No es que uno pretenda buscarse antepasados ilustres, ni necesite reafirmar su amor a la tierra en razón de un par de hechos históricos (y tal vez menos siendo de la naturaleza que son). Pero no deja de resultar fascinante que, entre las escasas fuentes clásicas que se refieren a Ferrol, haya una que sobresalga entre todas: la Odisea original, la de Ulises que versificó Homero, nos habla de la venida del propio Odiseo, que junto con sus hombres y naves llegó hasta las puertas mismas de la entrada de la ría de Ferrol, tal como nos describe en el Canto X:
“Cuando llegamos a su excelente puerto –lo rodea por todas partes roca escarpada, y en su boca sobresalen dos acantilados, uno frente a otro, por lo que la entrada es estrecha— todos mis compañeros amarraron dentro sus curvadas naves y quedaron atadas, muy juntas, cerca del puerto, pues no se hincaban allí las olas, antes bien había en torno una blanca bonanza. Sólo yo detuve mi negra nave fuera del puerto”.
Una exacta descripción del pasillo estrecho entre acantilados de la bocana de la ría, a la que en el siglo XVIII, protegerían del paso de las naves los cañones enfrentados de los castillos de San Felipe y la Palma, capaces de enviar al fondo de las aguas a cualquiera que osara acceder a la ría. Llegaron a tenderse cadenas entre ambas fortificaciones para detener a cualquier embarcación y poder bombardearla más fácilmente, antes de enviarla para siempre al infierno de los barcos, que también puede corresponderse, de tener en cuenta su incontable número, con este mismo lugar, infierno de todos los muertos.
Aquel primitivo Ferrol que se encontró Ulises estaba gobernado por un rey llamado Antifates Lestrigón, que tramó la muerte de los recién llegados con la intención de usarlos como viandas para su mesa. Pero mientras preparaba el primer plato con uno de los hombres de Ulises, los demás, no se sabe si aprovechando un descuido o en una estampida provocada por un repentino pánico, lograron huir hacia sus naves, siendo interceptados por los enormes lestrigones que, desde los acantilados, arrojaban piedras a sus barcos hasta hundir todos ellos excepto el de Ulises, que gracias a haberlo dejado fuera del puerto, pudo huir para no volver jamás.
Esta historia que nos refiere Homero, parece, curiosamente, coincidir con otra, sucedida más de mil años más tarde, exactamente en el 867, cuando aún faltaban muchos años para que los castillos de La Palma y San Felipe franqueasen la entrada de la ría. En esa fecha una expedición compuesta por naves normandas, escandinavas y vikingas, se introducen en la ría hasta la cocina y asaltan el monasterio de San Martín de Jubia, conocido como “o do Couto”, entre otros muchos actos de piratería que asolaron la zona.
Para su desgracia, una fiera tempestad, unida a la inesperada resistencia de un ejército ligero, armado de ballestas y, probablemente, catapultas, al mando del rey Ramiro, heredero del Alfonso el Católico y Magno, les envió alrededor de setenta naves a pique, proeza que no estuvo mal, pero que no detuvo la misión devastadora de los invasores, que en aquella ocasión, habían asolado Irlanda, Isla de Man, Escocia, Inlgaterra, París, por el Sena, y Nantes, por el Loira, antes de atacar Galicia en Ferrol, Ares y Mondoñedo, continuando luego por Portugal, destruyendo Lisboa en trece días, tomando Cádiz, desembarcando en Sevilla y pretendiendo llegar hasta Córdoba por tierra.
Pero desde Córdoba, los tres mejores generales del éjército de Abd-al Rahman II, conocido aquí como Abderramán II, organizaron columnas que al mando del eunuco Nasr lograron deshacerlos por completo. Se calcula que mataron diez mil normandos e incendiaron treinta navíos, frente a unas pérdidas de sólo mil hombres a manos vikingas. Lo que deja bien a las claras que el asunto iba más allá que una simple cuestión de huevos.
“Cuando llegamos a su excelente puerto –lo rodea por todas partes roca escarpada, y en su boca sobresalen dos acantilados, uno frente a otro, por lo que la entrada es estrecha— todos mis compañeros amarraron dentro sus curvadas naves y quedaron atadas, muy juntas, cerca del puerto, pues no se hincaban allí las olas, antes bien había en torno una blanca bonanza. Sólo yo detuve mi negra nave fuera del puerto”.
Una exacta descripción del pasillo estrecho entre acantilados de la bocana de la ría, a la que en el siglo XVIII, protegerían del paso de las naves los cañones enfrentados de los castillos de San Felipe y la Palma, capaces de enviar al fondo de las aguas a cualquiera que osara acceder a la ría. Llegaron a tenderse cadenas entre ambas fortificaciones para detener a cualquier embarcación y poder bombardearla más fácilmente, antes de enviarla para siempre al infierno de los barcos, que también puede corresponderse, de tener en cuenta su incontable número, con este mismo lugar, infierno de todos los muertos.
Aquel primitivo Ferrol que se encontró Ulises estaba gobernado por un rey llamado Antifates Lestrigón, que tramó la muerte de los recién llegados con la intención de usarlos como viandas para su mesa. Pero mientras preparaba el primer plato con uno de los hombres de Ulises, los demás, no se sabe si aprovechando un descuido o en una estampida provocada por un repentino pánico, lograron huir hacia sus naves, siendo interceptados por los enormes lestrigones que, desde los acantilados, arrojaban piedras a sus barcos hasta hundir todos ellos excepto el de Ulises, que gracias a haberlo dejado fuera del puerto, pudo huir para no volver jamás.
Esta historia que nos refiere Homero, parece, curiosamente, coincidir con otra, sucedida más de mil años más tarde, exactamente en el 867, cuando aún faltaban muchos años para que los castillos de La Palma y San Felipe franqueasen la entrada de la ría. En esa fecha una expedición compuesta por naves normandas, escandinavas y vikingas, se introducen en la ría hasta la cocina y asaltan el monasterio de San Martín de Jubia, conocido como “o do Couto”, entre otros muchos actos de piratería que asolaron la zona.
Para su desgracia, una fiera tempestad, unida a la inesperada resistencia de un ejército ligero, armado de ballestas y, probablemente, catapultas, al mando del rey Ramiro, heredero del Alfonso el Católico y Magno, les envió alrededor de setenta naves a pique, proeza que no estuvo mal, pero que no detuvo la misión devastadora de los invasores, que en aquella ocasión, habían asolado Irlanda, Isla de Man, Escocia, Inlgaterra, París, por el Sena, y Nantes, por el Loira, antes de atacar Galicia en Ferrol, Ares y Mondoñedo, continuando luego por Portugal, destruyendo Lisboa en trece días, tomando Cádiz, desembarcando en Sevilla y pretendiendo llegar hasta Córdoba por tierra.
Pero desde Córdoba, los tres mejores generales del éjército de Abd-al Rahman II, conocido aquí como Abderramán II, organizaron columnas que al mando del eunuco Nasr lograron deshacerlos por completo. Se calcula que mataron diez mil normandos e incendiaron treinta navíos, frente a unas pérdidas de sólo mil hombres a manos vikingas. Lo que deja bien a las claras que el asunto iba más allá que una simple cuestión de huevos.
1 comentario:
Aunque se habló mucho y largo acerca del país de los lestrigones, que hay quien sitúa en Formia (y hasta quien en Suramérica) el paralelismo entre la descripción del lugar y de los hechos narrados parece coincidir en el mismo lugar: Ferrol. Pero opiniones habrá que no estén de acuerdo...
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