domingo, 7 de agosto de 2011

TODO ESTÁ ESCRITO: DOS


Y este es el capítulo 

DOS

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE
BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA
 CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 1

         Han pasado más de veinte horas desde que grabé la otra cara de esta cinta. Son casi las dos de la mañana y todavía acabo de llegar de Ferrol tras realizar una nueva declaración ante el juez que lleva el caso, un tal José Luis Aulet. Me ha dicho que le han hecho la autopsia y que, de acuerdo con las conclusiones del forense, la muerte no fue a causa de la herida de la espada, ¾aunque probablemente también le hubiese acabado por matar¾ sino que ¿alguien? decidió precipitar su agonía apretándole a Uría el cuello con las manos, tan fuerte, que le hizo añicos dos de los anillos de la tráquea. Con lo que, según parece, murió ahogado por el vómito de su propia sangre.
Aulet me interrogó exhaustivamente durante más de cuatro horas, dejándome al fin en libertad: por falta de pruebas, supongo. Si bien, tengo la impresión de que el juez sigue sin fiarse del todo. Imagino que me he convertido, de repente, en el único y principal sospechoso. No cabe colegir otra cosa ahora, ya que estoy sometido a continua vigilancia. Me han asignados a dos tipos, de paisano, que me siguen a todas partes.
Ahora mismo están ahí fuera, tomando algo en el bar de la esquina, a las dos y pico de la mañana: el único par de idiotas que están sentados al relente en toda la terraza. Y, encima, no dejan de mirar a cada rato hacia las ventanas de mi apartamento. Es obvio que a esos dos nadie les ha puesto ahí precisamente para protegerme. Para protegerme ¿de qué?, digo yo. De ser así, me lo habrían advertido. Pero cuando las cosas se hacen a la chita callando, lo único que no se comprende es por qué no lo llevan con cierta discreción, porque éstos parecen empeñados en que les vea.
       Todo ha cambiado radicalmente. La hipótesis del suicidio, como yo ya sospechaba desde el principio, está descartada, y la ausencia de huellas de ninguna clase, salvo las del propio Uría, no sé si benefician o perjudican mi posición. A lo peor, acabarán por acusarme de asesinato con premeditación. Aunque creo que, por ahora, tanto la ausencia de un móvil, como el hecho de haber pedido ayuda, sumados a la originalidad y truculencia del caso, son mis únicas cartas ganadoras.
Y es que una muerte con una espada de por medio, al margen de su espectacularidad, es algo de lo que no hay precedentes en la zona. Y mis explicaciones sobre los poemas, profecías y estatuas de oro, debieron de sonarles, cuando menos, a esoterismo o algo semejante, a juzgar por la extrañeza e incomprensión que traslucían las miradas que se cruzaron el juez y los de la judicial.
            Pero, no les he contado todo. Omití el detalle de los guantes para no liar más las cosas y porque tampoco lo había mencionado en mi declaración preliminar. Craso error: la primera vez fue puro olvido, pese a que parezca imposible olvidar algo así. Cosa de los nervios, supongo. Pero lo de hoy mismo fue ya pura necedad.
Lógicamente, deduzco que piensan que él no pudo haberse clavado la espada sin cortarse hasta el hueso las palmas de las manos, lo que les lleva a la conclusión de que el espadachín y el estrangulador podrían muy bien ser la misma persona. A lo mejor, mi omisión no tiene mayor importancia, quiero decir para mí; aunque no dejo de censurarme que de haberles contado lo de los guantes, evidentemente, tratarían de buscarlos y, de aparecer, quizás pudieran aportar algo de luz a este asunto. Pero ya está hecho. Que lo descubran ellos. Si los había, yo no los vi. Llegué después de que se los quitasen. Esa será la tesis en que deberé mantenerme.
            Hay una cosa más, que a mí se me pasó por alto y a ellos no. En la escena del crimen también faltaba otra cosa: una pala. Junto al cuerpo de Uría había un pequeño monolito de cuarzo que alguien se entretuvo en desenterrar. Yo eso lo recuerdo perfectamente y también el montón de piedras y arena a su lado. Pero hacer semejante agujero, de casi un metro de profundidad, había requerido, obviamente, la ayuda de alguna herramienta. E imagino que en las manos de Uría no habrían aparecido señales de haber estado cavando con las manos. Según parece, no se encontró ni rastro de esa pala, pese al minucioso peinado del terreno, ni tampoco, por supuesto, encontraron rastro alguno en el registro de mi coche.
Otro detalle más: la espada que atravesó a Uría tenía restos que señalaban que había sido recién desenterrada del agujero excavado. Es curioso, pero no consigo recordar muy bien cómo era aquella espada. Ni si estaba sucia o limpia. Sólo sé que era larga y de un estilo que, si lo pienso ahora, diría medieval. Pero puedo estar totalmente equivocado. En fin, no sé, pero ¿y el agujero? ¿Lo cavó el propio Uría o su verdugo? ¿Y tan sólo para desenterrar una espada? ¿O tal vez para enterrar también el cuerpo?
 Mi intromisión, ¿quién sabe?, igual impidió que el cadáver desapareciese sin dejar rastro. Porque, de no haber estado yo allí, el asesino hubiese tenido todo el tiempo del mundo para deshacerse de él. Claro que todo esto son meras conjeturas mías. Ni siquiera sé si el juez ve las cosas de este modo. Más bien creo que no.
            En definitiva: no he hecho una declaración beneficiosa para mis intereses. Hubiese sido mejor decirlo todo. Y aunque es posible que haber ocultado ese dato no me sea del todo perjudicial, presumo que finalmente tendrán que caer en la cuenta de la necesidad de su existencia: por un lado, por la ausencia de huellas y, por otro, la piel fina y blanca de las manos de Uría, de ser él quien cavó, debería tener, de no usar unos guantes, al menos un par de rozaduras, sino ampollas. Pero hasta cabe que tampoco fuese él quien hiciese el agujero. Estoy pensando, y esto lo digo ahora, que el hecho de que llevase esos guantes puestos sólo puede significar dos cosas: que los hubiera utilizado para cavar o bien, para intentar suicidarse. Casi diría que más bien para lo primero, aunque, sin descartar completamente la segunda opción. Porque, por rizar el rizo, y puestos a no despreciar nada, hasta cabría pensar, aunque parezca totalmente inverosímil, que el estrangulador no sea realmente el asesino. Sino que, sencillamente, asistiese, al igual que yo, al suicidio, y acabase por rematar a Uría posteriormente, para evitarle más sufrimiento: simple eutanasia. Improbable, pero...
El hecho de que no hayan aparecido huellas de esa tercera persona, teniendo en cuenta el estrangulamiento: ¿podría interpretarse como que el asesino se colocó los guantes de Luis para proceder a darle la puntilla? De lo contrario, no encuentro un motivo que explique, por una parte, tal desaparición y, por otra, la ausencia de impresiones digitales. Quizás, el de la puntilla, le quitase los guantes, se los colocase para estrangularlo y, finalmente, se fuese de allí llevándolos puestos, pensando en deshacerse de ellos en otro lugar de una forma más segura para sus intereses.
En fin, creo que una de las claves de este asunto fue precisamente en lo que no reparé: la necesidad de la existencia de esa pala que no aparece por ningún lado. Gracias a eso se ratifica que en la zona, además de mí, hubo otra persona. Y que lo de los guantes no fueron imaginaciones mías. O no. Porque aunque para mí esté clarísimo que otro se llevó la pala ¾tal vez incluso con los guantes puestos¾, quizás Aulet piense que tanto yo como un tercero pudimos arrojarla al mar. O enterrarla en algún lugar alejado de allí. Esa era la coartada que yo desprecié por no haber dicho lo de los guantes.
Hay también otro detalle que el juez desconoce y por el que me preguntó: cómo pudo llegar Uría hasta aquel lugar. No han localizado el Mercedes de alquiler del que yo les hablé, aunque sí otras marcas de neumáticos de menor ancho que las de mi todoterreno, que imagino deberán cotejar, una vez que aparezca el dichoso coche. Tuve la impresión de que sospechaba que Luis Uría y yo pudiéramos haber ido juntos en un solo vehículo: el mío. Es probable que las otras huellas de neumáticos que había, ya de entrada, no puedan corresponderse con las de un Mercedes o tal vez se trate de rodadas más antiguas. Esto tampoco lo sé.
Lo que sí sé es que el juez me miraba con una cara de falsa suficiencia, como queriendo transmitir la impresión de que conocía detalles que no encajaban muy bien con lo que yo había declarado, pero sin enseñar sus cartas. Y lo peor es que yo ya no sabía qué cara poner y, en un momento dado, casi me da un ataque de risa cuando me pregunta, muy serio:
 ¾¿Y dice usted que se conocieron a través de Internet?
¾Pues no, eso lo dice usted ¾le contesté divertido.
¾Pero en su primera declaración menciona que Luis Uría …
¾Él a mí, puede que sí. Pero yo a él, a fuer de ser exactos, le conocí por fax, señor juez ¾y aquí es cuando ya no pude aguantar la risa.
 Luego se le ocurrió preguntar si Uría y yo manteníamos alguna clase de relación, “más allá de la normal amistad”. Y creo que me salió una sonrisa rara: no porque yo interpretase su insinuación en el sentido que él quiso darle, ni porque me ofendiese en absoluto, sino porque pensaba en la extraña relación que realmente nos unía y que te explicaré en su momento. Sé que es difícil de entender esto ahora, pero cuando conozcas el resto de lo que aún he de contarte, sabrás a qué me refiero. Al juez, sencillamente, le respondí que no.
Hubo además otras preguntas, cada cual más enrevesada, en las que por momentos llegué a pensar que lo que pretendía era que confesara, que me declarase culpable de la comisión del asesinato. Algo que para mí carece de sentido, porque mi mejor coartada es la propia lógica: de ser yo el homicida, simplemente hubiese enterrado el cuerpo, sin complicarme llamando a la Guardia Civil. Nadie lo encontraría jamás.
Pero el juez, a pesar de que seguramente sopesó tal posibilidad, imagino que pudo haber llegado más lejos aún: a sospechar que mi llamada de socorro pudiera ser una elaborada tapadera, un elemento ilógico que únicamente podría ocurrírsele a una inteligencia criminal altamente inspirada. No a mí, por supuesto: aunque ahora sea yo quien, por mí mismo, caiga en la cuenta. 
Supongo que por esa razón continuaba erre que erre: ¿Por qué decidió usted pedir ayuda? ¿Cavó o ayudó a cavar? ¿Cómo es posible que viniendo por separado y sin saber uno del otro, fuesen ustedes a coincidir en un momento tan crucial, y en una zona, en teoría, no accesible? ¿Para qué quería usted fotografiar la costa de una zona militar? ¿Está seguro de no haber visto en ningún momento una pala? ¿Cómo sabía Luis Uría que cavando en aquel punto encontraría esa espada? ¿Está seguro de que llegó usted solo en su propio coche? ¿Está tratando de proteger a alguien? ¿Está seguro de no haber visto a nadie más junto al cuerpo o en la zona?… En fin, abrumador. Pero, mal que bien, fui trampeando el examen al que me sometieron y, de no ser por los momentos de duda a causa de los giros que di para evitar mencionar lo de los guantes y por esos tipos de ahí abajo, hasta parecería que lo hubiera aprobado.

*****

A lo mejor soy un poco inconsciente. Pero de verdad que todo este asunto de la investigación no me provoca temor alguno, en principio. Lo malo es que si no encuentran al verdadero asesino, tal vez quieran convertirme a mí en cabeza de turco. Pero, en fin, ya he dicho que no me preocupa.
Lo que de verdad me importa ahora es que Ana ha desaparecido y siento en el pecho una sensación opresiva, como una especie de carga de culpabilidad, que en parte achaco a la soberbia de haberme prestado a aquel juego de Elena por el que me metí hasta el cuello en un asunto que ha culminado de tan mal modo.
            Es que estas últimas dos semanas han sido de locos. Por ejemplo, nunca en mi vida he estado más cerca de enamorarme. Y todo empezó por otra inocente casualidad — ¿o no?—, que uno, de entrada, se cree a pies juntillas, por engreído y vanidoso.
Volvamos al mismo domingo 17, el día en que se publicó la entrevista, y a eso de las nueve de la noche: Ana se acercó cuando me estaba tomando una cerveza en la barra de “O Galo”, tratando de despejarme de la siesta en el sofá de mi despacho, que había durado nada menos que tres horas.
No sé si ya estaba en el bar cuando yo entré o llegó inmediatamente después, sólo que de repente noté su presencia a mi lado y sus ojos clavándose en mí con total descaro, pero sin decirme nada, hasta que no tuve más remedio que girarme hacia ella y responder a su mirada. Entonces, sonriendo, me preguntó si era yo el de la foto y la entrevista publicada en el diario. Le contesté que sí, volvió a sonreír y añadió que había quedado fascinada por la historia de mi investigación.
Deduje, quizás precipitadamente, que debía tratarse de una estudiante de un curso de doctorado en Historia. No aparentaba tener más de veinticinco años y, en esa primera impresión, me pareció rara. Sí, rara, en el sentido de escasa, exótica, única y, por tanto, bella. Y la mezcla de todo eso: demasiado turbadora en el primer embiste contra esa timidez inicial mía, de la que suelo defenderme rápidamente, tratando de echarle morro. Cuanto más la observaba más guapa me parecía. Nunca nadie me había arrebatado tanto físicamente, y su mera presencia me magnetizaba todo el cuerpo. No puedo negar que en esos momentos me vinieron malos pensamientos. O buenos, según se mire. Y traté de aprovechar la coyuntura invitándola primero a una copa allí mismo y luego, a cenar. El hecho de creerme el objeto de atención de una admiradora y su forma de hablar, en un gallego dulce y rico, fue la puntilla infalible de una seducción irrefrenable, que por momentos me estaba haciendo perder incluso el hilo de la conversación.
Yo, como siempre, me sentí cazador y me dejé caer en picado en esa red que toda araña tiende a su presa. Hoy, apenas dos semanas después, me sigue volviendo loco, hasta el punto de que ya no me duele saberme el cazador cazado. Además, sobre esto, creo que siempre ha sido así y que lo más difícil es asumirlo. Al menos para alguien como yo. Uno siempre se cree más de lo que es.
Aceptó mi invitación a cenar y me la llevé a Casa Roberto. Casi tenemos un accidente en el camino, pues iba más atento a ella y al contorno de sus piernas bajo la falda del vestido, que a la carretera.
Nuestra conversación, una vez en el restaurante, prosiguió, inevitablemente, en torno al poema medieval. Ana mostraba un indisimulado interés por conocer mi interpretación sobre su significado. Incluso me pidió que le dejase ver el original:
¾Si es posible ¾ pronunció dulcemente.
Algo a lo que, tal como lo dijo, no podía negarme y además, accedí encantado, porque era la excusa perfecta para invitarla a ir a mi apartamento después de la cena. La verdad es que tenía una copia en un maletín que guardaba en el coche. Pero no se puede siempre ser del todo sincero y además, ella había pedido ver el “original”.
El resto del tiempo continuamos hablando de poesía hasta los postres, pero no medieval, sino contemporánea. Me sorprendió su enorme cultura, que aparentaba ir mucho más allá de sus conocimientos sobre historia y literatura. En un momento dado llegó a decir, en un tono exento de toda vanidad, que hablaba siete idiomas perfectamente y que podía entenderse hasta en una veintena. Y todo esto me chocó mucho. Quizá por un prejuicio mío acerca de que a las personas con menos de treinta años les faltan aún unas cuantas lecturas para poder ser consideradas verdaderamente cultas.
 Lo curioso es que ella no estaba en ningún curso de doctorado, como yo había pensado. Ni dijo tener ocupación alguna: lo que me llevó a deducir que debería tener dinero. Por sí misma o por su familia. No tenía pinta de estar en el paro, aunque las dos cosas podían ser. Y tal vez me hubiese precipitado en calcular su edad y fuese algo mayor de lo que aparentaba. Pero preferí no seguir indagando. Por discreción, o mejor, por miedo de parecerle demasiado insidioso y echarlo todo a perder.
            Una de las cosas que, además de su belleza, atraían mi atención en aquel momento, era su peculiar manera de moverse: la elegancia y exactitud con la que, sencillamente, cogía y llevaba a sus labios la copa de cristal, con un vino color sangre que ella misma había elegido. O la disposición pausada con la que sujetaba el tenedor e incluso los movimientos delicados y precisos de su cabeza y sus manos. Era una especie de movimiento fascinante y mágico, que no sabría describirte, pero que atrapaba mi mirada como un péndulo hipnótico.
Ese día recuerdo que llevaba puesto un vestido casi de verano, como de hilo fino color crema, largo hasta los tobillos y que dejaba sus brazos al descubierto. Yo no entiendo mucho de moda, pero me recordó a un estilo semejante a ese ibicenco que llaman ad lib o algo así. Tenía también una chaqueta de punto del mismo color, que no se puso en toda la noche y, como únicos adornos, una torques que me pareció de oro macizo, haciendo de pulsera en su mano izquierda, y un anillo, también de oro viejo, en forma de serpiente enroscada a lo largo del dedo corazón de su mano derecha. No usaba pendientes, ni reloj, ni collares. Nada. Ni siquiera maquillaje. Aunque maldita la falta que le hacía, porque a su piel, completamente lisa, sin una mancha, un grano, un lunar, ni un brote excesivo de vello en parte alguna, es decir, sin defectos apreciables, sería delictivo embadurnarla hasta con el más excelso de los mejunjes. Y esta impresión se extendía también a la piel de sus hombros y sus brazos, que era lo único que el vestido dejaba al alcance de la vista. Como guinda final, su cabello, casi rubio, largo hasta la cintura y ondulado, que llevaba recogido con un prendedor situado a la altura de los hombros, me pareció el más extraordinario de los fetiches, lo que es mucho decir para alguien como yo que, como bien sabes, siento fascinación por las melenas, sean del color que sean.
Y es que con Ana, al contrario que con la mayoría de las mujeres, cuanto más me fijaba en ella, más perfecta me parecía. Esta impresión continúo teniéndola todavía hoy. Aunque con esto no quiero decir que no la hubiese más guapa. Sencillamente, comenzaba a gustarme mucho y, objetivamente, con el verde intenso de sus ojos en el centro de esa piel perfecta, guante de un rostro frágil, evocador y tranquilo, estoy seguro de que resultaría, en conjunto, bastante atractiva a los ojos de cualquiera.
            Tras tomar el café, la invité a venir a casa, poniendo por delante la excusa del poema. Aceptó encantada. Aunque no detecté ninguna clase de picardía en su mirada, sino que su aceptación estaba barnizada por ese tono de suprema delicadeza del que hacía gala y que sabe muy bien como distorsionar la percepción ajena sobre las intenciones propias.
            Así que hube de interpretar sus palabras no más allá de aquella curiosidad intelectual que había presidido todo el tono de nuestra conversación hasta ese momento. Parecíamos dos personas exquisitamente refinadas, en una especie de cena de negocios. O dos tipos que acaban de conocerse a la salida de un congreso. Y yo, lo que quería, era salir de ahí, pasar al terreno de lo personal, sustraerla de esa máscara y hacer que hablase de sí misma. Pero no encontraba el modo.
            Ahora mismo, con Ana en paradero desconocido, me resulta bastante doloroso pensar en todo esto. Pero tal vez no quede otro remedio. Es posible que si saco a la luz todos esos recuerdos, les aplico su riguroso orden y los analizo en conjunto, pueda descubrir alguna clave que me haya pasado desapercibida. Porque uno, cuando tiene el pensamiento ocupado por el deseo, suele olvidarse de la inteligencia. Y a mí, Ana, la mera mención de su nombre, me provoca la sensación de un navajazo frío dentro del pecho, que me impide pensar.
            Pasaban de la una cuando llegamos a mi apartamento, en la Plaza Roja. La subida junto a ella en el ascensor se me hizo todo lo violenta que puedas imaginarte. No sabía que decirle, ni se me venía a la cabeza nada ocurrente. Así que la estaba mirando medio de reojo, tal vez pudiera decirse que furtivamente y ella, de repente volvió su rostro hacia mí, me miró con sus ojos limpios, su sonrisa inteligente, y me entró un sonrojo y una timidez incomprensible, de los que intenté salir por medio de una mueca que trató de fingirse cómplice, aunque sin poder evitar dudar de que fuese lo suficientemente creíble para no acabar pareciéndole medio gilipollas o dar la impresión de que se me estuviese viendo el plumero demasiado.
            Llegamos a casa y nos acomodamos en el salón. Ana se sentó en el sofá azul, mientras que yo fui primero a la nevera, a coger un par de cervezas, y luego me arrellané en mi sillón verde, frente a ella, con la mesita redonda, las botellas, los vasos y el cenicero, separándonos. Había demasiados libros por el suelo e incluso un buen montón ocupando al completo el sillón rojo. Creí que pensaría que soy una persona desordenada y, tal vez, valorase eso negativamente, así que me disculpé diciendo que había estado trabajando el sábado hasta tarde, lo que tan sólo era decir la mitad de la verdad. Porque había estado hasta las dos, pero después, me cansé y me fui a tomar algo a un par de sitios.
            No tuve ni tiempo de decirle nada más, porque, enseguida, me preguntó por el poema y yo, aún sin saber si de nuevo me estaba equivocando, como hice con Elena, decidí enseñarle el pergamino original que tenía guardado en la caja fuerte del estudio. Una caja que mantengo oculta a la vista del modo habitual: tapada por un cuadro. Sólo que, no es por nada, con cierta clase: un magnífico lienzo de Bello Piñeiro. ¡Ah! y otro detalle, la caja se abre pulsando un código de seis cifras. Ya sabrás más adelante por qué te cuento esto, aunque ahora parezca una boutade, o algo así. Volví al salón y le di a Ana el pergamino. Se puso a leerlo inmediatamente.
            — ¿Qué te parece? —le pregunté, quizá con un tono que me sonó un tanto orgulloso y que me hizo reconvenirme a mí mismo: tenía que controlar, evitar caer en la tentación de tratar de impresionarla. Ana no contestó. Parecía totalmente abstraída. Tal vez ni siquiera me hubiese oído. Así que aproveché el momento para levantarme, busqué un compacto de Lorena Mackenitt y lo puse en el reproductor. El djembé comenzó a percutir, cadencioso y rítmico, sirviendo de perfecto fondo para que la voz de Ana comenzara a pisar la música:
Pues, en principio, me parece auténtico —dijo levantando los ojos hacia mí, y añadiendo luego a mi mirada interrogante—. Y en cuanto al contenido, interesante.
            No sé por qué tuve la impresión de que trataba de restarle importancia, no al poema en sí, sino al efecto que le produjo su lectura.
            — ¿Y dices que te lo ha dado un amigo?
            —Sí, un viejo amigo mío: Ramón Escadas —contesté, sin tener muy claro si había hecho bien diciéndole el nombre. Sé que tengo el defecto de que me cuesta morderme la lengua. Pero bueno, a fin de cuentas ella no era periodista, ni me pareció que decírselo tuviese excesiva importancia.
            — ¿Y por qué te lo dio a ti? me preguntó de nuevo.
            —Eso ya te lo expliqué. Para que tratase de determinar su origen y antigüedad.
            —No me refería a eso, sino al hecho de haberte escogido a ti y no a otro, para que lo investigue.
—Pues no lo sé. Supongo que porque somos amigos y se fía de lo que le diga. Además, yo, aunque no ejerzo, soy licenciado en Historia —le dije sin acabar de comprender muy bien el sentido de su pregunta. Porque durante la cena ya le había contado, básicamente, tanto lo de mis estudios de Historia, como a qué me dedicaba. O, ¿es que estaba poniendo en duda mi capacidad o mis conocimientos para averiguar lo que Ramón quería saber?
            —Sé que no soy un experto —dije con falsa humildad— pero tengo amigos y conozco gente que pueden ayudarme en la tarea.
            No pretendía subvalorarte, perdona si se ha entendido así —se disculpó, como leyéndome el pensamiento—. Lo que quería decir es que, si tal como me dijiste, este documento procede de su familia…bueno, en fin, me parece raro que lo saque fuera de ese ámbito.
            — ¿Raro? Pues no sé por qué lo ves así.
Porque has dicho que erais viejos amigos. Y si ese documento lo tiene desde siempre y es importante para él y su familia, ¿por qué decide, precisamente ahora, comenzar a hacer averiguaciones?
—Sí. También yo me planteé esa pregunta. Pero mis conclusiones son contrarias a las tuyas. Primero porque creo que no tiene ninguna importancia para Ramón, salvo quizás la meramente testimonial y sentimental, por el hecho de tratarse de un documento de su familia. Pero, estoy seguro de que, pese a su antigüedad, es un pergamino que como objeto arqueológico, tiene escaso valor en el mercado.
Valor económico, como documento en sí, estoy de acuerdo contigo en que probablemente no tenga demasiado. Pero si procede de su familia, tal vez lo tenga para él, y no en el sentido sentimental, ni testimonial, precisamente.
—Pues no lo sé. La verdad es que nunca hablé con Ramón a fondo sobre el asunto.
            Y era cierto: poco más podía añadir que no le hubiese dicho ya acerca de aquel poema. Y con eso pretendía zanjar el tema y cambiar el signo de la conversación. Pero, en cambio, estuvimos bastante tiempo dándole vueltas y más vueltas.
 En definitiva, mucho hablar y hablar, y al final, no nos acostamos en aquel primer encuentro. Yo bien hubiera querido, qué duda cabe. Pero fui incapaz de llevar la manija de la charla: Ana estuvo sonsacándome cuanto quiso y yo, de estúpido, todo el tiempo lo pasé contestando a sus preguntas y largando cosas de mí, hasta que a las seis de la mañana cogió su chaqueta y se levantó.
            Traté de pedirle que se quedase, pero me interrumpió su sonrisa y una dulce disculpa:
¾Me tengo que marchar, de verdad. Pero podemos vernos mañana, si te apetece.
Yo acepté sin dudarlo y le propuse que viniese a comer a casa, a eso de las dos y media, con la promesa de preparar para ella mi mejor especialidad: la paella. Le pareció bien. Por un momento dudé si tratar de retenerla, si ofrecerme a acompañarla en coche o si besarla directamente, sujetándola por los hombros. Pero antes de que me diese cuenta ya había echado a correr escaleras abajo, sin esperar siquiera por el ascensor.
            Instintivamente me fui hacia la ventana. Pero no la vi. Aquella noche no había en el cielo ni una nube, y quizás por eso, helaba. Y supuse que, por la helada, Ana caminaría pegada al edificio hasta doblar la esquina. Y, aun suponiendo bien, estuve más de un cuarto de hora pegado al cristal, limpiando el vaho del aliento con el puño de la camisa, sintiendo el latido del corazón golpeándome condenadamente las sienes. Y lamentando luego no haberla visto pasar, caminando, aunque nada más fuera el trozo de cruzar la plaza.
Nunca una mujer me había puesto tan nervioso, tan sin recursos, en toda mi vida. Y pensar que había estado todo el rato hablándole de mí, de toda mi intimidad, sin atreverme siquiera a abordarla y mucho menos a acercarme al sofá en el que ella se había acomodado, plácidamente, durante toda la noche.

sábado, 6 de agosto de 2011

TODO ESTÁ ESCRITO: UNO

Desde hoy, iré colgando aquí la novela por capítulos, además de otro contenido. En el post de hoy, el primer capítulo:



UNO


TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 1.

       Comienzo hoy, lunes 25 de octubre, cuando son exactamente las 5:42 de la mañana, a grabar estas palabras. Aún no han pasado cinco horas desde que el juez de guardia autorizó el levantamiento del cadáver de Luis Uría. Apareció muerto entre dos rocas afiladas, justo al pie de un acantilado a las afueras de Ferrol. Su cuerpo estaba a escasos metros de una especie de marco de piedra: un pequeño monolito de blanquísimo cuarzo, recién desenterrado y con unas extrañas incrustaciones de cristal de roca formando dos bandas equidistantes. La posible causa de la muerte, según las primeras apreciaciones de la Guardia Civil: suicidio. Aunque yo estoy seguro de que, aun pudiendo en principio ser así, luego hubo algo más.


     Luis Uría expiró poco después de la puesta de sol, en medio de un gran charco de sangre. Tenía una espada clavada en el estómago que le atravesaba por completo y, aunque no le llegó a rasgar la camisa por la espalda, tensaba con su punta la tela de cuadros blancos y azules. Había vomitado sangre por la boca y se había orinado en los pantalones. Esto último era lo que más confundía al sargento de la Guardia Civil: tres veces se preguntó qué podía haberle provocado un terror tan súbito como intenso. En cambio, su incontinencia, a mí me pareció normal, teniendo en cuenta su truculenta muerte y su larga agonía. Según el sargento, debió tardar al menos media hora en derramar su sangre por completo, hasta dejar su cuerpo inerme casi tan blanco como el cuarzo del marco.
 

 Nunca había visto la muerte dibujada en un rostro con tanta nitidez como en el suyo. Ni siquiera parecía ya una persona, sino que, cuando se lo llevaron, recordaba más a una rígida estatua, como sustraída de un dramático paso de Semana Santa: el rostro petrificado en una mueca de asombro y de dolor.

            Yo fui quien le encontró. No sospechaba que Luis se me pudiera haber adelantado, ni mucho menos que pudiese conocer que aquel lugar era el lugar casi exacto. Pero me equivoqué.

*****

             Estaba casi anocheciendo. Me detuve con el coche para fotografiar a fondo aquel tramo de costa. Quería aprovechar la última luz de la tarde: más que nada, para evitar volver al día siguiente. Iba caminando hacia el norte, a unos dos metros del agua, con el acantilado a mi derecha. La luz difusa era tan perfecta que casi me había hecho olvidar por qué estaba allí, dentro de una zona de propiedad militar, vallada y con prohibición expresa de acceso. Pero estaba completamente abandonada, desértica y sin ninguna clase de vigilancia.

 No me fue difícil levantar la tela metálica, ya media desprendida y oxidada, adentrarme, y caminar ladera abajo en dirección a la costa. La belleza de aquel rincón, aumentada por el resplandor del atardecer, me habían hecho demorarme más de la cuenta, porque ya no buscaba algún indicio de anormalidad en la forma de alguna piedra, ni una posible entrada oculta en el borde del acantilado, sino conjuntos de cosas con cierta armonía. El paisaje estaba iluminado por un sol a punto de ahogarse bajo la línea de agua del horizonte, y sus rayos oblicuos, filtrados a través del velo de un ancho banco de niebla que avanzaba hacia la costa desde el mar, creaban una atmósfera de irrealidad. Las sombras eran largas, misteriosas y sugerentes. Los tonos de color, ya bastante saturados, invitaban a prolongar ligeramente el tiempo de exposición.

Caminaba con la cámara bien pegada a la cara, buscando el punto de vista idóneo desde el que poder capturar el mejor de los encuadres, cuando me pareció ver una silueta a contraluz que se movía cerca del acantilado. Pensé en una pareja y el morbo inicial me hizo afinar el enfoque al tiempo que, instintivamente, apreté el botón del disparador y me agazapé tras una roca. Me apresuré en cambiar el gran angular por un teleobjetivo, me levanté y volví apuntar al fondo. Estaba a más de treinta metros, pero, esta vez, al ver la imagen ampliada en el visor, le reconocí al instante. Me acerqué corriendo. ¡Todavía estaba vivo!

Al verme llegar trató de decir algo, pero el intento se quedó en un balbuceo ininteligible. Me arrodillé a su lado, empalidecido por la impresión: me daba perfecta cuenta de que se moría, que se desangraba. Uría procuraba, una y otra vez, que su voz, sin fuerza ya para sonar más alta que un susurro, no se ahogara en el río de sangre que no dejaba de manar de su boca. Inútilmente, porque lo máximo que pude llegar a entender fue que repetía dos cosas y que una de ellas era “no soy yo” o algo semejante. Pero con el brutal esfuerzo que le suponía echar al aire cada palabra, su cuerpo comenzaba a temblar, y en cada convulsión la sangre fluía a borbotones de su vientre y escapaba a través de las piedras, hacia el agua, como un pequeño río de lava brillante y caliente. Tuve miedo. Se moría. Y yo tenía que hacer algo. Pero lo único que se me ocurrió fue decirle que no hablase y que procurara no moverse. Estaba tan confuso que me costaba pensar con claridad.

Recordé que había dejado el teléfono móvil en el coche: eso significaba abandonar a Uría para intentar pedir ayuda. Era la única posibilidad. No podía hacer nada más. ¿Qué se puede hacer en estos casos? Ni siquiera tenía con qué cubrirlo, con qué impedir que perdiese el calor que se le desparramaba entre las ropas. Yo iba en mangas de camisa y ni mi cámara colgada del cuello, ni la bolsa al hombro me servían para nada en aquel momento. Le rogué que aguantara, que haría que viniese una ambulancia y, sin pensarlo más, me levanté, di media vuelta y me alejé corriendo por la empinada ladera en dirección al lugar en el que había aparcado.

Cuando llegué al coche estaba sin aliento y, al coger el teléfono, como no podía ser de otro modo cuando se juntan la fatalidad y la muerte, vi en la pantallita que hasta allí no alcanzaba la señal. No tuve más remedio que arrancar, recorrer casi un kilómetro para salir de la hondonada y recuperar así la cobertura. Según recordaba haber leído en las instrucciones del móvil, bastaba con pulsar la tecla del nueve para hacer una llamada directa a SOS Galicia.

 Tras conseguir concretar el aviso comencé a dudar sobre la conveniencia de regresar o no. Lo más probable era que Uría muriese antes de que pudiera llegar una ambulancia. No podía hacer nada más. Dudaba. Pensaba egoístamente en mi situación, tal vez comprometedora. Pero había hecho esa llamada desde mi propio teléfono, con lo que era inútil tratar de ir a ninguna parte: el número había quedado inexorablemente registrado.

 Mientras trataba de poner orden a mis ideas encendí un cigarrillo. Estaba muy excitado y, en cambio, como repentinamente invadido por una extraña lucidez que me aceleraba el discurrir del pensamiento.

Me había fijado que Uría llevaba puestos unos guantes de cuero amarillos, de esos que suelen llevarse en el maletero por si hay que cambiar una rueda. Imaginé que le habrían servido, en su intento de suicidio, para clavarse la espada en el estómago sin cortarse las manos. Resultaba obvio que se la había ensartado sujetándola por el filo, dado que era demasiado larga para que sus brazos alcanzasen a asirla por la empuñadura. Me recordaba exactamente una escena de no sé qué película, quizás Shogun, en la que un samurai ejecutaba la ceremonia ritual del hara-kiri, arrodillado y protegiendo sus palmas con un blanco pañuelo de seda. Pero, ¿por qué iba a querer Uría suicidarse? ¡Si lo tenía todo! Y parecía feliz. O casi.

No dejaba de preguntarme como había podido llegar hasta allí. No había visto el Mercedes plateado que había alquilado a su llegada a Compostela, en el mismo aeropuerto. Odiaba viajar en taxi y en cualquier otro vehículo que no condujera él mismo. Yo había ido a recogerle, pero él se negó a acompañarme. Todo lo más que me permitió fue ir delante, con mi coche, señalándole el camino hasta la Plaza del Obradoiro. Él, personalmente, se había reservado habitación en el Hostal de los Reyes Católicos. No se fiaba de nadie, no quería depender de nadie y odiaba la improvisación.

Tras apagar el pitillo decidí regresar. Lo menos que podía hacer era estar junto a él y no dejarle morir allí, solo, como un perro. Y quién sabe si lo que quería decirme: aquel “no soy yo”, pudiera ser un “no fui yo” y no fuese realmente un suicidio. Si todavía seguía vivo y consciente, aunque no pudiese hablar, al menos podría responder sí o no a una pregunta mía. ¿Por qué no se me había ocurrido antes?
       
     Dejé el coche en el mismo sitio de la primera vez: cogí en el maletero una manta para él y una linterna y, en el asiento de atrás, una cazadora para mí. Comenzaba a hacer frío y era prácticamente de noche: la niebla había invadido la costa, avanzando al paso ligero de una brisa helada y húmeda, que se pegaba a la piel. Pasé bajo la tela metálica y comencé a descender por la ladera. A cada paso que daba la bruma se espesaba más y sentía como desde el vientre me subía por dentro, hacia la boca, un miedo cada vez mayor. No sé si más por el temor de encontrar a Luis muerto, que por volver a verlo agonizante.

Debía de estar a unos ocho o nueve metros cuando comencé a distinguir su silueta entre la oscuridad y la niebla: me pareció que se movía pero, al acercarme un poco más, mi cuerpo se estremeció de arriba a abajo, como si de repente hubiese recibido una descarga de tensión o un latigazo: tenía dos ratas encima, una directamente sobre su cara, tratando de hacerse con los trofeos de sus ojos y sus orejas. Reaccioné con un arrebato de coraje que me calentó la sangre de golpe: recogí un par de piedras del suelo, lancé una de ellas procurando evitar alcanzar a Luis y solté un grito histriónico que no consiguió ahuyentar del todo mi propio miedo, pero sirvió para que las ratas huyeran.

Me acerqué hasta un par de metros de donde estaba su cuerpo, sin atreverme a avanzar más. No se movía. Seguía en el mismo lugar, en esa postura semifetal, con el costado derecho apoyado sobre las rocas del suelo, la cabeza en dirección al mar y los pies hacia el acantilado. Sus manos sujetaban aún el filo de la espada con las manos. ¡Pero sin guantes! ¡No podía ser!

Encendí la linterna y barrí con ella los alrededores. Ni rastro de ellos. Si se los hubiese quitado él mismo tendrían que estar a su lado o, como mucho, a pocos pasos. Estaba seguro de que, en su situación, no hubiese tenido fuerzas siquiera para desprendérselos. Y mucho menos para lanzarlos hasta el agua.

Instintivamente, miré a todas partes, pero no vi a nadie. No me había cruzado con nadie ni a pie ni en coche. Ni tampoco era posible que alguien hubiese entrado o salido de la zona, al menos por aquella pista sin asfaltar que moría junto a la puerta de entrada. No creí probable una huida por mar: a nado o en un bote ¾aunque ahora pienso que no debí ser tan tajante descartando esa opción¾. De lo que no tenía duda era de que, fuera quien fuera el que se hubiese llevado los guantes, tenía que haber venido caminando un buen trecho. Y podía aún seguir allí mismo, quizás muy cerca.

            Apagué de un golpe la linterna, por la sospecha de resultar un blanco demasiado fácil y busqué refugio en el hueco de una roca que había visto a mi derecha un momento antes. Agachado e inmóvil, con mi espalda pegada a la humedad de la piedra, permanecí un tiempo que no podría precisar, pero que me pareció una eternidad, invadido por un miedo paralizante y con el corazón y las sienes latiendo desesperados. Me notaba completamente tenso por el esfuerzo de mantener todos mis sentidos en estado de alerta y, al mismo tiempo, sabía que debía vencer la rigidez que me agarrotaba cada músculo: tenía que estar preparado para reaccionar ante cualquier imprevisto. Ni siquiera era del todo consciente de que mis únicas armas eran una absurda linterna y una vulgar piedra redonda del tamaño de un puño, que todavía llevaba firmemente apretada en mi mano derecha, por si volvían las ratas.      

Pero no eran ya las ratas lo que me preocupaba. Presentía, cada vez con más fuerza, que había alguien más, observándolo todo. Casi diría que más que un presentimiento, era una certeza. Pero me resultaba imposible distinguir algo, por más que me esforzara. Había oscurecido casi completamente y la niebla parecía volverse más espesa y húmeda a cada segundo. Procuraba escuchar atentamente hasta el menor ruido, pero sólo percibía mis propios latidos creciendo en proporción geométrica y el rumor de un agua que rompía en diminutas olas, mientras subía la marea.

Cuanto más trataba de racionalizar y vencer mi inquietud, menos conseguía tranquilizarme: por una parte me resultaba lógico que, el responsable de la desaparición de los guantes, seguramente tampoco habría estado muy lejos de donde yo estaba en el primer momento en que encontré a Uría, aún vivo. ¿Y si no fuese exactamente un suicidio al estilo samurai, sino un asesinato? En ese caso, me decía a mí mismo: “Estás a salvo: si antes no te pasó nada, ¿por qué te iba a pasar ahora?”. Pero cabían también otras posibilidades, mucho más angustiosas e inciertas, que no podía concretar, ni razonar siquiera y, tal vez por eso, irracionalmente aterradoras.

Calculé que no habría tardado más de quince minutos en regresar desde que me fui para hacer la llamada de socorro. Y ya empezaba a lamentar la decisión altruista que me hizo volver. Lo único cierto era que, durante esos quince minutos, alguien había llegado junto al cuerpo y le había quitado los guantes: pero, ¿para qué?, ¿qué pretendía hacer con ellos?, ¿por qué se los llevó finalmente? Y, sobre todo, ¿qué hizo después? ¿Seguiría todavía allí, como yo presentía, o habría huido? Todas esas preguntas, sin respuesta, no dejaban de dar vueltas como un torbellino de mariposas alrededor de la bombilla de mi amedrentado pensamiento.

Por fin los faros de un coche pasaron sobre el acantilado, muy por encima de mi cabeza, y sólo entonces conseguí reaccionar, liberar parte de la tensión que me atenazaba los músculos, salir del ensimismamiento y darme cuenta de que hacía ya unos segundos que era perceptible el sonido aún lejano de una sirena. Aun así me parecía estar viviendo una ensoñación, una irrealidad, que no por serlo resultaba menos acongojante.

El ruido cada vez más cercano del vehículo me produjo una extraña sensación de seguridad. Fue la primera vez en mi vida que me alegré de la presencia de la Guardia Civil. De repente me vi corriendo ladera arriba, yéndome hacia ellos.

Al verme venir, tras pasar de nuevo bajo la tela metálica, el sargento se acercó con un paso que me pareció demasiado tranquilo y me preguntó si era yo quien había dado el aviso. Contesté que sí y entonces me informó de que la ambulancia estaba en camino. Les dije que seguramente no había nada que hacer, pero que lo comprobasen. La mirada del sargento tropezó con los letreros de la verja y se mostró bastante sorprendido. Volvió hacia el coche y comentó algo con su compañero. Imagino que le daría orden de comunicar el hecho a la Policía Naval e incluso a la Guardia Civil del Mar. Luego, acercándose a mí de nuevo, quiso saber por dónde había entrado. Le señalé el trozo levantado de la cerca.

¾Por allí.
¾¿Es usted militar?
¾No.
¾¿Y el otro? ¾inquirió refiriéndose a Uría­.
¾Tampoco.

Me miró, entre interrogante e incrédulo, pero evitó añadir nada más. Pasó en cuclillas bajo la verja, poniendo cuidado de no mancharse, y se vino conmigo ladera abajo, hacia el pie del acantilado, mientras que el cabo permanecía dentro del coche, hablando por la radio.

Al llegar junto al cuerpo de Uría encendí la linterna y le apunté. El sargento, al verle, con el vientre atravesado, exclamó: “¡Madre de Dios!” Y no sé si a conciencia o por causa de la impresión, se santiguó dos veces seguidas. Después, aproximándose al cuerpo e, inclinándose, le tomó el pulso en el cuello: obviamente, estaba muerto. Completamente desangrado y escurrido.

*****
           


¿Sorprendido? Seguro que lo que menos esperabas de mí era verme involucrado en un asesinato, aunque no tenga en él más responsabilidad que la del azar de haber sido, a excepción del asesino, el último en ver a Luis vivo y el primero en verle muerto, sin haberle visto morir.
 Pero tampoco es sólo que pasara por allí, sin más, porque es evidente que sí tengo que ver. De alguna manera, fui el instrumento desencadenante de todos los hechos de los que quiero dejar constancia en estas cintas y que, seguro, te sorprenderán todavía más.

He estado escuchando todo lo anterior y creo que me he lanzado a contarte cosas de las que careces de antecedentes. Pero quería, en primer lugar, echar afuera y dejar bien grabados los detalles importantes relacionados con la muerte de Uría, antes de que se me difuminen los recuerdos.

Y si tú estás sorprendido, yo estoy todavía medio perdido entre lo real y lo irreal. Y absolutamente consternado. Noto también una extraña euforia, casi hiperactividad, fruto de la convergencia simultánea de muchas emociones y mucho nerviosismo.

He decidido grabar en estas cintas todas las cosas que recuerde y se me vayan ocurriendo. No lo hago por el juez, porque me da la impresión de que le importa tres pimientos este caso. Lo hago porque tengo miedo de que me ocurra algo y nadie llegue a saber nunca lo que en realidad pasó. Y quizás también por mi temor de que todo pueda ser verdad, ser mentira, o las dos cosas a la vez. Y no sabría decirte cuál de las tres posibilidades me inquieta más.

Sea cual sea, de lo que sí estoy seguro es de que tú eres la persona adecuada para ayudarme: por tu condición de escritor, además de amigo. En su momento, si algo me sucediese, sabrías y podrías contarlo. Y, por el contrario, si todo pasa conforme a mis esperanzas, tendrás entre manos la más fantástica de las aventuras, pero, eso sí, absolutamente real. En cualquiera de los casos, de lo que estoy convencido, es de que no te servirá para publicarla en un periódico: además de ser una historia demasiado larga y un pelín enrevesada, lo más probable es que la mitad de los lectores no creyesen ni una sola palabra y, la otra mitad, te tomaran directamente por un loco. Aunque tal vez puedas utilizar todo este material de alguna otra manera, quizás más literaria, que te sirva a ti y me sirva también a mí. Ya veremos.

Pero ahora es preciso que gire hacia atrás el manubrio del tiempo y empiece a explicarte las cosas por el principio. Porque este asunto, como irás viendo, tiene bastante miga y creo que me va a llevar algunas casetes contártelo todo por lo menudo. Así que empezaré por decirte cómo empezó esta loca aventura, que llegó hasta mí de un modo impredecible, incluso bastante anodino y hasta inocente: una pequeña hebra de hilo que, con el tiempo, se fue enredando hasta convertirse en una densa madeja.

El principio, o mejor aún que el principio: el momento desencadenante de los hechos que te quiero contar, podemos fijarlo hace un par de semanas, cuando una periodista que creo no conoces, Elena Pernas, tuvo la feliz ocurrencia de hacerme una entrevista en relación con mi empresa. Al menos, eso creía yo.

Te estoy hablando exactamente del lunes 11 de octubre por la mañana, o sea, tres días después de conocer a Elena: nos habíamos levantado tarde y quería justificar su tardanza en la redacción con esa excusa. Pero no me hizo ninguna pregunta, ni siquiera en el coche mientras regresábamos a Santiago. Y ante mi extrañeza, me dijo que con lo que habíamos hablado tenía suficiente.

Yo ya sospechaba que a ella le interesaba muy poco mi agencia de turismo cultural. Así me lo había parecido al advertir una indisimulada mueca de asco, cuando, nada más conocernos, el viernes anterior, respondí a su curiosidad diciéndole a qué me dedicaba. Y aún peor le pareció que mi negocio estuviese enfocado al turismo de calidad, atraído mediante ofertas de rutas del románico, castreñas o prehistóricas, porque de inmediato me lanzó un dardo envenenado:

¾¿Con eso te refieres a que sólo te interesan clientes de las clases pudientes? ¾dijo remarcando con cierto retintín lo de clases pudientes”.

A ella, tan auténtica que se creía, le interesaba más la libertad del viajero de mochila y camping, según me dijo a continuación, en un tono casi mitinero. Pero, en cambio, no le hizo ascos, sólo una hora después, a mi sugerencia de pasar el fin de semana, invitada por mí, en una casa de turismo rural bastante lujosa y cara, cerca de Puebla de Trives, saliendo sólo de la habitación para ir al baño, al restaurante o a beber crema de güisqui en el banco del fondo del jardín. No hicimos ni una sola excursión. Ni tan siquiera nos tomamos la libertad de abandonar el recinto de la finca de la casa, a pesar de habérselo sugerido yo en un par de ocasiones.

Imagino que, por su estilo, sus críticas no eran tanto el reflejo de una filosofía vital como de su circunstancia económica personal. Ya se sabe: la fábula del zorro y las uvas.

Su vida, fuera del trabajo en la redacción, se reducía a los bares ruidosos, las discotecas y los afterhours”, que llamaba ella. Y por supuesto, al ligueteo sin compromiso, ya que afirmaba ser incapaz de aguantar a un mismo hombre después de los primeros días de vino y rosas y, mucho menos, cargar con él toda la vida. Y eso, en una mujer, es algo que los hombres como yo apreciamos sinceramente, aunque nos hagamos los ofendidos: porque no atentan contra nuestra libertad. Quizás tampoco nos lleguen a satisfacer plenamente. Creo que al no sentirnos amados, nos sentimos utilizados. Pero, bueno, estoy generalizando. Quiero decir que así me siento yo, tú no sé.

Además, no quiero criticar a Elena. A fin de cuentas no sé mucho de ella. No llegamos a conocernos lo suficiente. Se marchó a Palma de Mallorca sin más aviso que un mensaje en mi contestador dos días después de haber llegado a aquella isla. Debió ser la última vez que se acordó de mi número de teléfono. Y olvidó dejar el suyo y la nueva dirección. Ni siquiera dijo si marchaba para trabajar en algún periódico o qué. No es que me importase demasiado, salvo por esas arruguitas que me salen en el orgullo. Si bien, esto, como diría otra amiga mía, sólo sea una parte de mis ancestrales reminiscencias machistas. Así de rimbombante y freudiana que es ella.

Lo que trato de decir es que todo arrancó por aquella entrevista, que además no se publicó hasta el domingo siguiente, por no ser “de actualidad”. Exactamente ese fue el argumento que le dio su redactor jefe, quien, encima, por culpa del inoportuno retraso de Elena, se había visto obligado a cambiar los planes de aquel día y enviar a otro plumífero a la rueda de prensa que ella debería haber cubierto. Y por culpa de ese pequeño contratiempo había ido toda la mañana de culo. Incluso tuvo que salir, por primera vez en un mes, a un acto en el que presentaban un libro impresentable. Y para colmo, llovía y no tenía monedas para el aparcamiento, con lo que, además del cabreo, se trajo de vuelta a la redacción una bonita multa mojada, con las letras borrosas e ilegibles.

Por su parte, Elena, acabó por enseñarle su lado más histérico, cuando, a media tarde, el jefecillo se acordó de nuevo del cabreo mañanero y volvió a recriminarla, por tercera vez en el día, con la añadida pequeña variante de mal gusto, de ocurrírsele hacerlo delante de unos entrevistados. Elena, fuera de sí, lo abrasó con el lanzallamas de su mirada y le soltó una retahíla de improperios irreproducibles que, en buena lógica, sacaron de sus casillas al redactor jefe. Al final, se quedó muy aliviada, porque decía que ya no aguantaba más "al pretencioso ese". Y él se quedó aún más satisfecho, devolviendo un sólo golpe, pero con una precisión y saña tal, que envió a Elena directamente a la lona del paro. Me contó todo esto, como reprochándomelo, en una llamada agónica que me hizo aquella misma noche. Su último trabajo periodístico fue mi entrevista y cuando se publicó, el domingo 17, ya se había largado sin dejar rastro. Ni siquiera llegó a verla publicada. O al menos eso dejó dicho en aquel último mensaje en mi contestador.

Y por culpa de esa entrevista, que no me habría de traer más que disgustos, yo, entre otras cosas, había estado una semana entera aguantando a todo el mundo el chistecito de "vaya investigador que estás hecho" u "hombre, nada menos que Sherlock Holmes", en cuanto algún graciosillo me veía aparecer.

No obstante, debo entonar el mea culpa. Una, por haber creído que el asunto iba por otro lado y le estaba haciendo un favor. Y otra, por haberle contado algunas cosas sobre un poema escrito en gallego medieval que un amigo me había dado, con el fin de que tratara de determinar su autenticidad y averiguar su origen. El tal poema narraba la historia de un rey que ocultó en una cueva un fabuloso tesoro, encargando su custodia a una mujer. O mejor aún, a una de esas deidades femeninas, a caballo entre el mundo real y la fantasía, que bien podría corresponderse con una de esas mouras, protagonistas de la mayor parte de las leyendas de origen celta que hay en Galicia, aunque en el texto no se cita por ese nombre.

Y esto se lo conté a Elena la noche que nos conocimos, antes de invitarla a escaparnos de la ciudad y mientras ella se fumaba otro de esos porros que tanto le gustaban y que a mí me llenan el pecho, me hacen toser y me dejan ko media hora. Pero aquel, además, me había henchido de verborrea y, si cabe, había cargado un poco las tintas. Aunque quizás no fuese toda la culpa del porro, sino más bien de mi estupidez, que me hizo creer que ése era el mejor modo de impresionarla.

Y ella no se cortó en titular la entrevista parafraseando a Steven Spielgberg. Nada menos que "En busca del tesoro de un dios celta". Y encima, me trazó un perfil por el que se colegía que yo debía de ser una mezcolanza de Indiana Jones, Sherlock Holmes y Jacques Cousteau. Incluso llegó a atreverse a escribir que había hecho un "insidioso trabajo de campo en el que no faltaron la excavación arqueológica ni el estudio de los fondos marinos costeros, donde se supone tenía su límite el poblado primitivo del castro que esconde una estatua de oro, a tamaño natural, de un desconocido dios celta, llamado Uriel".

Algo totalmente impreciso, como suele ser habitual en todos los casos en que uno se deja engatusar por gente de vuestra ralea. Porque, en primer lugar, no había nada de ningún dios, sino un rey. Y yo no había estado nunca, ni recuerdo habérselo dicho, en ningún supuesto lugar de la costa. ¡Si ni siquiera tenía la menor idea de su posible localización! Tampoco había hecho ningún insidioso trabajo de campo, ni excavación arqueológica. Y mucho menos, ninguna clase de estudio sobre fondos marinos. Sólo sugerí que, llegado el caso, tal vez fuera necesario. Así que, si yo había exagerado un poco, ella lo multiplicó por tres. Y además, todo eso, nada tenía que ver con el negocio del turismo, ni en mi empresa se hacían investigaciones de documentos antiguos, como así parecía desprenderse de aquella infame entrevista.

En realidad, sólo sabía lo que decía el poema y, si acaso, un par de cosas más en relación al pergamino que lo contenía, tras haber consultado con un arqueólogo que estudió conmigo.

Pero, lo peor de todo. era lo mal que iba a quedar con mi amigo Ramón Escadas, que fue quien me dejó el documento, levantándole la liebre nada menos que en el papel prensa, con el agravante de hacer propaganda de mí mismo y de mi empresa, a su costa, y sin haberle resuelto prácticamente nada de lo que quería saber.

Mi cabreo fue tan monumental que, al día siguiente, el lunes a media mañana, agarré el teléfono y puse a pan pedir al redactor jefe de Cultura de El Correo: un tipo de envidiable cintura que fintó aquí, esquivó allá y, muy finamente, acabó descargando las culpas sobre Elena. Por la parte que a él le tocaba supo lavarse las manos mejor que Pilatos, eximiéndose limpiamente de toda responsabilidad y haciendo gala de ser un profesional digno de encomio o, al menos, recitando bien la teoría: comprenda que, en cualquier diario, se debe mantener siempre el lógico respeto a la firma del autor”. Y como solución y conclusión: ninguna clase de desagravio, sino que simplemente, no se consuela quien no quiere, me suelta un reconfortante: tranquilícese y deje ya de preocuparse. Le prometo que algo así no volverá a repetirse: de hecho, la persona que le ha hecho la entrevista, ya no va a trabajar más aquí. Fantástico. Me dejaba muy, pero que muy tranquilo. El muy cabrón prometía sobre seguro y, tal como lo dijo, hasta pretendía hacer ver que el despido de Elena era para darme a mí satisfacción. Estuve a punto de decirle que sabía que desde el martes anterior ella ya no trabajaba en su diario. Pero, en fin, estaba convencido de que, de aquel tipo, nada iba a sacar. Así que, sencillamente, le colgué sin despedirme. Ya habría momento para la venganza.

Evidentemente, ahí no iba a acabar todo, sino que me tocaba comenzar a apencar con las inevitables consecuencias. Y la primera llegaba nada más dejar el teléfono: mi secretaria me pasa una llamada de la Dirección Xeral de Patrimonio Histórico y Documental de la Xunta de Galicia ­¾y oído al parche, que esto es la pera¾: un funcionario, muy cabreado, sin darme siquiera los buenos días, ni preguntarme quién era, me escupe a bote pronto una hilarante pregunta nada más escucharme decir, “sí, dígame”:

¾Le conmino a que me responda con qué clase de permiso se ha atrevido usted a llevar a cabo una excavación arqueológica clandestina, contraviniendo la Ley de Patrimonio de Galicia y el Reglamento de Actividades Arqueológicas.

Como comprenderás, me quedé tan sorprendido que estuve a punto de preguntarle con quién quería hablar, porque yo era la señora de la limpieza. Pero, sin dejarme siquiera responder, me informó de que estaba dispuesto a empapelarme, porque tales hechos implicaban la comisión de “flagrante delito”. Y además iba a enviar, tanto a mi empresa como a mi domicilio, a una pareja de la Policía de Patrimonio, para que procediese a efectuar un registro e incautar cualquier objeto del que pudiera haberme apropiado, tras realizar la presunta excavación.

No puede evitar reírme a carcajadas, sin parar, durante al menos diez segundos, para, a continuación, y ante la perplejidad del individuo, decirle que el tesoro que había hallado se lo había regalado al redactor jefe de Cultura del periódico que publicó semejante gedeonada y que, por mí, podía enviarle hasta su mesa a la mismísima Guardia Civil. Como al sujeto no se le ocurrió otra cosa más que preguntarme si estaba de coña, no sé cómo, conseguí ponerme serio y contraatacar:

¾¿Pero cómo se atreve a telefonearme a mi despacho, sin conocerme de nada, sin decirme siquiera quién es usted, y dirigirse a mí, en semejante tono, para llamarme delincuente?

El funcionario, entonces, reculó: pidió disculpas, me dijo un nombre que ya no recuerdo y, antes de dejarle seguir, le grité algo así como:

¾ ¿Y es usted tan inocente como para tomarse en serio todas las parvadas que publican los periódicos o es que me cree tan estúpido como para, de haber hecho eso de que usted me acusa, darle publicidad a bombo y platillo? Y espere, espere, que aún le quiero decir algo más: si realmente piensa usted hacer un registro en mi casa y en mi empresa ¿por qué me amenaza con la policía?, ¿para que me dé tiempo a esconderlo todo?

Como ya no sabía si ofenderse o achantarse, me respondió a la gallega:

¾¿Qué me quiere usted decir con eso?
¾Pues está bien claro, o ¿es que es usted un poco durillo de oído o de entendederas?
Y el tipo
¾¿Me está usted reconociendo que tiene usted objetos y que los va a ocultar?
Y yo:
¾Las coge usted al vuelo. Veo que la ironía no es lo suyo.
 Y así.

 Una vez medio deshecho el entuerto, tras un buen rato de réplicas y contrarréplicas, explicaciones y más explicaciones, que al final decidí me convenía darle, y sin que el fulano quedase muy convencido: en conclusión, acordamos que yo me encargaría de que el periódico publicase un desmentido, y  él, por su parte, le haría una llamadita semejante a la que yo acababa de sufrir, al jefecillo ese de Cultura. Que le reclamase la cinta o las notas de la entrevista ¾que nunca existieron ¾ o cualquier otra cosa que fuese menester o, sencillamente, se le ocurriese. El asunto era que ambos se diesen un poco la lata mutuamente y conseguir sacarme, mientras tanto, yo del medio.

Todavía no habían pasado ni diez minutos y, mientras continuaba mascando mi revancha del “pretencioso ese” y la forma de eludir el marrón que se me venía encima, sin decidirme a recurrir directamente al director del periódico, mi secretaria me trajo hasta la mesa dos curiosos faxes, remitidos por sendos historiadores que bien podrían encuadrarse en el grupo de los celtómanos: un hombre y una mujer, para más señas. El primero, desde Santiago, de un tal Fernando Alonso Romero y el segundo, desde A Coruña, de Blanca Fernández-Albalat. Se interesaban por conocer más datos acerca de la referida leyenda que, según decían, les había parecido muy sugestiva y novedosa. Les contesté a los dos con el mismo texto, para hacer cumplir como dios manda la ley del mínimo esfuerzo, aunque eso sí, en tono amable, agradeciendo su interés, pero yéndome por la tangente: primero, acusando al diario de no haber puesto ni un renglón al derecho, y segundo, como parecían buena gente, diciéndoles que no tendría inconveniente en ayudarles, y que, de hecho, me encantaría poder satisfacer su petición de acceder al texto original, que estaría encantado de poder hacerlo... en el caso de que el pergamino fuese mío. Pero como no lo era, y dado que se trataba de un documento de carácter privado, propiedad de una persona que no me había autorizado a facilitar su nombre: muchas gracias por su interés, lamento no poder ayudarle, en otra ocasión será y adiós muy buenas.

A continuación, tras decidirme a ir a por todas y a cumplir mi parte del acuerdo con el funcionario, escribí una carta, de muy señor mío, que envié por fax, directamente al director del rotativo. En ella, le contaba el triple atropello de que había sido objeto: por parte de su diario, de la periodista que firmaba tal engendro y, por supuesto, del redactor jefe, que no sólo no había atendido a razones, ni satisfacciones, sino que incluso me había mentido descaradamente. Y como el asunto se había puesto peliagudo para mí, ante las amenazas recibidas por parte de la administración autonómica: de no acceder a publicar de inmediato un desmentido, me vería obligado a interponer la pertinente denuncia. Atentamente, firma y tacha, y todo eso.

Poco después, llegaba mi secretaria, Isabel, con un nuevo fax. Pensé que sería de El Correo y que sí que se habían dado prisa. Pero no: se trataba de una carta, en inglés, firmada por un tal James Howard Cosgrove III, desde Long Island, New York. Y ésta sí que era delirante. Se había enterado, aunque no decía cómo, de que mi empresa estaba realizando una excavación para tratar de hallar, entre otras cosas, una estatua de oro de un dios celta, a tamaño natural. Hasta aquí, más de lo mismo, pero lo mejor era el segundo párrafo: estaba dispuesto a pagar más que nadie, superando cualquier otra oferta que yo pudiese tener, con tal de hacerse con semejante pieza, para su “private collection”, fíjate qué nivel. Añadía también que él mismo se haría cargo del transporte y de las inconveniencias y dificultades que pudiera suponer sacarla del país. Finalmente, confiaba en mi inteligencia y discreción, quedando a la espera de mi respuesta. En fin, que de repente me había hecho rico. O estaba casi a punto. Por eso, como nunca creí en las hadas y menos en las hadas que llaman a la puerta equivocada, ni siquiera me molesté en contestarle.

Iba a marcharme a casa cuando, cerca de la una, llegó al fin el fax del director de El Correo, que acusaba recibo de mi reclamación y me invitaba a entrevistarme con él en su despacho, cuando quisiera, previa cita concertada con su secretaria, para tratar de llegar a un acuerdo que resulte lo más satisfactorio posible para ambas partes”: ¡sería chulo! Pretendía dirimir el litigio en su terreno, con la humillación previa de hacerme pasar por el filtro de su secretaria. Este me iba a oír. Pero no tenía mucho tiempo. Así que, sencillamente, redacté unas líneas: “Me ratifico en la petición realizada en mi anterior fax. Cualquier intento de llegar a otra clase de acuerdo que no pase por una rectificación por su parte, me obligará a llevar a cabo mi amenaza. Desmientan todo lo que no puedan probar que sea cierto”. Veríamos si ahora me volvía a largar lo de la secretaria. Le pedí a Isabel que lo enviase y me fui a casa.

Pero lo fundamental no pasó ese lunes, aunque el hilo de la historia de Elena y sus jocosas consecuencias, me hayan hecho saltarme un día entero, sino que el propio domingo, con la tinta del diario todavía fresca, faltaban aún por ocurrir dos hechos fundamentales. En primer lugar, la entrada en escena de Luis Uría: un hacendado mexicano que, desde su rancho de Monterrey, mira tú por donde, también leyó el dichoso periódico. Recibía El Correo con un día de retraso, pero a diario. Ese era el único elemento que le vinculaba con su origen gallego, además de algún partido de fútbol, preferentemente del Celta, que veía por televisión. Y a causa de su afición al fútbol, los domingos por la mañana y también los lunes, solía conectarse a esa plaga de fin de siglo, llamada Internet, para leer los comentarios de la prensa gallega en relación con el equipo de sus amores. Casualmente y, como quien no quiere la cosa, vio en el sumario de la web de El Correo el titular spielberiano de la puñetera entrevista, le llamó la atención y decidió leerla. Y gracias a que en el texto figuraba el nombre de mi empresa, consiguió fácilmente, gracias a una simple consulta a las páginas de Telefónica On-line, los números del teléfono y del fax. Raudo y veloz, desde su propio ordenador, redactó unas líneas en las que me contaba todo eso del fútbol, de los teléfonos, de Internet y algunas simplezas más, que me envió, logotipo de su rancho incluido, a través de su módem, a mi número de fax. Según el reporter, el papelito había entrado en mi oficina a las 14:27 horas del mismo domingo, mientras que yo me disponía a ponerme las botas delante de un centollo en el Restaurante Huertas, digamos, para celebrar mi insoportable éxito mediático y de paso sacarme de la boca el mal sabor que me había dejado semejante sarta de imprecisiones y exageraciones, esparcidas a los cuatro vientos por la susodicha periodista.

Tras la comida, decidí pasar un momento por la oficina para ver cómo le iba a mi secretaria con un grupo de japoneses que, en ese momento, deberían estar viendo una exposición xacobea en San Martín Pinario. Fue ella la que me entregó el fax de Luis Uría. Pero lo más curioso, al margen de las demás cosas ya enumeradas, y que hablan por sí mismas, fue que él afirmaba tener en propiedad un poema semejante al que yo, supuestamente, estaba investigando.

Como quiera que entre eso y la realidad mediaba un ancho trecho, no pude hacer menos que reírme, sobre todo porque el mexicano me decía que, ya que mi empresa se dedicaba a hacer ese tipo de indagaciones, tal vez pudiésemos ocuparnos de desentrañar los arcanos de su poema. Entre mis ganas por desenredar el entuerto y un pinchazo de curiosidad repentina, me animé a contestarle en ese mismo momento, explicándole que aquella clase de investigaciones eran a título particular y al margen de la empresa pero, si me facilitaba una copia del texto, le comunicaría si me era posible asumir tal encargo.

En fin, que el asunto puso mi imaginación al límite, y esa misma tarde, en la siesta que me regalé en el sofá de mi despacho, me soñé descubridor de una estatua de oro de tres metros de alto, representando a un rey guerrero con una espada en la mano, idéntico al dibujo que salía en los paquetes de los cigarrillos Celtas cortos: ya ves, que poco original. Elena volvía al periódico porque yo le ofrecía la exclusiva del descubrimiento y, en una jugada maestra, seducía con ella al director y pasaba a ser redactora jefe, dando la vuelta a la tortilla y logrando echar al “pretencioso ese” a la puñetera calle. Al final, montábamos una casa de turismo rural y vivíamos felices, saliendo solo al baño, a comer y a emborracharnos en el banco del fondo del jardín. Más o menos.

Pero esta misma noche he descubierto que el cuerpo del rey de oro, con su flamante espada, se había revelado como el cuerpo de Luis Uría atravesado por ella y ni Elena había vuelto a dar señales de vida ni habría exclusiva espectacular en el periódico. Salvo, supongo que esta vez sí mañana, la reseña del suceso.

Si te soy sincero, y aunque sea duro decirlo, su muerte no sólo me deja indiferente en el sentido de que no me ha afectado nada a mi equilibrio emocional, sino aún más, y esto es lo fuerte: aunque no racionalmente, puesto que nunca le deseé ningún mal, algo en mí se satisfizo con su muerte. Y es algo que estoy notando ahora. Y es muy extraño. Y también muy cruel.

Tal vez tenga razón Ana, a pesar de todo... pero permíteme que esta historia te la cuente en otro momento, porque son más de las seis y media de la madrugada y el día ha sido muy largo, muy difícil, y estoy ya demasiado cansado. Además, veo ahora que la cinta está a punto de acabarse y no me siento con fuerzas para ponerme a grabar la otra cara. Y a ti te dará lo mismo, puesto que, cuando la escuches, ya estará completa y sólo tendrás que darle la vuelta. Chao.