Hace un par de días una madre preguntó a su hijo, ya en la treintena, qué era lo que quería como regalo de Navidad. Él contestó que unas zapatillas que había visto, que costaban 30€. La madre le regaló un ordenador portátil de 1.000€, porque sabía que era algo que deseaba, pero que dudo que le hiciera más feliz que las zapatillas.
Llega la cena de Nochebuena y uno no tiene hambre. No le apetece tanta opulencia, ni se vuelve ya loco por los pescados, ni por las carnes, ni por los turrones. Tiempos fueron en los que el pavo el era lo más cotizado y años más tarde, el marisco, que se comía una o dos veces al año (en Navidad y en las bodas). Pero hoy casi todo el mundo puede permitírselo un día cualquiera y a mejor precio que en Navidades, con lo que ya no se sabe qué poner en la mesa como algo especial.
Comentando esto mismo con la estanquera, ella dijo que días antes, hablando con su hermana sobre qué poner de menú en Nochebuena, la hermana le preguntó: ¿Cuánto tiempo hace que no comes unos huevos fritos con chorizo? La estanquera contestó “ni me acuerdo”. Y ese fue el menú especial, diferente a lo de siempre: huevos fritos con chorizo. Y hubo quien dijo haberse quedado más a gusto con una fruta y un yogurt.
Ya no sabemos qué regalar a los niños, que tienen de todo y más de lo que cabe en casa. Hay que ir sacando unos juguetes para que puedan entrar otros. Las casas se nos hacen pequeñas para tanto paquete y tanto regalo y tantas y tantas cosas que no sabemos para qué vamos a necesitar o si les llegaremos siquiera a dar uso. Pero, vamos, lo importante es el detalle, como suelen decir.
Así que, tras dejar de ser una fiesta religiosa cristiana, hoy esta fiesta es de los comerciantes, que de tanto vendernos de todo, nos han dejado hartos, hastiados, llenos hasta los topes de tanta repetición de consumo, de tanta comida que nos sobra, de tanto de todo que, al final, ni siquiera nos damos cuenta de que no lo necesitamos, ni lo deseamos siquiera.
Y esta opulencia nuestra y este destrago nuestro, es el hambre de otros. En este sistema competitivo, para que unos triunfen otros deben perder y para que unos coman hasta hartarse, otros deben morir de inanición.
A lo mejor deberíamos de cambiar de nuevo el sentido de la fiesta, ya no cristiana, ya no comercial, sino solidaria. Y la solidaridad debe empezar por uno mismo y por cada acción que uno hace. Que un grano no hace granero, pero ayuda al compañero. Tal vez deberíamos al menos pensarlo.
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