viernes, 9 de septiembre de 2011

HOY CAPÍTULO 7 DE LA NOVELA "TODO ESTÁ ESCRITO"

SIETE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE  BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA  CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 3

He estado hablando un buen rato sin darme cuenta de que se había terminado la cinta. Este maldito cacharro, simplemente, se para y no avisa. Con el esfuerzo que me estaba costando reproducir la conversación. En fin, no hay otro remedio que volver atrás.
 La cinta se ha quedado cuando Ramón me advertía acerca de Ana. Traté de explicarle que era él quien se equivocaba. Que ella no tenía nada que ver ni con los poemas, ni con ese supuesto tesoro. Pero Ramón pensaba todo lo contrario: ¿cómo si no hablaría de los buscadores de oro?, ¿cómo si no iba a saber que había habido muertes? Ni tampoco mencionaría ese presentimiento sobre algo malo que, de algún modo, me afectaría a mí. Ni siquiera me pondría en guardia ante Luis Uría, como veladamente hizo.
 Ramón fue refutando, uno por uno, todos mis argumentos, mientras que yo comenzaba a sospechar que la ingenua defensa que yo hacía de Ana, más que lógica, era sentimental. A fin de cuentas, razonaba Ramón, yo casi no la conocía. Y había entrado en mi vida por una puerta falsa, no de un modo casual o accidental. Sí, era cierto. Pero también lo era que se acercó a mí con las cartas boca arriba, preguntándome directamente por el poema, cuando, si tuviese intenciones o intereses poco confesables, sencillamente, podía haberlo evitado. En ese caso, le sería mucho más útil la discreción: dar un rodeo, tantearme y más tarde, dejar caer, como quien no quiere la cosa, cualquier pregunta sobre mis conocimientos sobre ese tesoro, si era eso lo que pretendía, tal como sugería Ramón. Pero bien podía ser que su interés no fuese más que intelectual, desinteresado, y que estuviésemos buscando fantasmas donde no los hay. Porque, ¿cómo se explica que sabiendo desde el principio que yo no tenía idea de nada, no hubiese ahuecado el ala y si te he visto no me acuerdo?
— ¡Pero mira que eres parvo! Qué ella fuese directa y al grano, no es relevante. Míralo así: ella sabe desde el principio que tú desconoces completamente el asunto pero, en cambio, te convence para que vengas a hablar conmigo. ¿Por qué?: porque tú eres el puente hacia mí, y yo, como poseedor del poema, sí podría saber algo más.
— ¿Y por qué razón ibas a saber más? Si fuese así, no me pedirías a mí que investigara su origen.
Pero tú la creíste. De hecho, estás aquí. Tu propia aceptación de su sugerencia le ha abierto la posibilidad de que, efectivamente, yo tenga más datos.
—Sí, es posible.
Claro que es posible. Y a eso, súmale que ella a ti no te ha contado nada acerca de sí misma. Ni siquiera te ha dicho sus apellidos, ni donde vive, ni a qué se dedica: nada de nada… finalmente, no sólo te ha dicho que ha habido muertes, sino que va a haber más en el futuro. ¿Qué más prueba quieres?
Sus palabras se me clavaron como un puñal en el centro del corazón. Y esto no es una metáfora. Te juro que percibí un dolor real y físico dentro del pecho. Por un momento, llegué a sentir hacia Ramón un resquicio de odio, a pesar de que pensaba que era muy posible que tuviese toda la razón. Y eso todavía me dolía más. Todo era muy extraño y si acaso yo, demasiado ignorante y, sobre todo, demasiado ingenuo.
 La actitud de Ramón me hizo caer en la cuenta de que lo que Ana había dicho no eran simples conjeturas, que ese tesoro de que habla el poema existía de verdad o al menos, como también dijo, que hay gente que cree en su existencia: el propio Ramón, e incluso otros, Luis Uría, la propia Ana o quien sabe quién más. Ramón decía no tener ninguna duda y su mirada, tan dura como el granito de la chimenea, me resultó por un momento como la de un desconocido, o mejor, como la de un enemigo. Una mirada que me hacía sentir arrojado en el centro de un desolador océano en el que todo a mi alrededor era absolutamente desconcertante y doloroso.
Permanecimos unos segundos en silencio, pensativos. Luego me miró y vi que sus ojos ya no eran de piedra. Creo que Ramón se dio perfecta cuenta de mi desconcierto e incluso de ese dolor en el pecho y hasta de mi atisbo de odio. Después sirvió dos copas más de licor café, me acercó la mía y, levantando la suya, dijo:
Yo sé muy bien lo que es estar enamorado y también conozco perfectamente el dolor de perder a la persona que uno ama. Pero tú no has perdido nada aún, quizás ganes más de lo que piensas y yo, quizás y ojalá, esté equivocado y todavía esté a tiempo de cumplir con mi destino. Así que brindemos por eso.
— ¿Y qué puedo hacer yo?
De momento, escuchar y llevarte de aquí lo que has venido a saber. Aunque no lo creas, eso es ahora lo único que puedes hacer para ayudarme y también, para ayudarte a ti.
Me quedé absolutamente hundido en el sillón. Empezaba a sentirme parte de algo que, aunque me había alcanzado de rebote, estaba ya provocando, no sabía cómo, que mi vida diese un giro hacia lo desconocido. Pero pensamientos y sentimientos se me mezclaban caóticos, sin saber bien qué carta jugar, ni que decir o hacer. Tal vez fuese demasiado tarde para dar marcha atrás. Y además no quería desandar nada. Quería saberlo todo y sobre todo, quería a Ana. ¿Qué me importaba a mí ese oro? Pero si le importaba a ella y lo quería, hasta estaba dispuesto a ayudarle a conseguirlo. Aunque no a cualquier precio, claro.
Asentí a las palabras de Ramón con la cabeza, sin ganas de contestarle. Él comenzó a hablarme despacio y a contarme que la casa en la que estábamos tenía más de doscientos años de antigüedad: antes que él habían nacido en ella siete generaciones de su familia paterna y, al parecer, había sido construida por un francés, que se había quedado en España tras la invasión napoleónica. Más tarde, ese francés, del que dijo no saber el nombre, se la vendió a un antepasado de Ramón, panadero de profesión. A la casona, entonces, le fue adosado un horno, que todavía se percibe claramente que se construyó más tarde que el resto.
             Ramón conserva abundante documentación de los antepasados que ocuparon la vivienda, aunque lamenta que muchos papeles se hubiesen perdido o hubieran sido usados para encender el fuego, cosa que vio muchas veces hacer a su propio padre, cuando escaseaban las piñas, y consideraba que tales escritos habían caducado y no servían ya para mejor cosa.
¾Por ejemplo, el documento de compra de la casa, si es que lo hubo ¿se quemó también? ¡Porque ese no caducaba!
Aún pesar de sus lamentos y, de algunas importantes lagunas, Ramón logró hacerse con material suficiente: numerosos recibos de compra-venta de animales y tierras, que le permitieron averiguar el origen, tanto de las propiedades rurales de su familia, que al parecer son bastantes, como de las fechas y años, los nombres y las firmas.
            Me contó también que había tratado de indagar en el árbol genealógico. Pero el Ayuntamiento de Vilarmaior fue pasto de las llamas en el año 1952, y toda la documentación que almacenaba, se perdió en aquel incendio. No había quedado más rastro que el insondable e imprescindible archivo parroquial, que sí había podido consultar, pese a los innumerables impedimentos que el propio cura le puso para hacerlo. El dato más antiguo que encontró fue una boda, en 1822, que, según sus cálculos, podría coincidir con la fecha en que su familia adquirió la vivienda, junto con la finca. El rastro a partir de aquí era demasiado difícil de seguir para Ramón, que se negó a consultar el resto de los archivos parroquiales de Galicia, porque averiguó muy pronto que el estudio de una sencilla rama de su genealogía, llegado un punto, se ramificaba cada vez más, llevándole hacia las más diversas y más distantes parroquias, tanto de Ferrol, como de fuera de Ferrol.
            Pero Ramón ¾vamos a lo importante¾, había tenido sus dos fuentes principales de información en su padre y en su abuelo, que además de haberle contado la historia de sus antepasados, también, tal como había predicho Ana, le pusieron al tanto de la significación del poema y de la leyenda a que hace referencia.
            Me viene ahora a la cabeza una anécdota que me llamó mucho la atención cuando Ramón me la contó, aunque no ese día, sino hace ya bastante tiempo, porque relativiza nuestro concepto del tiempo, y creo que viene a cuento ahora traerla a colación aquí.
Siempre pensamos en el tiempo tomando como medida la duración de nuestra vida y casi nunca las divisiones de la Historia. Doscientos años, son, para nosotros, una eternidad. Hace doscientos años, era 1799. Incluso a mí me parece una fecha prehistórica. Obviamente, para la Historia, ese tiempo es un simple parpadeo.
            Pero antes de que me confunda de historia, de tanto mencionarla, te la contaré: la abuela materna de Ramón murió a los noventa años de edad. Pero antes, por supuesto, cuando mi amigo debía andar por los diecisiete o dieciocho años, ella le contaba a su nieto viejos recuerdos de cuando era niña. Le hablaba, a su vez, de su propia abuela, que también murió casi centenaria y que era, lógicamente, la tatarabuela de Ramón. Y mi amigo hizo un rápido cálculo mental y le dijo:
            —Pero si tu abuela podía ser la novia de Napoleón.
     Pues, sí: casi son de un tiempo —dijo la abuela de mi amigo.
            Y ella la había conocido. Dos siglos y cinco generaciones parecían converger en el punto de aquella conversación. La propia casa en la que estábamos había sido exactamente la misma para siete generaciones y todos ellos, habían vivido de un modo similar, casi idéntico, salvo quizás Ramón, que había llevado muchos años una vida urbana, aunque ahora también comparta el mismo lugar y un modo de vida similar al de sus ancestros. En fin, ¡que pobre es el valor del tiempo de una sola vida!
            El abuelo de Ramón, de nombre Ramiro, fue quien le mostró por vez primera el poema, con el permiso de su padre, que también se llamaba Ramiro. Ramón tenía veintiún años y había alcanzado la mayoría de edad, que entonces se consideraba a tal edad. El texto, como ya sabes, está escrito en pergamino, un invento de los turcos, o mejor, de los griegos que habitaban la parte occidental de Turquía y que fundaron Pérgamo: la madre del cordero. Allí estuvo también Ramón, hacía tres años, contemplando entre las ruinas, el brillo del esplendor pasado.
Como comprenderás, no recuerdo las palabras exactas que me dijo mi amigo, así que te lo contaré con las mías, pero procurando ser lo más fiel. Trataré de hacerlo como si fuera él. Más o menos la historia que le contaron fue así:
     Mi padre —contaba Ramón— nunca creyó del todo ni en la leyenda, ni en los cuentos de mi abuelo. Creo que por eso el viejo Ramiro, ante el temor de que el evidente desinterés de mi padre truncase la línea de transmisión del poema y su historia, decidió, eso sí, en su presencia, ponerme al día de los acontecimientos. Me contó que, “desde el origen de los tiempos”, nuestra familia había estado en posesión de un secreto.
Mira, neno, lo más importante que hay en un hombre es la palabra. Cuando uno da su palabra, no hay papel ni circunstancia que puedan cambiarla. Y nosotros, nuestra familia, siempre fuimos gente de palabra Me miró fijamente y añadió con firmezaY tú ahora me tienes que dar tu palabra de que harás lo que te voy a decir.
 Yo por supuesto, asentí, un poco acobardado, porque mi abuelo siempre había sido un hombre de carácter y cuando levantaba la voz, todos los demás nos encogíamos.
Me tienes que jurar que este papel que desde ahora es tuyo, se lo darás a tu hijo y le harás jurar lo mismo que tú me vas a jurar ahoraevidentemente, volví a asentir. Mi abuelo continuó.
Mira, en nuestra familia somos todos, desde hace muchos años, campesinos. Mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo ya cuidaban estas mismas tierras y vivían en esta misma casa. Pero en los primeros tiempos del mundo no era así. Nuestra familia procedía de noble cuna y vivía al servicio de un rey que se llamaba Uriel. Antes de morir, el rey prometió que un día su linaje volvería a reinar en Galicia, pero el heredero de su línea de sangre no sería reconocido. Por eso, reunió a los nobles de su confianza y les hizo jurar que su historia y su promesa, no se perderían, para que un día, cuando llegase el elegido, todos supiesen que era el verdadero rey. Todos nuestros antepasados y nosotros mismos, tenemos la alta misión de encontrar al heredero y protegerlo, porque le acecharán numerosos peligros antes de que cumpla su destino Y para eso, nosotros, todos nosotros, deberemos siempre estar atentos y proteger el linaje del que un día nacerá.
Mi padre no pudo dejar de intervenir:
No sé porque le vienes con esos cuentos de vieja al rapaz. No me extraña que nuestra familia, si alguna vez fue noble, haya venido a menos por creer en esas patrañas.
 Los ojos de mi abuelo se inyectaron de repente en sangre e incluso levantó su mano con ademán de arrearle una bofetada, pero el gesto se quedó en el aire.
Te salvas que ya eres mayor para que tenga que volver a pegarte. Muchas tienes llevado y aun así, nunca conseguí hacer bueno de ti. Tu padredijo dirigiéndose a mínunca tuvo fe en nada y por eso nunca fue nada. Ni cree en Dios, ni en nuestra familia y hasta dice que este documentoy se puso a blandir el rollo de papel en el airees falso. Por eso, tu padre no cuenta. Estás aquíle dijo a élporque yo no voy a romper el juramento que le hice a tu abuelo, pero quien sabe si tú cumplirías el que me hiciste a mí. Y por eso quiero que mi nieto sepa la verdad y no que nuestra familia quede maldita para siempre y todos digan que no somos gente de palabra, ni de fiar. Porque lo más importante que tiene un hombre es su prestigio y si un hombre no tiene palabra, no tiene prestigio ninguno.
Mi padre continuó su réplica, sin importarle el enfado de mi abuelo.
— ¿Pero cómo quieres que crea en eso? ¡Por Dios!
 Y mi abuelo:
No blasfemes, que tú siempre fuiste ateo y ahora mencionas el nombre de Dios en vano.
Pero, papá, ¿no ves que es imposible que un rey vuelva a gobernar Galicia? Ni siquiera sé de donde sacas eso, porque en ese trozo de papel no se dice nada de nada.
Claro que lo dice, pero tú no sabes ni leerlo. Está muy claro que un descendiente del rey vendrá para cumplir su destino y el destino de un rey siempre es reinar.
Eso no es así
— ¿Cómo que no es así?
Ese viejo poema no dice nada de ningún descendiente. Lo que dice es que el mismo Uriel volverá para cumplir su destino. Pero no que ese destino sea reinar, sino volver al lado de su amada. ¿Y cómo quieres que crea que un rey muerto va a resucitar? Y tú, que eres católico ¿cómo puedes creer en reencarnaciones y resurrecciones más allá del día del Juicio Final?
— ¿Qué sabes tú de la religión para hablar así replicó mi abuelo, ¿acaso crees que todos en nuestra familia estamos equivocados menos tú?
No, papá. Pero si esa leyenda pasó de mano en mano tantos años, lo más seguro es que no quede ya nada de cierto. Porque cuando me lo contaste a mí ni siquiera me dijiste lo mismo que ahora a Ramón. No mencionaste, por ejemplo, que había que proteger al rey, ni que estuviese en peligro.
Pues si no te lo conté es porque se me pasó, que no me lo inventé yo. Mi padre me lo dijo a mí y a él su abuelo. Nadie inventó ni eso, ni ninguna otra cosa.
Pero al igual que a ti se te pasó contarme ese detalle, a tu padre también se le pudo olvidar algo y allá va la mitad del cuento en sólo dos generaciones. Seguro que si le preguntas ahora a Ramón lo que le acabas de decir, no lo repite todo exactamente.
Deja de confundir al rapaz, que ni es tan tonto como crees, ni tú debieras de meterte en esto, porque sólo vas a conseguir que tanto esfuerzo de nuestra familia a lo largo de yo que sé cuántas generaciones, se acabe por perder.

Evidentemente, la perorata del abuelo no cayó en saco roto. Ramón se tomó muy en serio la historia y, como yo acababa de descubrir aquella misma tarde, había dedicado gran parte de su vida al estudio de todo aquello que pudiese tener relación con el poema y con su familia.
            Pero el tiempo se nos echaba encima. El reloj ya había marcado las ocho y yo tenía la sensación de que la historia que Ramón me contaba no había hecho más que empezar. Así que, al final, me pidió que le echase una mano en la cocina, me quedase a cenar e incluso pasase allí la noche, porque, ante la velocidad que estaban tomando los acontecimientos, creía que el único modo de poder hacerles frente, era estar preparados. Y para eso yo tenía aún que ponerme al día de muchas otras cosas.







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