La sangre corre alegre por mis venas. Con fuerza. No sabría decir si con la misma fuerza de entonces. Las emociones, con el tiempo, se cubren con el manto del tiempo mismo. Con multitudes de capas invisibles, pero tangibles, que nos alejan del origen tanto como la cumbre de la montaña lo está del valle. Mi corazón estaba entonces en el fondo de ese río que recorre los ondulados repliegues de la falda del monte y hoy es bandera que ondea al viento frío en la más alta cima.
Y en este punto, el paisaje que mi vista recrea no es espacio, ni es agua ni tierra, sino que es azotea desde la que el tiempo se percibe con los propios ojos: de allá a lo lejos, del horizonte donde el río nace, partí un día, y ahora puedo ver de un solo golpe todo el camino recorrido, como quien desde el más alto mirador imaginado pudiese verlo todo en su conjunto y, al mismo tiempo, percibir claramente, con la nitidez de un día claro en el que la lluvia recién hubiese limpiado el aire y lavado la tierra, cada uno de los detalles. Y la canción que mi corazón dibuja con cada nuevo latido arrebatado fuese el único sonido.
Sólo sé que mi corazón late ahora como está escrito que debe latir un corazón enamorado: atropelladamente, medio al galope y medio desbocado. Sólo sé que mi sangre pide otra sangre compañera, que corra de igual modo, empujada por un mismo impulso que el impulso mío. Sólo sé que mi sino y tu promesa se han fundido hasta formar un solo cuerpo, una perfecta esfera que en su rodar me derriba.
A mí, que más que esperar a que el destino llamase un día a mi puerta, he sido la espera misma. A mí, que la espera tantas veces confundí con el infinito inabarcable y que infinitas veces me inundó los ojos y llenó mi alma de desesperanza. Y esta palabra, espera, que nunca terminaba de escribirse de tan grande era, tuvo en el diccionario de mi alma un sentido que nadie puede imaginar que pudo haber tenido. Un sentido que, de tan superlativo, no puede condensarse en palabra tan pequeña.
La hora del destino me ha llegado. Y de esa hora imprecisa paladeo ahora su primer minuto. Más tú, que desconoces todo, que hasta tu propio nombre ni siquiera sabes, ¿cómo poder decirte, cómo explicarte lo que tampoco yo a comprender alcanzo?
Porque sé que tu cerebro virgen, en el que tu propia historia, tu pasado y gloria, se han borrado, no podrá quizás nunca beber de la eternidad de su destino; debo dejarlo al margen: quiero hablar a tu cuerpo, al sentimiento que despierta en ti y que sé te asusta, al alma que te anima y que es la misma alma que me amaba, que aún me ama y que te avisa de que mi presencia es todo lo que aguardas: al alma que ha regresado para decírmelo, pero que aún carece del don de la palabra.
No debes comprenderlo, ni lo intentes. Te diré que hace tiempo que dejé ese vano empeño en el rincón de las preguntas sin respuesta. Porque sí he comprendido que no es la razón la que nos hace humanos, ni la que mueve el mundo, ni tampoco sirve para descifrar las leyes inabarcables del universo y de la vida. No. La lógica es un vano invento, un esfuerzo inútil. Lo que nos hace humanos es el impulso, la causa o el origen de nuestra sonrisa, de nuestras lágrimas, de todas esas cosas que la bioquímica del cerebro no puede explicar en su real sentido. La muerte lo borra todo: la razón, el pasado y todo aquello que creemos que somos o que fuimos. Pero algo permanece: el alma. Y el alma sólo vive por el deseo de animar la vida. Y el ánimo de la vida es el amor.
Veo eso en tus ojos. No necesito racionalizar nada. Tú has vuelto porque tu alma así lo ha querido. Porque tu alma sabe que la muerte, ninguna muerte, puede hacer otra cosa más que aplazar el destino para el que fue creada. Y tu destino tenía que pasar la prueba de la muerte, del mismo modo que el mío tuvo que pasar la prueba de la vida y la agonía de la espera.
Cuánto nos han mentido las religiones creadas tras tu muerte. Cuánta verdad había en lo que a ti y a mí nos habían enseñado, en tu primera vida. No temías entonces. Tú único dolor era el de la separación, el de la despedida de quien sabe que debe afrontar un largo viaje lejos de donde estar quisiera. Y hasta mis lágrimas derramadas, tantas, como la incesante sangre que al salir de ti, empalidecía tu semblante, no eran por el dolor de perderte para siempre, porque creía que la entrega de tu muerte y tu promesa de amor correspondida, habrían de cumplirse un día, que ahora llega.
No temíamos la muerte. Siempre supimos que no era el fin de nada. Pero cuánto dolor me trajo la implacable desesperanza, el tiempo interminable de la espera. Y sólo la esperanza incombustible, renovada, vencía a esa desesperanza, en una batalla tras otra. Eso y sólo eso es el verdadero resumen de mi vida. Lo demás son sólo circunstancias.
Quiero, por eso, hablarle a tu espíritu. Hacer lo posible para que, de algún modo, se recobre. No digo recuerde, porque no tiene ese atributo, esa potencia que le capacite. Pero yo sí que guardo esos recuerdos. En alguna parte de mi cerebro siguen tan vivos como entonces.
A veces, al pensar en esto, en estos días, creo que nuestro destino, tal vez único, sí responde a una lógica, a una sabiduría infinita que hizo que yo viviese para que pudiera guardar dentro de mí esos recuerdos capaces de despertar tu alma y hacer posible que en su regreso no permanezca ciega e ignorante de un fin que desconoce debe cumplir. Sabio destino el nuestro, dotado de una sabiduría que los hombres han perdido porque han fijado sus objetivos en aquello que, sencillamente, podía animar, con placer, una única vida. Una vida que creen comienza en el parto y que termina con la muerte. Y no es cierto.
Pero es hora de que volvamos de nuevo a nuestro origen. A los primeros días. Tú eres ahora, tras el combate que segó tu primera estancia junto a mí, en tu regreso, alguien afectado por la temible amnesia. Todo lo has perdido. Eres algo nuevo que yo veo, de una parte, idéntico a ti. Un gemelo de ti, que no me reconoce. Bendito tu amigo, Ramón Escadas, que por sí mismo ha sabido despertar su propia alma y encender una luz que alumbre la tuya. Gracias a él, a la confianza que de ti supo ganarse, sabrás que lo que voy a contarte no es más que tu propia vida, o mejor, nuestra vida. Porque yo sólo puedo explicarte las cosas que pasaron desde el primer momento en que nos vimos. Desde aquel momento en que mi caballo blanco corría sobre el acantilado de esa playa que tan bien conoces, en las que tantas veces has estado sin saber siquiera por qué es tu playa preferida.
Esa playa a la que, según me contaste, sigues yendo cada verano, al menos una vez, para cumplir el íntimo deseo de dejarte besar por sus aguas y que ahora, no entonces, todos los que la frecuentan llaman Cobas.
Esa playa que es última del Atlántico, desde la que, bien visible, se muestra majestuosa la punta del cabo Prior y el rumbo del norte gira allí hacia el este por una nueva ruta de otras aguas, ya cantábricas: la antigua ruta de Irlanda que recorrían los courraghs bordeando el golfo de Vizcaya. Y justo al doblar el cabo, como quien dobla una esquina, cambia todo: el aire, el cielo, la tierra y hasta el tiempo mismo.
Pero hoy, en Cobas, en esa última playa, la postal es idéntica: el mar parece el mismo y quizá esté también la misma arena, cubierta de otra arena nueva. Y las mismas rocas, tal vez con más heridas: heridas del embiste incesante de unas olas que no cesan de golpear con furia o con caricias. Agradezco a los dioses que los hombres no hayan mancillado la tierra en que he nacido, que la hayan ignorado, que la especulación y el progreso les haya sido esquivo. Agradezco que, a pesar de que todo esté cambiado, todavía queden, junto al mar, casi las mismas piedras vírgenes, la misma costa intacta en ese tramo irrepetible.
Mi pena son los pocos lugares que me quedan, apenas una pequeña parte de esa playa y algún otro rincón junto al mar que, ignorándolo tú, ni sabiéndolo yo tampoco, compartimos sin haber coincidido nunca sobre esa misma arena: Campelo, el lugar impoluto que conoces tan bien, al que dices que acudes cuando precisas creer que nada más que tú y el agua existen, he ido yo muchas veces. No en verano, cuando se llena de gentes insensibles que sólo buscan tostar su piel o cabalgar las olas. No, en invierno. Cuando la playa es desierto y no hay alrededor ninguna casa, ningún vehículo, ningún vestigio que recuerde que una vez fue pisada por el hombre, salvo esas escaleras que hacen posible descender el vertical acantilado que amuralla como un biombo el anfiteatro del agua y la cinta de arena. Me gusta estar allí cuando las aguas rugen y asola el viento, cuando el mar ha lavado cada huella y limpiado los restos nauseabundos que dejan quienes no respetan nada. En esos momentos, miro a mi alrededor y siento que vuelvo a mis primeros días, cuando el mundo era nuevo, virgen, puro y la fealdad de los hombres, sus intereses y ambiciones no habían ultrajado aún la obra de los dioses.
Fragmento del capítulo 16 la novela "Todo está escrito", obra del mismo autor de este blog, Francisco Corbeira
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