Fueron veinticuatro años de dueño de la finca de Irak. Hizo, como buen militar, la guerra en todas sus formas. Contra su pueblo, por supuesto, pero también contra Irán, contra Kuwaitt y contra Estados Unidos, a quien supo aguantarle el primer asalto: aquella madre de todas las batallas que decía él, como creyéndose el mejor estratega de todos los tiempos.
Ahí queda su arrogancia: colgando de una cuerda. Pero no era él sólo, a su alrededor supervivieron muchos tan o más sanguinarios que él.
Y en el otro lado del frente de batalla no se ve nada distinto: soldados que saquean, torturan y matan, sin contemplaciones, sin pararse en barras, no importa si mujeres, si niños, si periodistas. No importan todos los inocentes, esos daños colaterales están más allá del bien y del mal. No se paga por esos pequeños errores. Pero yo me pregunto ¿por qué no? Si la justicia existe, esa justicia universal que conoce exactamente el límite entre el bien y el mal, algunos más deberían pagar por su errores y ser condenados.
No condenados a la horca. Ni siquiera Saddam merecía esa ejecución, ni tampoco esa otra de balas que él quería. Porque no podemos juzgar y condenar las mismas penas con que castigamos. No hay ley moral humana que pueda justificar eso.
Pero los hombres no somos perfectos, ni los mejores. Matamos igual que matan los malos. Linchamos en la horca, como los cuatreros o lapidamos o agarrotamos, con la ley en la mano y la iglesia echando agua bendita.
saddam hussein
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