me animé a contestarle en ese mismo momento, explicándole que aquella clase de investigaciones eran a título particular y al margen de la empresa pero, si me facilitaba una copia del texto, le comunicaría si me era posible asumir tal encargo.
En fin, que el asunto puso mi imaginación al límite, y esa misma tarde, en la siesta que me regalé en el sofá de mi despacho, me soñé descubridor de una estatua de oro de tres metros de alto, representando a un rey guerrero con una espada en la mano, idéntico al dibujo que salía en los paquetes de los cigarrillos Celtas cortos: ya ves, que poco original. Elena volvía al periódico porque yo le ofrecía la exclusiva del descubrimiento y, en una jugada maestra, seducía con ella al director y pasaba a ser redactora jefe, dando la vuelta a la tortilla y logrando echar al “pretencioso ese” a la puñetera calle. Al final, montábamos una casa de turismo rural y vivíamos felices, saliendo solo al baño, a comer y a emborracharnos en el banco del fondo del jardín. Más o menos.
Pero esta misma noche he descubierto que el cuerpo del rey de oro, con su flamante espada, se había revelado como el cuerpo de Luis Uría atravesado por ella y ni Elena había vuelto a dar señales de vida ni habría exclusiva espectacular en el periódico. Salvo, supongo que esta vez sí mañana, la reseña del suceso.
Si te soy sincero, y aunque sea duro decirlo, su muerte no sólo me deja indiferente en el sentido de que no me ha afectado nada a mi equilibrio emocional, sino aún más, y esto es lo fuerte: aunque no racionalmente, puesto que nunca le deseé ningún mal, algo en mí se satisfizo con su muerte. Y es algo que estoy notando ahora. Y es muy extraño. Y también muy cruel.
Tal vez tenga razón Ana, a pesar de todo... pero permíteme que esta historia te la cuente en otro momento, porque son más de las seis y media de la madrugada y el día ha sido muy largo, muy difícil, y estoy ya demasiado cansado. Además, veo ahora que la cinta está a punto de acabarse y no me siento con fuerzas para ponerme a grabar la otra cara. Y a ti te dará lo mismo, puesto que, cuando la escuches, ya estará completa y sólo tendrás que darle la vuelta. Chao.
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