Podemos decir que los niños son crueles. Que no tienen conciencia del mal que causan y, en fin, podemos ponernos cuantas disculpas queramos para disfrazar nuestro fracaso como padres y educadores de esa nueva generación que un día nos gobernará.
Pero el problema es que nada cambia. Y si lo hace es para peor. Seguimos todos igual, transmitiendo los mismos prejuicios, cebándonos en el débil y sobre todo, en el diferente: (póngase aquí la diferencia que se quiera). Sobre todo si éste no repele nuestros golpes, ni los contesta.
Todos hemos vivido en carne propia o muy cercana el caso del niño que, acogotado por otro más fuerte, lo cuenta a un amigo mayor, que viene a su vez a poner las pilas al abusón. En mi caso particular, bastó que un amigo bastante ancho de espaldas me acompañase una sola vez y lo solucionase con una simple frase: “cómo me vuelva a enterar yo de que te metes con mi amigo, te pego una patada en el culo que te levanto del suelo”. Mano de santo. Pero es que mi amigo era el doble de grande que el otro y tenía cara de tener bastante mala leche y credibilidad para cumplir lo que decía. Lo malo es que algunos no tienen un amigo como el mío o ni siquiera, en su debilidad, se atreven a contarlo.
Y esto es lo que suele pasar con la violencia. “Yo era violento hasta que un día me dieron unas hostias”, dijo hace años, medio en broma, un muy amigo mío. A partir de aquel día la violencia dejó de tener utilidad. Y no digo con esto que al violento baste con un par de hostias para convertirlo, lo que sería una simpleza.
Vivimos en un mundo altamente competitivo, donde las oportunidades son para los más vivos, con un enorme individualismo. Y este es el problema.
No se fomentan las conductas solidarias, ni realmente se socializa el aprendizaje y la vida en las escuelas. No se enseña a valorar la diferencia. Al revés.
Y eso es lo que realmente se les enseña (y la forma de competir, también).
Violencia en la escuela
Bullying
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