OCHO
TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA
CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 4
Un poco antes de las diez, comenzaron a llegar los invitados, hasta un total de nueve, con lo que finalmente nos sentamos a la mesa once personas. Todos viejos compañeros de trabajo, con excepción de un par de amigos, los únicos que Ramón conservaba desde niño y que, aunque ya no vivían en la aldea, sino en Coruña, mantenían también la casa familiar en Vilarmaior y las raíces, aunque ahora muy crecidas, pero que seguían alimentándoles con el mismo agua y la misma tierra. La cena, gracias a esas relaciones de amistad de muchos años y de muchas vivencias en común, transcurrió más animada de lo que yo había pensado, que no sé por qué imaginaba a un grupo de amigos del buen yantar, unidos tan sólo por su afición a la mesa bien servida y bien regada, lo que tampoco dejaba de ser cierto. Tras la comida, el postre, el café, las copas de aguardiente para unos y de güisqui para otros, animaron la velada hasta prácticamente las dos de la mañana.
Cuando al fin nos quedamos solos, después de una inacabable y reiterada despedida en el porche y tras aguardar a que el último de los automóviles traspasase el portal de la finca, yo empezaba a tener la impresión de que nuestras manos tendían a asemejarse al limpiaparabrisas de un coche, mientras que Ramón no hacía nada para disimular un profundo suspiro. Ante mi mirada, que trataba de ser cómplice y sincera, quiso corregir la falsa impresión que tradujo de mis ojos. Me explicó que siempre apetecía aquella cita mensual que rompía sus rutinas y su soledad. Una soledad que, sobre todo al caer la noche, torturaba su cabeza con la evidencia de la casa vacía y con los viejos recuerdos: demasiado dulces para no ser más que espejismos intangibles del pasado. Pero esa noche tenía la cabeza tan en otra parte, que hasta los chistes los rió a destiempo. Había mirado discretamente su reloj más de una docena de veces y ya antes de servir el café estaba deseando que alguien propusiese salir a tomar una copa en algún sitio, como solía ser costumbre tras cada cena, para poder despedirlos con la excusa de que me tenía a mí de invitado.
Dejamos la mesa sin recoger y nos fuimos directamente al estudio. En la chimenea apenas humeaban ya las últimas ascuas y el ambiente se había enfriado tanto que, a pesar de tener aún en la piel la helada que el aire metía en el porche, no pude evitar un escalofrío. Así que yo mismo coloqué algunos de los troncos apilados al lado de la chimenea, dentro del hogar y traté de encender un fuego que se me resistía a crecer y a morder la madera: simplemente parecía lamerla con dulzura, sin la pasión necesaria para hincarle el diente, que era lo que a mí realmente me pedía el cuerpo al pensar en Ana. Ramón, en cambio, parecía no tener frío, ni malos pensamientos, y se entretenía mirando divertido mis maniobras de inexperto pirómano.
—Seguro que te apetece una copa de aguardiente tostada. Tengo una que me traen de Cordeiro, cerca de Padrón, que es excelente —dijo en cuanto el fuego comenzó a perder su timidez.
— ¿Por qué no? Ahora que ya empiezo a sentir calor por fuera, no me vendrá mal un poco por dentro.
Ramón se fue hacia una de las librerías que enmarcaban la puerta de entrada, retiró dos libros y metió la mano hacia el interior. Por un momento llegué a pensar, vete tú a saber por qué, que tenía la botella allí escondida. Pero, de repente, todo el mueble giró hacia un lado, como haría una puerta cualquiera, dejando ver tras de sí un hueco no más grande que el de un ascensor. Pero el lugar en que debería estar el suelo no era más que un agujero, por el que descendían unas escaleras, transversalmente dispuestas respecto a donde nosotros estábamos. Debí poner los ojos como los de un besugo a la parrilla, porque Ramón sonrió y dijo.
—— ¿Sorprendido?
—Totalmente.
——Esta especie de zulo lo construyó el primero de los Escadas que vino a vivir a esta casa. Pero lo curioso del caso es que mi abuelo y mi padre no conocían su existencia.
Dijo subrayando el no con cierto retintín y sacando a relucir una sonrisa pícara. Pero, a pesar del tono orgulloso con el que me explicaba su gran descubrimiento, no fue más que pura chiripa, digamos que sonó la flauta por casualidad, o mejor, la campana. Me explico: hacía cosa de unos cinco años, cuando decidió hacer obras en lo que había sido primero establo, luego bodega, y ahora estudio, tuvo la ocurrencia de derribar un tabique, tras el que sólo había el hueco inútil de la parte inferior de la escalera que sube al piso. De ese modo conseguiría ganar algunos metros. Unos metros que su familia ya aprovechaba, pues en aquel cuartito había dos artesas, que usaban como baños, en las que introducían los despieces de cerdo que ponían a salar. Ramón, manos a la obra, derribó la pared y retiró el escombro. Pero el suelo, de tierra pisada, estaba unos diez centímetros más alto que el del estudio. Así que se armó de pico y pala con la intención de rebajarle altura. A la tercera vez que golpeó, oyó un estruendo igual que si batiese con una maza contra un gong: acababa de topar con la trampilla de hierro que ocultaba el comienzo de las escaleras.
——Venga, bajemos. Entra sin miedo, que le he instalado luz —dijo, al tiempo que accionaba el interruptor. Francamente, no sentía ni asomo de miedo. Ni siquiera me hubiese importado que faltara la luz y tuviéramos que usar un simple mechero. Al bajar las escaleras de piedra tuve la ocurrencia de ir contando los escalones: eran nueve. Llegamos a una habitación de unos tres por tres metros, con un techo muy bajo, de menos de dos metros de altura, que me produjo una sensación extraña, casi claustrofóbica. Aunque ni Ramón ni yo precisábamos agacharnos, no quedaba siquiera un palmo de espacio entre nuestras cabezas y los pontones de madera que sostenían la techumbre. Las paredes estaban hechas a base de pequeñas piedras de granito, sujetas entre sí por una sencilla argamasa de barro. Justo frente al pie de la recta escalera tenía Ramón su pequeña bodega particular. Calculo que no habría más de un centenar de botellas, entre vinos y licores, aunque todas notables por su calidad o su solera. Las había acostado dentro de viejos cajones y protegido entre sí por virutas de madera, de tal modo que parecían niños de una familia numerosa y pobre, durmiendo en silencio. El resto del mobiliario de aquel sótano lo formaban, únicamente, una mesa medio desvencijada y dos sillas.
——Este es mi refugio nuclear particular. Nunca se sabe, pero a lo mejor me veo obligado a utilizarlo para algo más que para almacenar botellas —dijo en el mismo tono enigmático y burlón que llevaba todo el día exhibiendo. Y en seguida, añadió— Por cierto, tú eres la primera persona que baja aquí, aparte de mí, claro.
—Entonces, ¿por qué hay dos sillas? —le espeté con la intención de resultar irónico, pero en un tono que incluía también un deje de desconfianza, que sólo percibí después de haber formulado la pregunta.
——Vaya, veo que comienzas a reparar en los detalles. Buen síntoma —dijo sonriente, devolviéndome el golpe con elegancia—. Yo también me pregunté eso mismo la primera vez que bajé aquí. Y todavía no encontré una buena respuesta. Quién sabe, igual uno de mis antepasados tenía una amante y utilizaba este lugar para sus correrías —demasiado prosaico para un día cargado de poesía y de leyendas, pensé. Pero no tuve tiempo siquiera de decirlo, porque Ramón se me adelantó:
—La primera vez que entré aquí, además de la mesa y las sillas, había un catre, con un viejo colchón relleno de hojas de maíz encima. Pero estaba demasiado mugriento, así que lo saqué e hice con él una preciosa hoguera.
Veía a Ramón demasiado divertido y al mismo tiempo demasiado misterioso. Comencé a imaginarlo como uno de esos magos que no paran de sacar objetos sorprendentes de su chistera. Pese a conocerle desde que yo era un niño, en ese momento, al mirarle allí, en aquel agujero bajo tierra, iluminado por una única bombilla derramando directamente una luz dura sobre su cabeza, que le hacía parecer más calvo de lo que en realidad estaba y alargaba hacia el suelo las sombras de sus cejas, de su nariz y de su barbilla, tuve la sensación de que era la primera vez que lo veía. Y esa sensación de diferencia física, todavía se acentuaba más al pensar que, desde que había puesto el pie en aquella casa, no había dejado de esforzarse en aparecer ante mí de un modo diferente al que siempre había sido, o tal vez en revelarse como lo que verdaderamente era. Pero, ¿por qué?
Creo que en ese momento fui consciente de que aquella desconfianza expresada en la inocente pregunta de las sillas, tenía su justificación. Y me dio miedo pensar que todo lo que yo sabía de él, todos mi recuerdos, no fuesen más que impresiones de una deliberada impostura, mantenida muchos años, si acaso durante toda la vida. Pero ¿por qué ante mí? Podía entender que se escondiese de los demás, que se disfrazase de otro ante no sé qué temor, fundado o no. En cambio, yo: ¿qué daño podía hacerle?
Y, profundizando aún más en esa desconfianza mía, tampoco me acababa de encajar que hubiese estado toda la cena mirando su reloj y ahora, pareciese no tener ninguna prisa. Ramón, casi sin dejarme terminar mis pensamientos, y de repente: ¡voila!, volvió a convertirse en mago y dijo:
—Todavía no has visto lo mejor de este lugar.
Se dirigió hacia la pared opuesta a la de la escalera, miró hacia mí y, en un gesto casi teatral, extrajo una de las piedras del muro y metió la mano en el hueco descubierto y accionó un tirador. De repente, un chirrido espantoso, como si algún objeto metálico rozase contra una dura roca, me provocó una desagradable dentera: una parte del muro comenzaba a desplazarse hacia dentro, dejando a la vista un agujero suficiente para que entrase por él una persona.
—El caso es que un día, limpiando la mugre de las paredes, caí en la cuenta de que ese trozo parecía diferente y que hasta sonaba diferente al golpearlo: arranqué un par de piedras y vi que detrás se ocultaba ese pasillo que hay que recorrer casi que a cuatro patas, ya que apenas tiene un metro de alto. En cambio, es muy largo: tal vez más de cien metros.
¾¿Y cómo es que se abre?
¾Porque se me ocurrió que podía convertirlo, lo mismo que hice con la estantería de arriba, en una puerta que yo mismo diseñé, usando una chapa de hierro a la que pegué las piedras, tal cual estaban y a la que coloqué un cierre hidráulico que compré en una chatarrería y que debió pertenecer al cierre de un garaje. Así puedo entrar y salir cuando quiero y, como ves, apenas se nota.
¾Y al final del pasadizo ¿qué hay?
¾Pues, nada, simplemente se termina en una roca plana.
—Pero eso es una estupidez. Nadie construiría un pasillo tan largo sin una salida al otro lado.
—Claro, claro. Y efectivamente hay una palanca, que tal vez debería hacer funcionar algún mecanismo que moviese la roca del fondo hacia afuera. Pero al empujarlo no pasa nada. La roca en cuestión, por su lado opuesto, debe dar al camino que limita con el final de esta finca. Antiguamente ese era un camino de carros, pero hoy está maravillosamente asfaltado, con lo que la losa ha debido quedar medio enterrada, aunque también es posible que las partes de hierro estén tan oxidadas que hayan quedado inútiles.
Intuía perfectamente cuál era el final de aquel pasadizo. La finca en la que estaba la casa de Ramón tenia veintisiete ferrados, el equivalente a unos trece mil quinientos metros cuadrados. De largo, podría rondar los ciento sesenta metros y, de ancho, alcanzaría unos 85, así a ojo. Aunque no era exactamente un rectángulo, sino que formaba una figura irregular. El terreno estaba limitado, en sus lados más extremos, por dos montes de eucaliptos, divididos entre sí por un prado de unos treinta metros de ancho, situado casi al centro y abarcando todo el largo de la finca.
Por eso, si la casa había sido edificada a unos treinta metros hacia el interior de la muralla que hace de cierre en el frontal de la parcela, el pasadizo debería tener algo menos de ciento treinta metros de largo. Calculé que, por su situación, debería caer bajo un extremo del prado, que sería lo más fácil. Porque de hacerlo bajo ese monte, con sus enormes rocas de granito, bien grandes y visibles, sería prácticamente imposible atravesarlas.
Lo que no veía lógico era que la tal piedra del fondo se desplazase hacia afuera, como Ramón había dicho, ¿por qué no hacia dentro? Así que le pregunté:
— ¿A qué distancia del final del pasadizo está la palanca que dices debería mover la piedra?
—A un metro, más o menos.
—Entonces, esa piedra debería moverse hacia adentro y no hacia fuera. De lo contrario, la palanca, por evidente economía de medios, estaría situada más al fondo. Si estoy en lo cierto, lo más probable es que el mecanismo no abra porque haya algún obstáculo en el interior que se lo impida. Si tienes una pata de cabra o una barra de hierro que sirva para hacer palanca y una linterna, mañana podríamos comprobarlo.
Ante mi seriedad y determinación, Ramón casi se echó a reír.
— ¿Y por qué tienes tanto interés? ¿Sólo por demostrarme que tal vez tengas razón y yo esté equivocado?
—Pues sí, viejo zorro, alguna de las bazas tiene que ser mía. Y ya que por una parte me acusas de ponerte en peligro y, por otra, tratas de impresionarme con tus libros y tus incursiones arqueológicas, déjame que te recuerde algo: tú eres el que me ha metido a mí en este embrollo. Llegaste a Santiago, vestidito con tu traje de cordero, diciéndome aquello de “a ver que puedes sacar en limpio de este poema” y ahora te pones a jugar conmigo, tratando de mantenerme en vilo con mucho suspense, pero sin decirme nada de lo que he venido a saber y que estoy seguro que tú estabas deseando desde aquel día, que supiera.
—Eso no es del todo cierto. Ya te he contado como llegó el poema a mis manos.
—Lo que me has contado y nada, todo es uno.
—Pues, claro. Esto también es parte de la historia, aunque todavía te queden algunas sorpresas por descubrir. Pero es mejor ir poco a poco, para que tengas tiempo de digerirlas, sin empacharte —dijo con el mismo brillo pícaro de su mirada, pero que esta vez sí me pareció la misma de siempre. No sé si porque ya me estaba acostumbrando a ella, o porque se había apartado de debajo de la luz.
Ramón extrajo de la pared una de las piedra que movía el resorte que abría la boca del pasadizo y, al soltarla, tal como si tuviese un muelle detrás, volvió por sí sola hacia su posición inicial. Y con ella volvió también el mismo ruido espantoso, que esta vez no me cogió desprevenido: me tapé los oídos con los dedos índices mientras veía como el agujero se cerraba, con una precisión que parecía decir: aquí no ha pasado nada. Ramón cogió entonces la botella de aguardiente tostada, que le había servido de excusa para hacer aquella excursión a las profundidades y volvimos de nuevo escaleras arriba.
Al llegar al estudio me puse a pensar en lo curiosa que resultaba la construcción de aquella casa. Aquel francés, si fue él quien realmente la hizo, no era nada tonto. Colocó la fachada principal hacia el norte, para aprovechar la luz solar al máximo en los otros tres frentes. Además utilizó la inclinación natural y excesiva del terreno, para evitar tener que excavar demasiado en el hueco que iba destinar a cuadra para los animales. Ramón, una vez muertos sus padres, decidió utilizar ese establo como bodega, para lo que, sencillamente, cubrió las paredes con cemento bruto y éste, con pintura gris. Pero luego debió arrepentirse, porque al convertir ese espacio en estudio, descubrió de nuevo las piedras. Aun así, seguía siendo el mismo semisótano al que, por lo demás, tan sólo le había ampliado el único respiradero con que anteriormente contaba, para hacer una ventana que en el exterior está casi a ras de tierra, aunque dentro quedase demasiado alta como para asomarse por ella.
Iba a sentarme en uno de los sillones orejeros cuando Ramón dijo:
—Y ahora, voy a mostrarte la última de las sorpresas de este lugar.
Se acercó al mueble que estaba justo al lado del que servía de puerta y que ocultaba las escaleras por las que acabábamos de subir. Éste también giró sobre un eje, dejando ver el resto del espacio contiguo al de la trampilla que bajaba a la bodega.
—Antes, este tabique no estaba y todo el espacio era uno —dijo refiriéndose a la pared que dividía el agujero por el que se bajaba al sótano y el que ahora estaba mostrándome. En ese momento caí en la cuenta de que en esos dos espacios, unidos, su familia guardaba las artesas con la carne de cerdo en salazón. Obviamente, era del todo imposible que cupiesen en el primer hueco que me había enseñado, poco más grande que un ascensor o una cabina de teléfono. ¡Qué lentísimo de reflejos había estado antes!, pensé. Pero, por vergüenza de mí mismo no dije nada. Ramón prosiguió, si detenerse ante mi estupidez o pasándola por alto.
—Dado que ya no podía aprovecharlo para integrarlo en el estudio, porque que me pareció mejor seguir manteniendo ocultos la bodega y el pasadizo, finalmente decidí usar ese rincón muerto para colocar en él mi viejo equipo de música y también, como pequeño almacén secreto.
Efectivamente, una vez la estantería girada, lo que se veía al fondo era el viejo tocadiscos de mueble de madera, cuadrafónico, con radio incorporada. Lo recordaba perfectamente, puesto que desde que era apenas un niño, lo había visto y escuchado muchas veces en el piso que Ramón tenía en Ferrol. Era un aparato enorme, con dos grandes altavoces integrados en el propio mueble y dos bafles más, también de madera, que Ramón había colocado a ambos lados del trebejo, aunque deberían estar enfrentados.
El resto estaba ocupado por un par de estanterías metálicas: una con su colección de discos de música clásica y la otra, llena de libros, que, esta vez sí me fijé, trataban sobre mecánica, jardinería, pintura decorativa y otros por el estilo.
Ramón me vio leyendo los títulos y dijo.
—Bueno, no parecen lo que son. Se trata de algunos de los libros que te mencioné y que todavía no he tenido tiempo de reencuadernar.
Cogí uno al azar y, efectivamente: en la portada se leía “Manual de Jardinería Básica” pero, al abrirlo, vi que en realidad se trataba de un volumen en inglés, titulado “Ritual Magic”, de W.E. Butler, en una edición americana de 1949. Las pastas, de cartón, habían sido pegadas directamente al lomo del texto con algo que parecía cola de carpintero.
Mientras, Ramón, puso sobre el plato del equipo varios discos apilados, gracias a un mecanismo que permitía que estos fuesen cayendo, una vez que la aguja llegaba al final del que se estaba reproduciendo.
—Ya no se hacen cacharros como estos. Ahora todo son discos compactos. Pero ahí lo tienes, con más de treinta años y sigue funcionando como la seda.
Comenzó a sonar el poema sinfónico “Die Moldau” de Friedrich Smetana, que yo sabía que era una de sus piezas favoritas. Y sonaba maravillosamente bien en aquel viejo tocadiscos. Mejor incluso de lo que recordaba o de lo que un momento antes, suponía que iba a sonar.
—Pero si te he enseñado este sitio no es para que vieras los libros, ni tampoco para escuchar este trasto.
Ramón se agachó frente al mueble del equipo y abrió las dos puertas que tenía en su parte inferior. Y la sorpresa fue que en el estante diseñado para guardar viejos vinilos no había ninguno, sino una caja fuerte. Ramón miró hacia mí, sonrió y dijo:
—No te hagas ilusiones, que no es dinero lo que guardo, sino papeles. Pero muy especiales, porque ¿a qué no sabes dónde los encontré?
—Pues, tú dirás.
—En una caja metálica que estaba sobre la mesa del zulo.
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