jueves, 1 de septiembre de 2011

NUEVA ENTREGA DE "TODO ESTÁ ESCRITO". HOY EL CAPÍTULO 5




CINCO


TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
 BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS en la
 cara “B” del casete rotulado con el número 2



            Te preguntarás por qué en la primera cinta comienzo por contarte la truculenta muerte de Luis Uría y termino por el principio de una historia de amor con alguien que no conoces. Sé que soy un poco caótico hablando, pero en este caso no: las cosas son así. Sigo un orden cronológico lineal y si comienzo por contarte mi relación con Ana no es por ganas de que conozcas mis intimidades, sino porque ella es, además de una de las causas, sino la principal, de que me metiese de cabeza en todo este embrollo de los poemas, parte fundamental de la historia misma. Y lo de Luis Uría, de momento, las últimas consecuencias.
            Pero quiero ceñirme a los hechos, que son lo que importa y seguir contándote, ahora que son las cuatro y cuarto de la mañana del 26 de octubre, desde el punto en que finalicé la cara anterior. Pero antes de comenzar, para que lo sepas, te diré que me acabo de servir una copa de aguardiente de hierbas y esto que escuchas de fondo es música de Nightnoise, que he puesto para inspirarme y para que me dé fuerzas para grabar media hora más antes de irme a dormir. Además, creo que estaba perdiendo un poco el hilo, enrollándome sobre mis impresiones de primerizo enamorado que, seguro, te estarán haciendo mucha gracia viniendo de mí, aunque también sean importantes para que puedas comprender y comprenderme.
            Pues bien, seguimos el martes 19 por la mañana: Ana despertó, mientras que yo seguía allí sentado, observándola. Abrió los ojos, me miró primero con sorpresa, pero enseguida hizo lucir una sonrisa que anunciaba su bienvenida a este mundo. Le señalé la bandeja que había dejado en el suelo.
            —Buenos días. ¿Tienes hambre?
            —Sí.
            Desayunamos casi en silencio. Como un juego en el que sólo nuestras miradas y nuestros gestos tenían algo que decir. Los dos estábamos contentos, unidos. Pensaba que era increíble. Increíble que me despertase al lado de una mujer sin desear escapar corriendo o deshaciéndome en excusas para echarla, dependiendo de si era mi casa o la suya. Increíble que, sin conocerla de nada, no necesitáramos decirnos una sola palabra. Me bastaba con su sola presencia, y hasta ni me hubiese importado que fuese muda. Sentía también que no precisaba de ninguna otra cosa que en aquel momento estuviese fuera de la habitación. Comprendí, incluso, que el paraíso no es un lugar concreto, sino un estado mental: el de la felicidad. Y aquello debía de ser la felicidad. Hasta empezaba ya a tener ganas de morder de nuevo la fruta prohibida. Lástima que Ana sacase a relucir la manzana de la discordia.
            — ¿Sabes que estoy pensando? Que a lo mejor estás investigando por el camino incorrecto.
            — ¿Cómo dices?
            —Me refiero a que tal vez no te hayas hecho la pregunta clave.
            — ¿Y qué pregunta es esa?
            —Pues, que tratar de encontrar datos rebuscando en libros y consultando arqueólogos te llevará hasta un callejón sin salida, porque poco más podrás averiguar además de lo que ya sabes.
            —Pues no sé de qué otro modo…
            —Quiero decir que la importancia de esos poemas es otra.
         — ¿Otra?, ¿cuál?
         — ¿No te has preguntado por qué, a lo largo de, por lo menos, dos mil o quizás dos mil quinientos años, al menos dos familias concretas han conservado esos poemas y los han hecho transmitir? Y si el poema de Escadas fue dos veces traducido: una, de la tradición oral al latín y dos, del latín al gallego: ¿por qué tomarse tantas molestias por un documento que, según tú, no tiene ningún valor?
Tenía razón. Toda la razón: el misterio consistía en saber por qué esos textos se convirtieron en bienes sagrados de las herencias de toda la rama familiar de los Escadas y los Uría. ¿Qué se suponía que tenían que ver con ellos y por qué se propusieron que ese legado insignificante trascendiese en el tiempo de generación en generación? ¿Era un mensaje para alguien del futuro, para un heredero de miles de años después? ¿Creían realmente en la profecía que encierra la leyenda? Todas estas preguntas, obviamente, me las sugirió Ana. No son fruto de mi discurrir mental, más que me pese. Estarás pensando que Ana es más inteligente que yo. Y seguro que no te equivocas, porque también yo lo estoy empezando a creer.
Ana opinaba además que, al margen del texto mismo del poema, podría haber otros elementos:
— ¿Tú te imaginas a tu amigo Ramón Escadas o a Luis Uría, recogiendo ese pergamino como parte de sus herencias a la muerte de sus antecesores? ¿No te parece más lógico que ese poema se transmita en vida y junto con él, otras consignas no escritas?
—Como las brujas, que transmitían su saber a sus hijas y éstas a las nietas —dije exagerando mi tono, forzadamente misterioso.
Lo dices de broma, pero no sabes cuánto has dado en el clavo.
—No, lo digo en serio. Sólo el tono de mi voz era de broma. Tengo que reconocer que tienes razón, que lo que dices es lógico. Pero ¿sabes qué?, tampoco me imagino, conociendo a Ramón, que haya tenido una de esas vivencias iniciáticas. Si le vieras, opinarías lo mismo que yo. A Ramón sólo le preocupa su finca y su casa.
Si yo estuviese en tu lugar, lo primero que haría sería hablar con él, a pesar de lo que creas. Y, por supuesto, aceptar el encargo de Luis Uría y hasta remitirle de inmediato un detallado cuestionario.
¿Por qué iba a negarme?, ¿qué perdía con eso?, ¿no era, acaso, lo más fácil: hablar con Ramón y escribirle una carta a Uría?
            —Pues, por complacerte, voy a hacerte caso. Confiaré en ti, seguiré tu método y ya discutiremos más adelante sus resultados.
            Ana me besó en los labios y yo aparté la bandeja hacia un lado de la cama y la abracé, sintiendo su piel caliente, sus pechos tiernos clavándoseme provocadores y su olor dulcísimo traspasándome en el centro de mí mismo…
 ¿Pensabas que ahora venía lo bueno? Pues te vas a quedar con las ganas, porque sigo siendo un caballero. Pero sí te diré algo, al menos para que no blasfemes demasiado contra mis brotes de autocensura: si Ana ya me había sorprendido la primera vez que la vi, en O Galo primero y luego en Casa Roberto, en las distancias cortas todavía ganaba más. La impresión que la perfección y lisura de su piel me producía a la vista, se acentuaba aún más al tocarla: te juro que nunca acaricié nada tan suave como ella. Pero no era sólo la vista, o el tacto, sino que todos mis sentidos se desbordaban: su olor magnético, su deliciosa voz, el sabor de sus besos y de su carne. Todo eso, percibido simultánea y conscientemente, me provocaba y me provoca un ansia irrefrenable, una pasión incendiaria.
No sé explicarte mejor, para eso tú, que eres el poeta. Seguro que incluso tendrás algo escrito que hable de este tema, faltaría más, ya te estoy viendo. Y seguro que, después de leerte a ti, tu mujer parecería en esos versos más suave que Ana, que huele mejor y que es más dulce su voz, pero sería pura sublimación provocada por la sutil arquitectura de tus palabras, pero no porque responda a la verdad. ¿Algo que replicar?

*****

He hecho una pequeña pausa para servirme otra copa de lo mismo, que me bebo a tu salud, lamentando no poder compartirla juntos. Acabo de mirar por la ventana y no he visto a los dos tipos que estaban en la terraza hace un rato. Ahora el bar está cerrado y esos han debido largarse o estar en alguno de esos coches a los que, desde aquí, sólo veo el techo.
Estaba pensando, hace un momento, que quizás no te he contado aún lo suficiente acerca de la leyenda. Como todas las leyendas, su apariencia, puede parecer muy simple pero, bajo ese vestido suelen esconderse las creencias míticas, religiosas, culturales y sociales del pueblo que las crea. Aunque no sean, precisamente estas, las interpretaciones en que me voy a centrar ahora.
Según el texto del poema que Luis Uría me había enviado por fax, el contenido, aunque ligeramente distinto al del pergamino de Escadas, nos cuenta igualmente que el rey Uriel, herido de muerte, hizo jurar a su druida ¾que tanto en las dos leyendas como en Galicia se denomina con el nombre de ovate, término muy similar al usado en Italia: vate¾ que cuidaría de su amada hasta que él regresara: hete aquí la profecía. El cuerpo del rey se convirtió, en el momento de su paso al otro mundo, en una estatua de oro ¾aunque en ninguno de los textos, naturalmente, se diga cómo se produjo tal trance¾ y, de esa misma estatua, tal vez transmutada de nuevo en carne, volverá algún día el mismo Uriel. Por eso, se supone, la estatua fue alejada de la avaricia de las miradas y oculta en una cueva, junto con el resto de pertenencias del rey, tanto personales como suntuarias, que constituirían un tesoro nada desdeñable ¾una práctica habitual en muchas culturas¾. Lástima que, respecto de la cueva, los pergaminos sólo nos digan que está cerca del mar.
Esto es, en resumen, lo que coinciden de decir los dos poemas. Puede deducirse, casi con total seguridad, que se trata de una leyenda de origen celta. Así, al menos, parecen señalarlo elementos como el de la transmutación en oro, la inmortalidad del alma ¾que conserva los rasgos de personalidad y aspecto, como nos revela la famosa leyenda irlandesa de Mongan¾ la creencia en la reencarnación, la profecía del rey o el compromiso que unía a la mujer amante y al druida con el regreso del rey en el tiempo, que son comunes a numerosos mitos, tanto gallegos como irlandeses y también de otros pueblos de rasgos indoeuropeos.
Es curioso constatar que los celtas nunca escribieron, ni desarrollaron una escritura a partir de su propia lengua, salvo en una época ya muy tardía y con caracteres romanos, de la que existe constancia por algunas inscripciones recientemente encontradas. Las razones, según parece, fueron de tipo religioso ya que, en la época de su máximo esplendor, existían en el resto del mundo conocido numerosos alfabetos de los que, con toda certeza, tenían noticia –como los de los fenicios, cartagineses, griegos o egipcios, pueblos con quienes mantuvieron contacto e intercambios comerciales¾, pero que tampoco adoptaron.
La fuerza de su cultura se transmitía de modo oral. El druidismo, en su función educadora, formaba y transmitía esa cultura durante un período de formación de hasta quince años, durante el cual se enseñaban filosofía, astronomía, música, oratoria y medicina. Debían también memorizar fielmente todas las leyendas, poemas, canciones e historia precedentes. Pero para llegar a ser druidas debían conocer, además, las fórmulas de los ritos, de los conocimientos sobre cómo combinar las cualidades de las plantas y animales para fabricar tanto remedios para las enfermedades, como fórmulas mágicas.
Por ello, respecto del pergamino que contiene la leyenda, y abundando un poco más tanto en lo que me reveló mi amigo el arqueólogo, como lo que yo mismo consulté por mi cuenta, sabemos que fue a partir del siglo VII cuando se empezaron, por vez primera, a recoger en textos escritos las múltiples leyendas existentes en la tradición oral. Casi siempre a cargo de monjes cristianos que, conforme a sus creencias, eligieron los que más se ajustaban a la nueva moral y descartaron aquellos que pudiesen incurrir en herejía o ser contrarios a los intereses de la iglesia, salvo en aquellos casos que les sirviesen como ejemplo de escarnio.
En otras muchas ocasiones, las transcripciones no fueron puras, sino que el escritor las adaptó conforme a sus gustos, añadiéndoles elementos de la nueva doctrina o cambiando los personajes protagonistas originales, por santos de la nueva religión.
Pero este sincretismo de la iglesia católica tuvo también un claro antecedente en el mundo romano que, en el ámbito religioso, adoptó como propias muchas de las divinidades celtas a las que, sencillamente, cambiaron de nombre. La existencia de ese sincretismo constatado es, para muchos, la prueba certera de que la cultura invasora, pretendidamente superior, no era tal. Y que, pese a la superposición de estratos, las bases de la cultura celta, afloraron y prosiguieron marcando el modelo social y cultural hasta la actualidad, donde aún puede rastrearse en el folclore, la música, las leyendas y las fiestas paganas y religiosas.
El caso es que, volviendo a la discusión acerca de la leyenda y a mi conversación con Ana, ella, sorprendentemente, creía cierta, o al menos verosímil, la existencia de la estatua de oro. Incluso, a partir de los poemas, suponía que, de acuerdo con la profecía, ese rey Uriel que mencionan y que juró retornar ¾pese a no figurar ninguna mención expresa a cuándo¾, lo haría dentro del seno de una de esas “cuatro familias” que coinciden en nombrar los dos textos. Ello explicaría, de creer en ello, el por qué fueron transmitidos de generación en generación, así como la existencia, tanto de los dos pergaminos, como de la suposición de Ana sobre la posibilidad de que hubiese otros, similares: cuatro, uno por familia. 
Esa posibilidad, desde mi punto de vista, aunque lógica, podía ser irrelevante: porque podía ser que en dos de esas cuatro familias a nadie le diese por plasmar en un soporte físico la tradición oral heredada o, sencillamente, que alguien, en el curso de la historia hubiese roto la cadena. Tanto porque alguno no hubiese tenido descendencia como por cualquier otro motivo desconocido, cuya enumeración de posibilidades sería larga de hacer.
Pero, sobre todo, me parecía que esa clase de interpretaciones textuales no tenían mucho sentido dentro de la irrealidad que, por definición, tiene toda leyenda. Y, además de ver tras todo ello explicaciones necesariamente más prosaicas, le objetaba también que resultaría complicadísimo comprobar su veracidad, dada la necesidad, por ejemplo, de reconstruir, cuando menos, los árboles genealógicos de Ramón Escadas y Luis Uría. Laberintos imposible de recorrer teniendo en cuenta la antigüedad que suponemos al origen de los textos. Y, aunque fuésemos capaces de remontarnos hasta la época en la que fueron escritos, resultaría imposible avanzar más atrás, dada la conocida inexistencia de documentación de ninguna clase. Y, por si esto fuera poco, ¿quién nos garantiza que los propietarios actuales de esos pergaminos proceden de las primitivas familias donde se originó? No se puede descartar la alta probabilidad de que hubiesen cambiado de manos: robados, vendidos, yo que sé...
Me parecía mucho más verosímil la suposición de que, si la leyenda trascendió, fue más que nada por el deseo incumplido de encontrar el tesoro oculto del rey Uriel, que es una creencia muy fácil de mantener viva, pese a que tal tesoro pueda existir realmente o no.
             Ana no negaba que esta tesis mía contuviese parte de la verdad. Pero consideraba que además había otras razones que se nos escapaban.
            No sé por qué te hablo de estas conjeturas de Ana en las que, decididamente, no creo. Porque esto ya no lo encuentro lógico. Nadie me va a hacer creer, por supuesto, en el regreso de los muertos y menos aún que puedan hacerlo en el seno de la misma familia que sus ancestros. Tampoco que nadie pueda transmutarse en oro una vez y de oro en carne viva, otra. Y respecto a la amante condenada a esperar a su amado: ¿qué sabemos de ella? ¿Cuánto tiempo pudo esperarle, quizás toda su vida, hasta morir?    
            Es obvio que en esto, la profecía falló, puesto que de haberse cumplido ya, no tendría sentido que la leyenda permaneciese tal cual, sin incorporarse el final del regreso del rey junto a su amada. Y si no falló, la amada estaría indudablemente muerta, ya que las leyes de la vida le impedirían esperar el larguísimo regreso del amado.
            Según Ana mi incredulidad no implicaba que otros sí creyesen y ese era especialmente el peligro.
            —Pero ¿qué otros? —le dije.
         Los mismos que siempre han buscado el mismo tesoro, sin encontrarlo. Aunque el verdadero premio nunca es el oro —me contestó.
            —Pero, ¿quiénes? —insistí.
Todos, la historia está llena de casos —me dijo. Y no quise inquirir, ante su evidente evasiva, porque supuse que era inútil. Pero lo intenté de otro modo:
—Eso que dices de que el premio nunca es el oro me recuerda a una leyenda que no sé si conoces, de la moura que en la mañana de San Juan sale de su casa cargada con un tesoro formado por finas piezas de oro, las extiende sobre una tela y pide a quienes pasan, que escojan, de lo que ven ante sí, la que crean tenga más valor. Si aciertan, será suya, sin pagar nada a cambio. “Pero sólo tenéis una oportunidad”, les dice. Todos, sin excepción, eligen la pieza de mayor tamaño, o la que más brillantes engarza. Pero, al intentar cogerla, se desvanece entre las manos, como si no fuese más que un fugaz espejismo. “¿Cuál es el error?, sin duda mi elección era correcta”, pregunta cada uno de ellos, sin reparar en que, lo más valioso, no era el oro, sino ella. La prueba se repite siempre con idéntico resultado. Por ello, la moura, como ser a caballo entre dos mundos, que no consigue su liberación, se convierte en carbón en algunas versiones o en fuente encantada, en otras.
             —Sí, ese es un buen ejemplo y una bonita prueba de amor, si eres elegida. Ahora ya no se hacen pruebas de amor, sólo se hacen frases. Casi siempre vacías de verdad.
            —Yo nunca te haré frases que no pueda cumplir.
            Ana sonrió y, lapidaria, me dijo:
            —Nada hay de cierto en el corazón de los hombres, porque aun cuando el corazón siga latiendo con la misma frecuencia, no siempre sus razones mandan. En el mundo manda más el oro que el amor. Vence siempre la ambición sobre la generosidad y también el egoísmo sobre la entrega. Salvo que el llamado amor sea sólo sexo sin compromiso.
          Y yo, en un arrebato romántico, que al recordarlo ahora para explicártelo a ti, casi me sonrojo, le dije:
            — ¿Cómo puedo saber si los sentimientos de mi corazón son inciertos cuando me dicen que te amo?
            —Superando una prueba.
            —Y la prueba, ¿cuál será?, ¿ser capaz de resistir el peligro de los buscadores de oro que según tú persiguen el tesoro y puede que también vengan contra mí, hasta el punto de que dices que habrá muertes? ¿Acaso la mía? ¾expresé teatralmente y de un tirón. Pero Ana permaneció en silencio, pensativa. Finalmente, alzando sus ojos, me miró y dijo:
         Creo que es mejor que antes de que yo te conteste a esa pregunta, te la contestes tú a ti mismo. La prueba de amor no será para convencerme a mí, sino a ti, de tus propias creencias y de tus sentimientos. Y ahora todavía no estás preparado. Estás demasiado lejos de poder conocer y asumir la verdad que encierra la respuesta.
             Lo dijo tan en serio y resultó tan tajante frente a lo que no entendió como broma ¾y lo era¾, que no me aventuré a replicar más. Tímidamente, me atreví a añadir:
¾Está bien ¾y puse cara de lo siento y también un poco de cordero a punto de degollar.
Menos mal que el resto del día no volvimos a hablar de ello. Tan sólo me dejé ir, hundirme lentamente en sus brazos, en el calor de su cuerpo, en sus besos, en el mar de sus cabellos, en su ternura infinita, en su suavidad extrema... y no se me ocurre nada más que decirte, sin trascender del ámbito de la poesía, pero te aseguro que es mucho. Deberías enamorarte alguna vez, en serio. ¡Ja! Es broma, sé que vosotros, los poetas, lo estáis siempre y más tú que eres un fiel amante y compañero, como creo que dices en alguno de tus poemas. En este punto sé que destrozarás el casete a patadas. Pero cálmate, porque voy a cambiar la cinta, a ponerme otra copa y relajarme un poco. Luego vuelvo.






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