Ana estaba preciosa. Voy tan rápido contándote las cosas que me dejo la mitad por el camino. Doy por hecho que la conoces y ni siquiera la has visto ni en fotografía. Es que parece muy fácil, pero me resulta muy complicado hablarle con naturalidad a este cacharro, pensando que eres tú. Estoy gesticulando y no me ves, por lo que seguro que te pierdes el sentido de muchas cosas. Pero bueno, ya me he ido. Vuelvo. Ana estaba preciosa. A ti te hubiera gustado, con el pelo suelto, aunque no de leona, sino peinado hacia atrás, con mucha dulzura. Vestía una camisa blanca de lino, de cuello barco, muy floja y larga hasta las caderas, sin botones ni adornos. También llevaba una falda azul claro, que le llegaba a los tobillos, con dos cenefas de un azul más oscuro en la parte inferior. Al igual que el otro día, tampoco lucía adornos, salvo la misma torques en su muñeca y el anillo. Esta vez el conjunto me pareció moda gallega de nuevo cuño. Adolfo Domínguez, tal vez. Era imposible que la dejase escapar.
Llegó la hora del café. Dijo que le había encantado mi paella y yo, dándole las gracias, la invité a dejar la mesa y a sentarnos en el sofá azul del otro extremo del salón comedor de mi apartamento. Ella se llevó consigo su copa de vino, aun inacabada, sacó sus zapatos y se arrellanó, recogiendo hacia atrás sus pies sobre el sofá. Yo, tras poner la cafetera al fuego, fui a sentarme a su lado, evitando el sillón verde en el que cometí el error o la cobardía de sentarme la noche anterior.
— ¿Y de qué quieres hablar ahora?
Ana sonreía mirándome por detrás del cristal de la copa de vino que sostenía, balanceándola elegantemente en una mano que me pareció de porcelana. Me quedé con esa imagen porque, además de la blanca tersura de toda su piel, cada movimiento suyo desprendía una elegancia innata y un magnetismo que atraía de modo irresistible mi atención, hasta el punto de reparar en detalles como el modo en que cogía las cosas, caminaba, movía la cabeza o parpadeaba. Todo eso lo hacía delicadamente, pero al mismo tiempo con una exacta precisión.
Y yo, a veces, pienso que debo parecer idiota o estar tan pirado como tú para flipar ahora poéticamente en lugar de ir al grano. Además, creo que esto ya te lo he contado antes. Y encima me he vuelto a ir del hilo y voy a tener que darle para atrás a la puñetera grabadora para ver por dónde iba. Esto de la moviola, al menos, es la parte positiva de este trasto.
*****
Ya está: Ana me daba a elegir el tema de conversación. Fíjate que perderme justo cuando iba a contarte lo mejor.
Entonces yo dije algo así como:
—Quiero que me hables del presentimiento de que me podía pasar algo y también de tu profecía sobre la muerte a causa de ese oro en el que crees. Y ahora no me río ¿de acuerdo?
—De verdad que no te entiendo. Llega el momento del café y dices que quieres escucharme hablar sobre mi temor a que te pase algo y sobre la muerte a manos egoístas.
—Vuelves a tener razón —contesté y me quedé enganchado con su mirada. Fueron dos segundos de silencio, tal vez tres, ojos contra ojos, y luego, atraído por una fuerza telúrica o algo así, mi cuerpo hizo un acercamiento instintivo para intentar besarle los labios y mi brazo izquierdo fue a rodear su cuello. Ella, sencillamente, inclinó la cabeza hacia atrás, hasta quedar reposada en el sostén de mi codo, como un bebé en el regazo, y cerró los ojos. Y yo, en lugar de besarla inmediatamente, me quedé mirando su rostro, embelesado, unos pocos segundos. Disfrutando aquella foto inolvidable, de tanta belleza y tanta ternura. Y ella, de pronto, como extrañada de mi tardanza, levantó sus párpados. Entonces tuve miedo de que se incorporase y, sin más demora, en un rápido movimiento hacia adelante, le besé sus labios, rojos, carnosos, húmedos, deliciosos. Fíjate qué bonito.
El resto, si esperas que te lo cuente, vas a tener que leerlo cuando escriba mis memorias. Pero ya te lo imaginas. Así que abro un paréntesis y lo cierro el martes, a las diez de la mañana: han pasado diecisiete horas. Todavía seguimos en la cama.
Nada más despertar, la luz del sol ya entraba en tromba en la habitación, a través del hueco de un palmo que la persiana, estropeada, no consigue cerrar: las nueve y media. Buena hora para hacer una llamadita a la agencia y decir que se arreglasen sin mí. Tenía hambre porque, la cena del lunes, no recuerdo que la hubiésemos hecho. Ana dormía y, como buen anfitrión, me levanté despacito, me fui a la cocina y preparé zumo de naranja, café, tostadas… en fin, parecía domingo.
Cargué todo en una bandeja y volví al dormitorio. Ana estaba tumbada boca arriba, con los pechos desnudos que aquel mismo haz de luz inevitable de mi ventana, iluminaba y calentaba, y con su rostro en la sombra. Me senté en la cama y me quedé mirándola. Casi no se la oía respirar. Me acerqué hasta sólo unos centímetros de su nariz. Oía el aire entrar suavemente y salir templado por su cuerpo. Criatura preciosa: hasta en una mañana, con su largo cabello desparramado sobre la almohada y sus ojos cerrados, era bella. Y se diría que soñaba sueños plácidos, serenos, felices.
El caso es que me enamoré de Ana en ese momento. O mejor, me bastaron poco más de veinticuatro horas. No me preguntes por qué, ni como sé que estoy enamorado, porque ni yo mismo conozco la respuesta. Tengo ya treinta y cinco años y nunca antes me había sentido así. Ni siquiera de adolescente. Tú lo sabes, porque lo hemos hablado alguna vez y siempre te pareció mentira. Por eso tengo esa fama de mujeriego, que nunca he cultivado y que me ha caído encima. Pero es que si no te enamoras, es difícil mantener una relación con una mujer por mucho tiempo.
A lo mejor no soy un mujeriego redomado, sino que esa condición nómada, de unos brazos a otros, me fue impuesta por no haber dado, en toda mi vida, con alguien de quien mereciese la pena enamorarse. Ahora lo estoy. Casi que completamente, o al menos invadido de esa pasión que convierte a uno en un animal en celo.
Creo además que mi pasión es correspondida, con creces, por Ana. Es ella la que me arrastra a decir cosas que jamás he dicho a nadie, a ninguna otra. Incluso aquellas cosas que siempre me parecieron ridículas y cursis: los viejos clichés, parecen cobrar ahora un nuevo sentido.
Puede que tengas razón cuando dices en tus poemas que la pasión se alimenta de sí misma con tal rapidez que agiganta la percepción de los propios sentimientos. Y espero que no tengas razón cuando dices que la pasión es un fuego que al principio arde demasiado intensamente, pero que por eso se consume enseguida, deviene en cenizas y su huella, su recuerdo, sólo es humo. Ya ves. He vuelto a releer tus versos y lo que antes no me gustaba de ti, la poesía de amor, que siempre me parecieron chorradas para ligar que yo nunca había necesitado, hoy, no sólo la encuentro espléndida, sino que también, acertada, porque encaja como un guante con lo que yo siento.
Tal vez sea una estupidez, pero ahora, por primera vez, me importa el futuro. A mí, un tipo que estudió Historia, y por ello, con la vista puesta en el pasado y que, por otra parte, siempre vivió al día. Tú sabes que jamás me preocupó la palabra mañana. Sencillamente en mi vida nunca existió ningún mañana.
Y, en cambio, ahora, me gustaría tener una bola de cristal y una mesa camilla con brasero, para sentarme y ver mi futuro con Ana. Aunque mi preocupación principal es saber si ese futuro existe. Y como sé que esto es, en esencia, contradictorio desde su enunciado, estoy incluso cambiando mi concepto del tiempo, o de los tiempos. Y todo porque lo que tengo es mucho miedo a que esto, por cualquier motivo, pueda terminarse y volver al vacío afectivo de toda mi vida. Porque ahora me doy cuenta de lo solo que estaba. Es exactamente lo mismo que si vives en la nieve. No sabes el frío que pasas hasta que viajas a un clima cálido. Y la vuelta es irremediablemente más fría aún.
Siempre me sentí una persona solitaria y libre. Incluso con muy pocos amigos. Mi vida últimamente sólo estaba centrada en sacar la empresa adelante y en pasármelo bien, a mi manera. Me convierto en un empresario de corbata. Me embrutezco. Apenas conozco gente con la que pueda mantener una conversación interesante. Y fíjate que castigo para mí, que me encanta hablar, aunque sea a una grabadora como esta. Creo que hablar siempre fue mi modo natural de pensar. Las ideas sólo me salen con fluidez cuando hablo. En cambio, se me atascan en el papel. Todo lo que he escrito y publicado me ha costado un esfuerzo que a ti te daría la risa.
Pero Ana me abrió las puertas de un mundo que no sé a dónde van a llevarme. Y eso también me da un poco de miedo. Porque detrás de todos los sentimientos, de ese fin de semana y de todas las promesas que nos hicimos, la leyenda contenida en los poemas y su inquietante contenido, se mantuvo flotando en el ambiente y en nuestra conversación durante todo el tiempo.
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