jueves, 11 de agosto de 2011


HOY, CAPÍTULO 4 (PRIMERA PARTE) DE LA NOVELA "TODO ESTÁ ESCRITO" EN LA CUARTA ENTREGA.



CUATRO



 TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA
 CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 2


            Tras la ajetreada mañana del lunes, día 18, dejé la oficina a eso de la una y me marché a casa dispuesto a preparar una excitante comida para mi invitada. Me preocupaba un cuerno su interés por saber tanto acerca del poema de Ramón Escadas. Tan sólo planeaba crear el clima adecuado para que diese con sus huesos en mi cama. Pero mis pensamientos se cortaron de golpe cuando Carla, la secretaria de mi agencia, se presentó en mi puerta. Traía un nuevo fax, de Luis Uría. Le di las gracias y disculpé mi descortesía por no invitarla a entrar, alegando que tenía la comida al fuego y que esperaba invitados.
Creo que se quedó un poco decepcionada de que no lo leyese y lo dejase sobre la mesita del recibidor, sin hacerle mucho caso. Le picaba la curiosidad porque, seguramente, se había tomado la licencia de leerlo y quería saber más. Aunque, luego, llegué a pensar que su decepción viniese dada por mi falta de interés por ella. Y que, por eso, había venido a mi casa. Que lo del fax no era más que una excusa. Sobre todo porque cuando dijo que le caía de paso a no sé dónde y que pensó que podría ser importante, me sonó a falso. Pero yo no tenía ninguna gana de que nuestra relación pasase ni un centímetro más allá de lo meramente profesional.
 Además estaba casada. Y aunque sabía que su marido la tenía medio abandonada, con sus inacabables viajes, su desinterés evidente, su afición por las tabernas y por los putiferios, que ella seguramente desconocía: siempre pensé que si me dejaba liar por mi mala cabeza, la cosa no pasaría de un par de noches. Y al final perdería a una secretaria competente y me complicaría la vida en el trabajo.
No sé porque me enrollo contándote todo esto. Ya me conoces: soy muy aficionado a las digresiones, los paréntesis y los excesivos detalles. Pero iré al grano.
La paella empezaba a hacer chup-chup en el fuego, la mesa estaba puesta y presidida por una botella del mejor vino albariño de Cambados, una impresionante bandeja de afrodisíacas ostras y como guinda final, dos velas, que había estado dudando si prender o si resultaría un detalle demasiado hortera y evidente. Finalmente acabé encendiéndolas, ya ves. Todavía faltaban veinte minutos para que llegase Ana y yo tenía un aspecto estupendo con mi delantal a rayas azules. Mientras se iba haciendo el arroz, me serví un vermú blanco, fui a buscar el fax, y me senté tranquilamente, a beber y a leer: Uría me enviaba la transcripción del poema que yo le había pedido, junto con unas líneas en las que refería como había llegado hasta él.
Comencé por la lectura de los versos. Y en principio, no me hicieron demasiado efecto. En cambio, al leer la explicación que le acompañaba, casi caigo de la silla. Decía que el documento original lo había heredado de su padre y, éste, a su vez, del suyo, en una larga cadena que se perdía muchas generaciones atrás: exactamente lo mismo que me había dicho mi amigo Ramón Escadas del otro poema, el que yo tenía desde el principio. Y ese dato no había sido publicado en la entrevista de Elena. Ni tan siquiera el nombre de Ramón figuraba en parte alguna.
Volví a releer los versos: demasiadas coincidencias. Demasiadas para alguien como yo, que nunca he creído en ellas porque, inevitablemente, siempre me hacen aflorar una desconfianza irrefrenable.
El texto, aunque tenía razón Uría en encontrarle similitudes, no era el mismo que el de Ramón Escadas. La redacción, en este caso, era más oscura. Pero sí había unos cuantos y significativos parecidos, tanto en la leyenda en sí, que bien podía ser la misma, como en algunas palabras, ciertamente reveladoras, comunes en los dos.
 A pesar de que, en una primera lectura, llamaban bastante la atención estas similitudes, decidí no darles demasiado crédito, dado que el texto de Uría era una simple copia a ordenador, en lo que a cualquiera parecería, aún sin ser un experto, una transcripción bastante burda. Y me quedaba sin saber cuál era el soporte del documento y su grafía original, si es que realmente Luis Uría decía la verdad y había heredado un documento genuino.
Porque en el caso del poema de mi amigo Ramón, yo tenía en mi poder el pergamino y, de su autenticidad, no tenía ninguna duda. Había consultado la opinión de un arqueólogo, experto en paleografía, que estudió conmigo: Andrés Pena Graña, que entre otras cosas, tradujo todos los foros medievales del monasterio de Xuvia, y del que me podía fiar. Él me aseguró que se trataba de una transcripción certificada notarialmente, de un documento más antiguo aún: con toda certeza un texto en latín que fue traducido al gallego medieval en una fecha no anterior al año 1250.
 La causa de haber realizado esta nueva copia podía ser doble: de una parte, por el más que posible deterioro del documento a transcribir y, de otra, porque el latín —que realmente nunca se habló en Galicia, sino que, a lo sumo, se transformó en un castrapo de su época—, había quedado totalmente sustituido por el gallego también en los textos escritos, excepto en el ámbito de la Iglesia.
            Nada más llegar Ana, exquisitamente puntual, a las dos y media, ni un segundo más, le enseñé el fax de Uría. Pensé que se sorprendería, pero fue ella quien me sorprendió a mí al no mostrar ninguna señal de asombro: como si ya conociese el contenido incluso antes de leerlo. Sencillamente se limitó a echar un vistazo rápido y sólo masculló para sí misma algo así como:
            —Por fin las piezas comienzan a encajar.
             Le pregunté de qué piezas hablaba, pero me contestó con un enigmático:
         Nada, cosas mías e inmediatamente dijo que tenía mucha hambre. Yo no quise preguntarle más, la invité a pasar al comedor y a sentarse a la mesa. Las ostras estaban esperándonos.
         —¡Ostras! no sé si afirmó o exclamó y en seguida añadió:
         —¿Sabías que los romanos eran unos adictos a ellas?
         —Pues no, pero sí sabía que comían uvas y zancos de pollo, tumbados en un diván —dije, queriendo hacerme el gracioso.
Pues, aunque te lo tomes a broma, una de las primeras cosas que hicieron al llegar a Galicia fue la obvia: probar el marisco. Y las ostras de la ría Ferrol debieron resultarles algo especial, porque se hartaron de ellas y hasta construyeron una fábrica, donde las preparaban y envasaban en ánforas, para enviarlas directamente a los mercados de Roma.
             Ya en serio, le contesté que sí conocía la existencia de un depósito de conchas de ostra ('cuncheiro', en gallego) en un lugar llamado Lóngaras, del municipio de Narón y muy cerquita de los límites territoriales de Ferrol, que precisamente fue excavado por mi amigo el arqueólogo Andrés Pena. Entre esas conchas se encontraron restos de terra sigillata, una delicada cerámica de origen romano. Pero no sabía que las ostras se envasaran para enviarlas a Roma.
            —Los romanos aquí no inventaron nada. Antes de su llegada a Galicia ya existía un comercio mundial, y las ostras y otros muchos productos se exportaban a través de rutas que cubrían todo el territorio. Y no sólo me refiero al Mediterráneo, sino que desde Galicia se comerciaba con todo el mundo conocido, incluyendo el norte de Europa y las islas británicas, cuando a Roma le faltaban todavía siglos para ser fundada. Los fenicios, por ejemplo, venían en busca del oro y la plata con los que se les pagaban sus mercancías. Y se hicieron tan ricos, que hasta las anclas de sus barcos las fundieron en oro gallego.
             Dije que me parecía que ella sabía mucho más de Historia Antigua que yo, que no tenía réplica para eso porque carecía de datos, aunque sí que siempre había pensado que en Galicia, con comunicaciones muy difíciles y multitud de lugares inaccesibles, lo de incluirla dentro de un llamado comercio mundial me parecía una conclusión demasiado arriesgada.
Si lo de comercio mundial lo haces equivaler al concepto actual, desde luego que no. Pero sí lo era en el mundo conocido de entonces. Además lo que me extraña es que desconozcas que los historiadores y tú lo eres, denominen World Market System a un auténtico mercado común y global, que ya existía hace dos mil quinientos años y del que, por supuesto, Galicia era una parte fundamental.
            No quería iniciar una discusión académica ni de ninguna otra clase, así que sencillamente, decidí dejar de discutir, y asentí con un "pues ya ves" resignado, que creo subrayó, aún más, mi evidente ignorancia. Como pude, me disculpé para ir a apagar el fuego de la paella que, no es por nada, pero tenía un aspecto inmejorable y despedía un olor que abría el apetito. Le coloqué un paño encima y la dejé reposar. Mientras, nos ventilamos las ostras de la discordia, que más que afrodisíacas, estaban causando el efecto contrario.
            —¿Sabes que el otro día estuvimos toda la noche hablando y lo único que sé de ti es que te llamas Ana? —le solté de repente al regresar para romper el hilo de la conversación anterior y llevarla a donde me interesaba. Ella contestó que tampoco sabía nada de mí, a pesar de que en nuestro primer encuentro casi le había contado la película de mi vida al completo. Y añadió también que había estado dudando entre acudir a la cita o bien excusarse por teléfono. Le pregunté por qué optó por lo primero, y su respuesta fue decir que yo le parecía: “interesante y buena persona”.
Me debí quedar pensando, con cara de idiota, si se refería a que me había pasado la primera cita repasando mis exiguos conocimientos de Historia, para poder estar a la altura de su conversación y que, al final, la había dejado escapar, sin retenerla. Porque si no, ¿qué es eso de interesante y buena persona? Pero, vete a saber tú por qué, una parte de mí debió interpretar que, ya que al final había decidido venir y no llamar y decir:
¾Me pareces muy interesante y buena persona, pero no voy a ir, porque no eres mi tipo. Y me temo lo que puede pasar, porque te veo las intenciones.
Así que lo de interesante y buena persona debía significar otra cosa.
Fue desde ese momento que quise dejarle claro que la turbación que me producía su presencia me provocaba una incomprensible parálisis mental. A mí, que sabes bien que siempre me sobraron las palabras para entablar conversaciones y para saber llevarlas a mi terreno, sobre todo con las mujeres. Y creo que eso lo expresé estupendamente porque casi tartamudeo y, al final, sólo logré decir algo así como:
            —Gracias.
            Y luego, tal vez un segundo después y como tomando carrerilla, añadí:
            —Pues tú a mí me pareces interesantísima, sobre todo porque eres un total misterio para mí.
             Una lástima de frase. Y encima, Ana me había tomado la delantera y ahora era yo el que estaba otra vez respondiendo a sus preguntas y excusándola. Y sobre todo, más nervioso que un colegial.
          —Es cierto, tan sólo nos conocemos de unas pocas horas —dije, aderezando la tontería con una media sonrisa forzada que temí que desde fuera hubiese quedado tan horrible como para que aquella comida no llegase a los postres. Y entonces hubo un instante de silencio que ella llenó con una mirada examinadora que me hizo sentirme desnudo como nunca me había sentido.
             Salí reculando de nuevo con un:
            —Voy a buscar el arroz —antes de escapar pitando hacia la cocina. Era uno de esos momentos en que lo que necesitaba era o un whisky doble o un cabezazo contra la pared, para despabilar la tontera. Casi que había tartamudeado. O había tartamudeado. Me estaba dejando ganar por ella como un descerebrado. Y el caso es que moría de ganas por tenerla. Así que me conjuré para mantener las distancias que marcara, sin hacer el estúpido y comportarme con la mayor naturalidad posible.
            Al llegar con la paellera en la mano fue Ana la que volvió a cambiar el tercio de la conversación, al decirme.
            —¿Sabes qué estaba pensando? Que si hay dos poemas iguales tal vez pueda haber más, tres quizá, o cuatro... es posible...
            —¿No crees que eso es rizar mucho el rizo y que una coincidencia semejante es ya demasiado? ¾dije interrumpiéndola.
No me contestó directamente, sino que comenzó con una pregunta que estuve a punto de responder, pero que sólo era de tipo retórico:
            —¿Podrías precisar la fecha en que los poemas fueron escritos? Porque sabemos que están escritos en gallego medieval y posiblemente, tus datos sean correctos y la confección del documento se pueda situar en torno al año 1250. Pero no es menos cierto que se trata de una traducción de un texto en latín anterior, aunque ¿de qué época? —Iba a contestarle, pero ella hizo un gesto con la mano y continuó— Sí, ya sé que tu amigo el arqueólogo dedujo, o casi mejor, aventuró, que podría ser del siglo VII. Pero, aun dando por buena esta suposición, también es cierto que la leyenda a la que alude, con toda seguridad, se remonta a un tiempo muy anterior al de la llegada de los romanos. Y por eso, es lógico pensar que el texto latino recogió una historia procedente de la tradición oral, todavía muy viva entonces. ¿Entiendes ahora por qué digo que tal vez existan más versiones de esa misma leyenda?
            Parecía muy lógico y verosímil. Así que sólo dije:
            —Es posible que estés en lo cierto —tratando de ser conciliador y de evitar crear nuevos elementos de discusión, y luego, procurado echar el tema a un lado, añadí:
—Te veo muy interesada por esos poemas, pero si te soy sincero, a mí no me provocan ninguna clase de atracción, ni artística, ni intelectual. No soy demasiado aficionado a las leyendas ni a la Historia Antigua y, en este caso, aun cuando tuvieras razón, no sé qué valor pudieran tener esos poemas como documentos históricos y máxime cuando se refieren a una leyenda. Ni sé tampoco que importancia puede tener que existan dos versiones o veinte.
         No es eso. Me refiero a que la leyenda habla de un gran tesoro y de una estatua de oro. Y por el oro es por lo que matan y mueren los hombres. O, dicho de otra forma, por lo que los hombres han luchado y matado siempre. ¿O es que acaso piensas que el único interés que existe detrás de todo esto es el meramente intelectual? —dijo muy llena de razón.
            —Has hecho dos suposiciones —le contesté—. Y puede que estés en lo cierto. Aunque permíteme un par de objeciones: en Galicia hay miles de leyendas que hablan de oro y eso no significa que exista realmente. Y aún en el caso de que sí exista el lugar que menciona el poema y no haya sido encontrado ni violado por nadie en todos estos años, yo no sé si Luis Uría, que según creo tiene ya más de lo que necesita, ambiciona ese oro. Pero en el caso de mi amigo Ramón, estoy seguro de que te equivocas en sus verdaderos intereses. Y puede que los dos nos equivoquemos con Uría. Sea como sea, eso es algo de lo que podemos hablar después.
            —Yo no me refería ni a tu amigo Ramón Escadas, ni tampoco a Luis Uría.
            Estaba a la defensiva. Equivocándome. Y aún peor: siendo consciente de que mi subconsciente había iniciado una estúpida batalla de supremacías en la que estaba perdiendo en todos los terrenos.
            — ¿Entonces quién más? ¿Los dueños de los otros supuestos poemas?
        — ¿Quién sabe? Son ya demasiadas personas las que conocen la existencia del poema y la leyenda.
             Me daba la impresión de que lo que Ana insinuaba tal vez no estuviese demasiado descaminado. Y sus razonamientos parecían preñados de una seguridad que yo nunca tuve, aún por muy seguro que estuviese de lo que decía en un momento dado. Pero, sencillamente, nunca había enfocado las cosas de ese modo. Ni se me había ocurrido la posibilidad de la existencia real de un tesoro, ni que la historia de los poemas no fuese más que eso, una historia. Eso sí, tenía que reconocer que ya había recibido una propuesta de un coleccionista americano, ofreciéndome abundantes y sabrosos dólares libres de impuestos, dos faxes de relevantes historiadores interesados en ver el documento original, el poema por fax de un potentado mexicano… El brillo del oro, mirado así, parecía hacer despertar muchos ingenios.
Pero, por otra parte, había que ser muy retorcido para no confiar en que todo fuera como aparentaba ser. Porque yo, además, prefería que todo fuese, simplemente, como era en ese momento: Ana y yo, en mi apartamento, sin prisas. Y lo que de verdad me jorobaba era que sentía que ella no tenía intención alguna de discutir conmigo, ni de competir. Yo tampoco quería, pero, sorprendentemente, lo hacía. Menos mal que Ana, como comprendiendo mis tribulaciones y mi mirada interrogante, sencillamente sonrió y dijo:
            —No trato de convencerte de nada. Eres tú quien ha de convencerse de qué camino seguir para llegar hasta el fondo del misterio. Al fin y al cabo son clientes tuyos y te pagan por ello.
           —No exactamente. Ramón Escadas es amigo mío y no un cliente. En cualquier caso, yo no me dedico a hacer investigaciones históricas, sino al turismo, que es lo que me da de comer. Y respecto de Luis Uría, ahora que lo dices, ni siquiera he tenido tiempo de pensar en cobrarle.
             —Pues si quieres sacar algo de esto, será mejor que pongas un poco más de interés. Yo de ti, contestaría a Uría de inmediato y trataría de sonsacarle más detalles, antes de que él lo haga contigo.
            —Y tú: ¿qué esperas obtener? ¿También crees en ese oro?, —le dije, medio iluminado de repente por una mala premonición. Porque la pregunta no era retórica, sino sincera: ella había aparecido en mi vida también a causa de aquella entrevista, o mejor, a causa de la atracción que la leyenda ejercía en ella, igual que Luis Uría y todos los demás.
             —¿Realmente crees que lo que me preocupa a mí es el oro? —me dijo mirándome fijamente. Pero yo esquivé su ojos y tal vez imprudentemente añadí:
—Hace un momento parecía que sí —y Ana, con una especie de gesto a medio camino entre el enfado, la paciencia y la resignación, respiró fuerte y en un tono que pretendía sonar sincero y convincente dijo:
Lo que me preocupa, créeme, antes y ahora, de ese oro, es que significa muerte.
        —Déjame tocar madera. —sonreí, llevando la mano por debajo del mantel a la parte inferior de la mesa, intentando bromear para romper la tensión que se estaba creando, tanto por mi primer dardo envenenado como por el tono, demasiado irónico, de la frase que estaba a punto de decir:— ¿Es que eres pitonisa o te dedicas a echar las cartas en tus ratos libres?
            —No sé si lo que pasa es que te tomas todo esto a broma o es de mí de quien realmente te ríes —respondió ofendida, mientras yo me mordía la lengua por bocazas.
            No me quedó más remedio que recular:
           —Perdona, no trataba de ofenderte. Era sólo una broma. Pero es que me parece fuera de lugar. Mi impresión es que esta no es más que una de las miles de leyendas que hay en Galicia. Y además ahora no tengo la cabeza para pensar en ello.
            —Está bien, dejemos el tema. A ver ¿de qué quieres hablar?
             Consideré que ese era el momento de pasar al contraataque. Me daba una segunda oportunidad y no estaba dispuesto a desaprovecharla, ni a perder la ventaja de jugar en mi terreno y con mis armas.
          —Mira, aunque quizás sea demasiado pronto, necesito decirte lo que siento: desde que te vi no consigo sacarte ni un segundo de mi cabeza. Y todo lo demás, incluido todo este asunto de los poemas o el mismo trabajo, no consiguen centrarme. Y te aseguro que es la primera vez que me sucede.
            Hice un deliberado mutis, para observar el efecto que le causaban mis palabras. No mostraba ninguna clase de sorpresa, tan sólo una sonrisa que quise interpretar como cómplice, aunque quizás sólo significara que comprendía que mi perorata había sido sincera. Después, me miró fijamente y con un tono que a mí me sonó a gloria bendita, dijo:
            —Me gustaría decirte que llevo toda la vida esperando oír una declaración como la que tú acabas de hacerme pero, seguro que no me creerías —se me quedó mirando, bebió luego un sorbo del pálido vino dorado y añadió—. ¿Sabes?, contigo tengo la sensación de que hace mucho tiempo que nos conocemos, como si fueses un viejo amigo al que una se reencuentra al cabo de los años. Sí, ya sé que dicho así parece un tópico, pero créeme si te digo que es más real que una simple sensación.
            —Me gustaría creerte, y lo haría si fuera verdad lo que dices. Pero seguro que otros muchos se te habrán declarado con mejor gracia que yo. En cuanto a eso de que soy como un viejo amigo, me decepciona. Yo no creo que pudiese nunca ser tu amigo.
              —¿Por qué no?
           —¿Me dejas responderte después de comer? No me gustaría meter de nuevo la pata y que vuelvas a ofenderte —Ana sonrió abiertamente, y esta vez seguro que cómplicemente. Incluso me pareció percibir en su rostro un velo de turbación que sólo le duró un instante.
  —Ya que no quieres ofenderme y que no vas a llamarme de nuevo pitonisa o bruja barata, déjame sólo añadir una cosa: cuando vi tu entrevista en el periódico tuve el presentimiento de que te iba a pasar algo. No sé exactamente qué, ni por qué.
             —Al final harás que sienta aún más miedo del que me da tenerte enfrente —añadí sonriente, sin tener del todo claro si lo que ella decía iba en serio o en broma.
          No creo en absoluto que tengas miedo de mí —respondió con el rostro muy serio y, por primera vez, fui inteligente aquel día y di la cambiada.
               —Tienes razón. Mi único miedo es que puedas desaparecer, en cualquier momento y de repente.
         — ¿Eso es otra declaración formal? —me interrogó aderezando el requerimiento con un brillo pícaro que esta vez sí tintineaba en su mirada.
               —¿No quedamos en que esperaríamos al café para hablar de esos temas?
            —Creía que era de eso y no de los poemas y las leyendas de lo que querías hablar desde el principio.
            —Me parece que ya vamos entendiéndonos.
            No estaba mal ¿verdad? Había conseguido igualar las fuerzas y de las caras serias y los diálogos tensos habíamos pasado a una complicidad que se mantuvo durante el resto de la comida, y a una conversación fluida que, muy en mi estilo, fue dando saltos por temas como la gastronomía, la actualidad e incluso la decoración de mi apartamento, nada del otro mundo, por otra parte, sino más bien todo lo contrario.
            Ahora pienso que debí parecerle un poco superficial en esa primera impresión, pero ya me conoces: no me apetece discutir asuntos demasiado serios, ni ahondar en los desacuerdos. Porque las posturas enfrentadas crean distancia, y además, en este caso, el objetivo con ella era todo lo contrario: arrimarme. Y en ese momento mi cabeza estaba ocupada por una sola cosa, y no me apetecía hacerle sitio a ninguna más.





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