lunes, 5 de septiembre de 2011

NUEVA ENTREGA DE "TODO ESTÁ ESCRITO". HOY EL CAPÍTULO 6


SEIS

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA
CARA “A” DE CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 3


            El miércoles por la mañana, tal como había convenido con Ana, traté de ponerme en contacto con Ramón. Le telefoneé a su casa de Ferrol, sin mucha esperanza de encontrarle allí, esa es la verdad, pero, no sé si las hadas o los hados, estaban de mi parte. Mi intención inicial, de tener la suerte que finalmente tuve, era invitarle a cenar y pasar la velada juntos, charlando. Así que le pregunté si le venía bien acercarse a Santiago y recogerme en la empresa a eso de las ocho. Me contestó que había ido a Ferrol por la ineludible obligación de pasar la revisión anual de su viejo coche, pero que estaba a punto de regresar a Vilarmaior, ya que tenía un compromiso con un grupo de amigos con el que había constituido una especie de círculo gastronómico. Se reunían una vez al mes en la casa de aquel a quien correspondiese, por turno rotativo, hacer de anfitrión. En esta ocasión le tocaba a él hacer de cocinero y tenía previsto preparar un menú a base de diversos platos con setas. La única posibilidad, si quería verle ese mismo día, era que yo fuese a su casa a eso de las cinco. Acepté a la primera, pese a tener un día sobrecargado de compromisos, dos de ellos esa misma tarde, que hube de posponer no sin cierta satisfacción, por qué no decirlo. Le prometí que estaría puntual, siempre y cuando me tuviese preparada una cafetera humeante y una de copa del licor café que él mismo elabora y que es un auténtico sirope de dioses. Lástima que no sepas lo bueno que está.
            Tenía tanto trabajo atrasado, por mi ausencia del día anterior, que no tuve más remedio que comer un bocadillo en la oficina. Pero a eso de las cuatro, planté todo, cogí el coche y recorrí los setenta y cinco kilómetros en dirección norte que separan a Santiago de Vilarmaior. En todo el camino no dejó de llover ni un segundo y encima, una densa niebla me amargó el viaje y no me abandonó, prácticamente, hasta dejar la autopista. Eran las cinco y cuarto cuando llegué, retrasado y cabreado.
            Ramón me estaba esperando sentado en su rincón favorito: un porche con vigas y techo de madera, coronado de teja del país que, hacía ya algún tiempo, él mismo había construido en la fachada principal de la vieja casa familiar. Durante los veinte últimos años dedicó mucho tiempo y esfuerzo a restaurarla, hasta convertirla en una preciosa casona, casi señorial. Vive en ella prácticamente todo el año, salvo los meses más crudos del invierno, que los pasa en su piso de Ferrol: uno de esos inmuebles antiguos de la calle María, de techos altos y habitaciones interiores, con tabiques de tablilla y suelos de madera sin fundir, en el que tan sólo renovó el baño y la cocina, además de instalarle calefacción. Pero, en cambio, conserva las habitaciones tal cual estaban desde la muerte de su mujer, Felicia, cinco años atrás. Cada rincón, cada detalle, delatan su ausencia de un modo que a mí, cuando le visito, me produce una sensación extraña, incómoda. En cambio él dice que, de esa manera, es como si nunca se hubiese ido, como si acabase de bajar a hacer la compra y estuviese a punto de regresar en cualquier momento.
 Ramón cumplió en enero sesenta y dos años. Y está retirado. Prejubilado, como le gusta decir a él, por pura coquetería. "Es que no estoy tan viejo como para verme aun jugando a las cartas en el Hogar del Pensionista", me había dicho la última vez que nos vimos, en Santiago, hacía menos de un mes.
            La verdad es que no aparenta los años que tiene. Se diría un cincuentón bien conservado. Todavía mantiene gran parte de su pelo castaño oscuro, aunque ralo, y tan sólo sus sienes lucen el brillo plateado de las canas. Siempre fue un tipo enjuto y huesudo, aunque, desde su viudez, el contorno de su cintura muestra cada vez con menos disimulo, algunos quilos de más: “Es el flotador con el que me voy a ir al Caribe en un viaje de la tercera edad” —se defendió irónico, la última vez que nos habíamos visto, tras reprocharle su sobrepeso. Aunque luego: “Ya se sabe, una vez que uno enviuda parece que quiere hacer todo aquello de lo que se privó. Y yo estoy comiendo, y bebiendo, demasiado para la vida sedentaria que llevo. Pero que quieres, me gusta y no estoy ahora por negarme caprichos". —añadió en un tono a medio camino entre la justificación y el sonrojo del que se siente como cogido en falta.
            Ya fuera la ausencia de actividad laboral, la viudez, las pocas ganas de pasar privaciones, o la suma de todo eso, el caso es que había perdido una parte de aquel aspecto fibroso, e imagino que también la agilidad felina que a mí me llenaba de asombro, cuando le veía subir a la rama más alta de cualquier árbol, para descargarlo de fruta. Su rostro, en cambio, mantiene las mismas facciones marcadas, angulosas y recubiertas por una piel curtida y grasa.
Siempre me llamó la atención el extraño equilibrio entre sus cejas, ojos, nariz y boca que, a pesar de ser elementos imperfectos tomados uno a uno, en conjunto, le hacen agradable a la vista. Incluso parecen dejar translucir su armonía interior y su sensatez. Sus ojos, pequeños y oscuros, pero vivos, inquietos y hasta traviesos, ponen de manifiesto una inteligencia, que luego se acentúa aún más en cuanto comienza a hablar.
            Ramón es uno de esos curiosos ferrolanos de formación autodidacta, que nacieron con la guerra y siempre mantuvieron vivo un espíritu de superación continuo: lector voraz, siempre informado y lleno de inquietudes políticas y sociales. Aunque en realidad él es ferrolano de adopción, porque su lugar de nacimiento fue su propia casa de Vilarmaior.
De hecho, llegó a Ferrol a los catorce años de edad, para ingresar en Bazán como aprendiz. Y, al igual que muchos otros, en el astillero iba a pasar el resto de su vida laboral, hasta que decidió aceptar la prejubilación, tras la muerte de su mujer. No tuvo hijos. Al parecer por un problema de incompatibilidad sanguínea, no sé si motivado a que Felicia y él eran primos.
            Ramón me invitó a sentarme en un precioso banco de madera labrada, con cojines de cuero marrón encima. Justo delante, sobre una mesa a juego con el banco y sin mantel, estaban esperándome su vieja cafetera italiana de aluminio, aún caliente, la botella de licor café, el azucarero, un servicio limpio y el otro, usado.
            —Veo que no has esperado por mí.
            —Yo tomo el café a las cinco en punto, como los ingleses. Y cumplo las promesas que les hago a los amigos. Eres tú al que le falta la puntualidad de los británicos y la palabra de los celtas —me dijo sonriente— Pero tranquilo, te acompañaré. Así que, ya que llegas tarde, lo menos que puedes hacer es ponerme otro.
     Serví el café, ya templado, para los dos y me senté en el banco junto a Ramón, que me miró interrogante y luego disparó:
            —Hacía más de un año que no estabas aquí y hoy me llamas para vernos, con la urgencia del que no puede esperar a mañana, y diciéndome que tienes que hablarme del poema. Explícame esa prisa.
            —Mi prisa tiene que explicarse despacio.
            — ¡Huy! ¡Que misterioso llegas! Pero no me lo digas. Mejor, te lo digo yo, porque es bastante fácil: estás aquí por culpa de una mujer.
            Me dejó completamente sorprendido, pero reaccioné y contesté:
            —No te voy a dar el beneplácito de la victoria, tramposo. Así que te diré que sólo tienes razón a medias: es cierto que hay una mujer, pero no es la causa de que yo esté ahora aquí.
            —Tú te has enamorado —me soltó con descaro—. Sólo hay que mirarte a los ojos para verlo y para ver que también mientes. Así que una mujer. Eso me lo tienes que contar.
     —A ver, dime como lo supiste. ¿Qué pajarito te cantó al oído que me ha visto cenando en Santiago en buena compañía?
            — ¡Pero bueno! No tengo falta de eso. Lo que pasa es que te conozco desde que naciste y no me puedes engañar: soy más viejo que tú. ¿Quieres que siga?  
— ¡Por mí! Ya me estoy acostumbrando a tratar con profetas y adivinadores.
     — ¡Si es muy fácil, hombre! Aunque no quiero dejarte quedar mal. Cuéntamelo tú, que para eso viniste.
     —Yo no he venido a contarte nada a ti, sino a que tú me cuentes a mí, algunas cosas acerca del contenido de ese pergamino que me dejaste.
            —Ese pergamino te lo di hace más de un mes y, hasta hoy, no se te había ocurrido preguntarme nada.
            —Está bien, acepto mi derrota. Estoy aquí por culpa de una mujer que se llama Ana. Ella fue la que me hizo plantearme cuestiones acerca de ese poema, que a mí nunca se me hubiesen ocurrido. No por falta de recursos intelectuales, como comprenderás —pronuncié con sarcasmo—, sino, porque ella y yo partimos de puntos de vista diametralmente opuestos.
Vaya, así que Ana. Y yo que pensaba que se llamaba Elena y que, en realidad, venías a disculparte.
— ¡Ya te entiendo! Por un momento llegué a pensar que tenías el don de la clarividencia. Pero veo que no eres tan listo. Lo que te pasa es que estás dolido por el asunto ese de la entrevista en el periódico y has supuesto que le he contado a Elena la leyenda del poema, porque me había enamorado de ella.
No exactamente. He supuesto que se la habías contado para impresionarla, haciéndote el listillo; que sería lo normal en ti habiendo una mujer de por medio. Pero al menos he acertado en lo de que estás enamorado. Eso salta a la vista, aunque no deje de ser verdaderamente sorprendente.
Realmente, Ramón, me conoce. Y no me quedó más remedio que explicarle el lío en que me había metido por culpa de Elena y como, por esa causa, habían entrado en mi vida, entre otros, Ana y Luis Uría.
Y dices que te envió una copia del poema, así, sin más. ¿La tienes ahí?
            Efectivamente, tenía el fax en mi maletín, en el maletero del coche. Fui a buscarlo y se lo enseñé. Ramón sacó sus gafas de cerca del bolsillo de la camisa, se las puso y se enfrascó en la lectura del texto durante más de cinco minutos. Mientras tanto, apuré de un trago el café, serví el licor en la taza vacía y entretuve mis sentidos en apreciar su delicado y sutil equilibrio de sabores, aromas, color y cuerpo; en tanto que mi cabeza, imagino que por alguna extraña asociación que emergía desde el subconsciente, se lanzaba a recorrer con el pensamiento el cuerpo de Ana. Ramón interrumpió la doble delicia de aquel momento.
Curioso, muy curioso —dijo, devolviéndome el papel.
— ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿No te resulta sorprendente que el tal Luis Uría afirme que haya recibido el poema como legado de familia? Es exactamente lo mismo que tú me dijiste del otro pergamino.
Ya. Eso y muchas otras cosas. Es todo muy curioso. ¿Y qué hay respecto de esa Ana? ¡No tendrá otro poema!
—No. Pero ella cree que si hay dos poemas, tal vez podría haber más, tres, cuatro...
¿Qué podría haber más? Pero, ¿quién es esa mujer y qué es lo que quiere?
—No lo sé. Prácticamente acabo de conocerla. Pero creo tienes razón: me he enamorado de ella.
Al escuchar mis propias palabras me sonaron ciertas, rotundas. Y me di cuenta, no sólo de que no las había dicho en sentido figurado, sino que, por primera vez en mi vida, expresaban toda su literalidad. Me había enamorado. Y lo estaba reconociendo, más que ante alguien, ante mí mismo, y quizás por primera vez.
— ¿Y qué es eso que me decías antes de que te ha hecho plantearte cosas en relación con el poema? ¿Qué cosas?
Pues, qué tenía de importante, más allá de las propias palabras que contiene, para que hubiese sido transmitido por su familia, de generación en generación, durante cientos o miles de años, hasta llegar hasta él. Esa era la pregunta clave de Ana, que había hecho que yo estuviese en aquel momento tratando de interrogar a Ramón y siendo yo el interrogado.
Esperaba que esa inquietud saliese de ti. Pero no importa, te lo diré. Aunque, antes, déjame preguntarte algo: ¿Cómo crees que tú y yo nos conocimos?
— ¿Qué cómo nos conocimos? No sé. ¿Por qué me respondes con una pregunta?
            —Porque es obvio quiero saber primero tu respuesta.
     —Está bien: no sé cómo nos conocimos. ¿Cómo quieres que recuerde eso? Yo era entonces un niño muy pequeño. Imagino que sería en la ferretería: tú eras cliente y amigo de mi padre.
Su mejor cliente, pero no su amigo.
—Ya. Pero sigo sin entender qué relación hay entre que yo recuerde cómo nos conocimos y mi pregunta.           
O sea, que no sabes cómo ni por qué. ¿Y somos amigos o no?
            —Pues claro que somos amigos, hombre. ¿Qué tiene que ver eso?
            —Pues tiene que ver que tú no me consideras tu amigo.
             Me quedé sorprendido, casi ofendido. Luego, pensé que, en cierto modo, tenía razón. Aunque en sentido contrario al que él insinuaba. Le dije:
            —Puede que haya algo de verdad: es cierto que no pienso en ti como un amigo, sino como alguien más cercano. No eres de mi familia, ni nada mío, pero siempre has estado ahí cuando te he necesitado. Tanto para requerirte consejo, contarte mis penas, o pedirte dinero, que de todo hubo y no lo olvido. ¿Cómo voy a olvidar que me ayudaste incluso mucho más que mi propio padre? En realidad, eres una rara mezcla de padre, amigo y familiar, sin ser ninguna de esas tres cosas. Pero si lo que estás poniendo en duda es mi aprecio o mi amistad, estás muy equivocado.
            —No, no es eso. Lo que quiero decir es que siempre me has visto como a alguien que te sacaba de los apuros, más que como a un verdadero amigo. Porque, fíjate, después de tantos años, casi no me conoces. No sabes nada de mi familia, ni de esta casa, ni de mi vida.
            — ¡Eso no es cierto! No digo que lo sepa todo, porque nunca se llega a saber todo de nadie. Pero claro que sé muchas cosas de ti. Además, ¡cuántas no hemos pasado juntos! Ya de crío, me llevabas de excursión, al cine; incluso venía de vacaciones a esta casa, y la conozco perfectamente, salvo en esos últimos retoques que le has dado. Puede que en los últimos años tú y yo estuviésemos algo más separados, aunque sólo físicamente, porque tampoco hemos dejado de vernos, ni de hablar por teléfono. Y respecto a tu familia, puede que desconozca algunas cosas, pero reconoce que de ti lo sé casi todo.
Naturalmente que hay cosas de mí que sí sabes. Pero también hay muchas más que desconoces. Y hasta ahora nunca tuviste curiosidad por saberlas. Ni tan siquiera has pensado mucho en ello. Por ejemplo, ¿por qué crees que hacía todo eso por ti?
            — ¿Quieres saber la verdad? Pues, no te ofendas, pero siempre pensé que era porque como Felicia y tú no tuvisteis hijos…mi padre también lo creía y quizás por eso nunca puso pegas a que fuese con vosotros.
Realmente, no me conoces. Aunque no toda la culpa sea tuya. Pero estás equivocado en las dos cosas. Te aseguro que el hecho de que Felicia y yo no tuviésemos hijos, nada tuvo que ver. Nunca te consideré como el hijo que no tuve. Ni antes, ni después, ni ahora. Y respecto a tu padre, él nunca puso pegas porque yo era uno de sus mejores clientes y el negocio no le iba muy bien. Aunque estoy seguro que diría eso para justificarse, para hacerse pasar por el buen samaritano —Ramón me miró fijamente y acercándose a mí, añadió en un susurro— ¿Sabes una cosa? Tu padre nunca me gustó.
            —Entonces…no entiendo nada. Vamos a ver, pongamos que tienes razón, que no te conozca, ni que nunca haya tenido interés por saber más de ti. Con lo que creía y sabía me bastó. Pero, si hay muchas cosas que no sé, algo de culpa tendrás tú por no habérmelas contado.
Sí, eso quizás sea tan cierto como tu falta de curiosidad.
            —Pues ahora puedes aprovechar la curiosidad que empiezo a tener y comenzar por el principio, porque voy a escucharte todo el tiempo que haga falta. Pero me tienes que prometer que vas a responder a todas mis preguntas, que ya me has dejado dos con el casillero en blanco, haciéndote en una el sueco y, en otra, el sordo. De lo contrario, no admitiré ya más culpas al respecto.
     Está bien, pero será mejor que entremos y nos acomodemos en el estudio, que empieza a hacer algo de frío. Y hablaremos de los misterios de Eleusis o de lo que quieras, te lo prometo.
            Recogimos la mesa, entramos en la casa y bajamos la escalera que lleva al estudio.
            — ¡Esto es nuevo! —exclamé.
            Ramón había descubierto la piedra de las paredes recebadas que, en mi última visita a aquella casa, todavía estaban pintadas de gris perla. También era nueva una chimenea francesa, de granito labrado, que todavía mantenía vivos, en una esquina, algunos rescoldos que Ramón avivó con un fuelle de mano, hasta hacer brotar unas pequeñas llamas, a las que enseguida alimentó con un gran trozo de leña de eucalipto, aún verde. La madera comenzó de pronto a crepitar y a arder lentamente, impregnando con su aroma balsámico toda la estancia.
            Las paredes del estudio estaban, desde el suelo hasta el techo, completamente cubiertas por librerías repletas de volúmenes. Incluso la puerta, la ventana y la chimenea, estaban enmarcadas por los anaqueles, de caoba muy oscurecida y evidentemente, hechos a medida, aunque, por su estilo, parecieran haber salido de un anticuario.
 Frente a la ventana destacaba una enorme mesa de despacho de madera maciza y patas torneadas, también casi negra, sobre la que tan sólo había una vieja máquina de escribir Olivetti y un tintero dorado con plumas de ave. El suelo, realizado a base de trozos irregulares de pizarra, estaba cubierto por una vieja alfombra de lana, muy gruesa, de motivos geométricos. Sobre ella, tres sillones orejeros tapizados de pana gris oscura, se disponían al frente y a los lados de la chimenea y circundaban una pequeña mesa redonda, a juego con el resto de los muebles. Había además dos lámparas de pie, también negras, con pantallas cilíndricas de pergamino, situadas a ambos extremos de la mesa de trabajo. Una gran lámpara, de enormes lagrimones, pendurando del centro de un artesonado de madera, muy elaborado, ponía la guinda final.
 Me gustó aquel lugar. Sencillo y barroco a la vez, pero decididamente acogedor. A la medida para dar buena cuenta de la botella de licor café y paladear un buen habano, sentados plácidamente en aquellos sillones frente al fuego y dejando fluir la conversación.
         — ¿Te gusta? —me preguntó Ramón.
—Desde luego. Has conseguido un conjunto armonioso y agradable.
— ¡Un conjunto! Está claro que eres una persona poco detallista y a la que le falta curiosidad. Porque lo más importante de este lugar no es el conjunto, sino los detalles. Y sobre todos ellos, los libros. Pero ni siquiera te has fijado en ellos.
Completamente cierto. No había reparado siquiera en los títulos impresos en los lomos. Y mucho menos tomar uno en la mano, para hojearlo. Me sentí un poco estúpido ante la observación de Ramón. De repente me vi a mi mismo como el tipo que se compró una enciclopedia de tapas rojas, para hacer juego con el color de los sofás. O aquel otro que pidió al librero un metro de tomos de arte, de lujosa encuadernación, para llenar el hueco de su nueva estantería.
Comencé a echar un ojo y mi sorpresa fue total. No sabría decir cuántos libros pudiera haber forrando completamente las paredes. Seguro que más de dos mil volúmenes, distribuidos en una docena de muebles grandes, además de otros dos más pequeños: uno bajo la ventana y otro, sobre la puerta. Y todos, aparentemente, en ediciones de lujo. No había nada en rústica y mucho menos, en bolsillo. Pero lo más sorprendente aún, no era su número, ni su imponente aspecto, sino los temas de que trataban. En su inmensa mayoría, tratados de Historia Antigua, Etnografía e Historia de las Civilizaciones. Entre ellos destacaba sobremanera un mueble completo, de siete estantes, repleto de bibliografía sobre los celtas. Lo curioso es que había ejemplares en inglés, en francés, en alemán e incluso en turco. Insólito, porque estaba seguro de que Ramón no sabía idiomas. Pero además, en otra librería, todos los pueblos que yo conocía e incluso otros de los que ignoraba hasta su nombre, estaban allí, sobreviviendo entre millares de páginas o gracias, precisamente, a ellas: desde las primeras civilizaciones de Mesopotamia o Trípoli, a los hititas, los hunos, avaros, eslavos, fenicios, cartagineses, ligures, sajones, suevos, iberos, etruscos, griegos, egipcios, romanos, indios, chinos, mongoles, mayas, aztecas, maoríes…en fin, todos, y perfectamente clasificados. Otra de las estanterías principales estaba dedicada, prácticamente, a la Edad del Hierro, destacando por encima de cualquier otra época histórica. Pero lo que más me llamó la atención fue uno de los muebles, que rompía la uniformidad temática del resto: Hipnotismo, Chamanismo, Alquimia, Brujería, Cábala, Astrología, Ocultismo, Psicología, Yoga…
Te has quedado mudo.
—Completamente. Nunca imaginé que tuvieses tal colección. Y lo que no comprendo es por qué nunca los había visto antes. He estado muchas veces aquí y muchas otras en tu casa en Ferrol…y estos libros no los has adquirido de la noche a la mañana.
Pues claro que no. Pero nunca estuvieron a la vista, ni reunidos y clasificados, como ahora. Esta colección la inicié hace más de cuarenta años. Aunque, desde la muerte de Felicia, ha sido mi principal obsesión. La cuarta parte o tal vez más, los he conseguido en los últimos cinco años. Ahora tengo todo el tiempo de mundo para leer y antes, no tanto.
—Y yo que siempre pensé que tu afición por la lectura se limitaba a los libros técnicos, sobre mecánica, bricolaje y jardinería.
También tengo una buena colección, en el taller, aunque no tantos. Sobre todo porque me he deshecho de muchos. Te contaré un secreto: la mayoría de los textos que ves, estuvieron largo tiempo ocultos bajo las tapas de otros que trataban de esos temas y que casi siempre compraba o encargaba a tu padre. En ocasiones me importaba un cuerno el contenido, sólo me preocupaba que las medidas y el grosor coincidiesen con las de la obra que quería esconder. Las cubiertas originales fueron a parar directamente al fuego. Así que, cuando dejé Bazán, me apunté a unos de esos cursos de encuadernación y, desde entonces, en los ratos libres, me he dedicado a restaurarles sus créditos originales, incluso mejorando el aspecto de sus ediciones o el estado de conservación, a veces lamentable.
—Pero ¿por qué?
La respuesta a tu pregunta tiene mucho que ver con lo que tú has venido hoy a saber aquí. Con ese poema que te di para que investigaras.
—Qué ironía. Me lo das a mí, cuando tú tienes aquí más bibliografía que la biblioteca de la Facultad de Historia y además, sabiendo cómo sabes que nunca me interesó la Historia Antigua.
Pero seguro que acabará por interesarte.
—La historia que ahora me interesa es la tuya. Me acabas de dejar sin palabras. Así que te toca hablar a ti. Empieza por explicarme por qué hay libros en idiomas que desconoces.
Desconozco el turco. Pero algunos de esos libros sobre los hititas y los pueblos celtas de la Galatia turca, los compré cuando viajé allí, hace tres años. El resto son regalos de amigos que hice en ese viaje, con los que todavía mantengo correspondencia. Pero, si te fijas, son en su mayor parte libros de ilustraciones, catálogos de museos y de exposiciones, que no tienen mucha letra impresa. Respecto del francés, inglés y portugués, sé lo suficiente para leer en esas lenguas. Y ahora estoy estudiando el alemán.
— ¡Estoy impresionado! Sabía que eras un tipo informado y que te gustaba leer. Pero todo esto de los libros, y lo de los idiomas, no me lo acabo de creer.
No es para tanto. Aprendí el inglés antes de que tú nacieras y, desde la muerte de Felicia, me he dedicado al francés. Ahora, desde hace menos de un año, estoy estudiando alemán, pero aún no soy capaz de afrontar la lectura de un libro técnico en ese idioma —Ramón hizo una pausa y me miró, imagino que para ver de nuevo la cara de bobalicón que se me había puesto. Luego prosiguió—. La verdad es que siempre se me dieron bien las lenguas y siempre quise aprender, al menos, algunas. Sobre todo aquellas en las que están la mayor parte de los libros interesantes que, en muchos casos, nunca han sido traducidos al castellano. Es una pena que se siga traduciendo tan poco, porque nos estamos quedando fuera de las fuentes del conocimiento, tanto en las humanidades, como en la tecnología e incluso en la literatura. Además, lamentablemente, aquí casi no se investiga y, por tanto, los avances siguen haciéndose en otras partes.
—Tienes toda la razón en eso último. Pero no trates de desviar mi atención y respóndeme a una pregunta: ¿por qué todo ese secreto sobre tu afición por la Historia y por ocultar estos libros con el disfraz de otros libros?
Por miedo, y por instinto de supervivencia. No porque se trate de libros proscritos, ni porque sean demasiado raros o valiosos, aunque algunos sí lo son. Pero, la mayoría, están en ediciones corrientes, que he comprado en librerías e incluso en mercadillos.
—Pues sigo sin comprender a qué tienes miedo. ¿Miedo de qué?
Tú no puedes comprenderlo porque no sabes nada. Pero te diré que si sigo vivo es porque aparento ser una persona inofensiva. Aunque, precisamente ahora, ese miedo ya no lo tengo. Al menos no tanto como antes. Y eso a pesar de que tú hayas puesto mi vida y también tu vida, en peligro, como nunca lo había estado.
— ¿Yo?, ¿cómo? No entiendo.
Muy sencillo, gracias a tu inconsciencia, tu ignorancia y a esa entrevista. Aunque tal vez fuese algo inevitable. Es posible que incluso, fuera hasta necesario.
— ¿Quieres decir que ese poema…? Espera, eso mismo dijo también Ana…los buscadores del oro: ¿es eso?
— ¡Vaya con la tal Ana! Me temo que te has enamorado de la persona equivocada.




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