Hay fuerzas que arrastran, magnetismos irresistibles, pasiones que uno lleva, como marcas a fuego desde el alumbramiento, quien sabe si antes incluso. Son taras que parece que chocan contra lo racional, lo conveniente, lo sensato, pero no podemos sustraernos a ellas, hagamos lo que hagamos, bajo pena de infelicidad. Porque no se puede pelear siempre contra uno mismo sin acabar por hacerse daño.
Que ambiguo es todo lo anterior, cuánto podría concretarse si fuésemos, punto por punto, desgranando nuestras pasiones, desde las más nobles a las más innombrables. Pero no me refería a las bajas pasiones, si cabe el adjetivo, que parece moralizar bastante el discurso -y da pie a acaloradas discusiones para definirlas y encuadrarlas dentro de semejante etiqueta-, sino a esas que parecen ser motor de nuestra vida, que dan sentido a la pregunta de qué hago yo aquí o para qué vine, o vete tú a saber qué queremos preguntarnos.
La pregunta es si somos los mismos que queríamos ser cuando teníamos dieciocho años. En dónde quedaron abandonados nuestros sueños. En qué desvanes dejamos esas prendas que nos vestían de ilusión como ninguna otra. Ay, pero luego llegó la vida, la realidad del día a día, y los sueños tuvieron que dejarse aparcados por alguna parte y más tarde hubo que arrinconarlos definitivamente para que no estorbasen en nuestro deambular diario, acechándonos por los pasillos.
Los desvanes reales son buenos lugares para darnos cuenta de aquellos vestidos que hemos ido dejando atrás. Dibujos, cartas, poemas, textos, diarios, quién sabe. Allí están todos aquellos nosotros mismos que ya no están en nosotros. Que no sabemos siquiera si queremos resucitarlos. Al menos a alguno de ellos, pero ahí están. Refresco de nuestra memoria olvidadiza, tan selectiva que es curioso igualmente ver y analizar qué es lo que habíamos olvidado y por qué. Lo de ordenar el desván es, por esto, el cuento de nunca acabar. Uno queda atrapado irremediablemente entre el polvo del recuerdo.
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