sábado, 24 de noviembre de 2007

Santiago Roncagliolo

El azar, la casualidad o lo que sea, junta la mayor parte de las veces a las personas. Coincides, sencillamente, en el tiempo y en el espacio. Pero no eliges a esos compañeros de viaje fugaces que se cruzan de repente en tu vida. No los eliges en ese momento inicial, claro. Pasa así con los compañeros de trabajo, en particular y con todo el mundo, en general.

Nuestro pequeño mundo cotidiano se reduce, a lo sumo, a unas pocas docenas de personas con las que compartimos la mayor parte de nuestro tiempo, querámoslo o no. Si tenemos la suerte de que en ese restringido círculo damos con personas interesantes, nuestra vida se enriquece, aunque sean pequeños momentos fugaces de coincidencia espacio temporal.

Pocas veces valoramos la importancia de esto cuando elegimos o tomamos decisiones importantes que afectan a nuestro futuro. Elegimos los trabajos por el sueldo, por las condiciones laborales y rara vez, por el ambiente o por el equipo del que formaremos parte. No sé si esto es causa, supongo que sí en muchos casos, de esa insatisfacción que nos producen todos esos empleos que no nos enriquecen en el plano humano, donde las relaciones y el aprendizaje mutuo son superficiales. Donde no llegamos a congeniar plenamente con nadie.

Y así, forzados a una rutina donde el azar y la casualidad cada vez son bienes más escasos, la vida discurre en nuestro pequeño mundo cotidiano, con más pena que gloria y casi dando gracias por tener lo que tenemos, que aún menos mal.

En mi vida particular, esos momentos fugaces, últimamente, eran más bien inconstantes, por añadir un adjetivo un tanto indefinido. Una vida rutinaria encerrada en un círculo limitado. Por eso agradezco en mayor medida esas pequeñas oportunidades de salir de lo ordinario al encuentro de lo extraordinario.

En este caso, la coincidencia, por razones de trabajo, fue con Santiago Roncagliolo, escritor peruano afincado en Barcelona, ganador en el 2006 del premio Alfaguara de Novela, con la novela “Abril Rojo” y autor igualmente de “Pudor”, que fue llevada al cine de la mano de Tristán Ulloa. En esta ocasión presentaba un libro a caballo entre el periodismo de investigación y la narrativa, destripando las entrañas del movimiento terrorista Sendero Luminoso y su líder, Abimael Guzmán. La obra se llama “La Cuarta Espada” y es un libro altamente recomendable, porque, por encima del interés que a priori pueda interesarnos el tema del que trata, la claridad expositiva del relato y la calidad literaria innegable de su autor, son armas suficientes para validar el libro.

Santiago es un tipo tranquilo, atento y educado en el trato, que mira de frente y presta atención. Se interesa por la actualidad y está al día de todo lo que se cuece en el mundillo editorial y literario. Devora los suplementos culturales que caen en sus manos. Hasta ahí, la deformación profesional normal de todo periodista y escritor. Pero además, con él, la conversación, no es intranscendente, sino cargada de sustancia y sus juicios y opiniones son siempre directos, pero sensatos. En definitiva, un tipo listo, que conoce sus armas de escritor y al que recomiendo le sigan la pista, que dará que hablar, aún más de lo que ya lo hace.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Mirando hacia adentro

Hay fuerzas que arrastran, magnetismos irresistibles, pasiones que uno lleva, como marcas a fuego desde el alumbramiento, quien sabe si antes incluso. Son taras que parece que chocan contra lo racional, lo conveniente, lo sensato, pero no podemos sustraernos a ellas, hagamos lo que hagamos, bajo pena de infelicidad. Porque no se puede pelear siempre contra uno mismo sin acabar por hacerse daño.

A veces, uno debe coger el timón, cambiar el rumbo y enfilar hacia la tormenta, al choque con las olas, pese a todos los consejos: porque sólo la valentía construye el camino de los héroes. Pero hay que sumar el esfuerzo a todo ello. La constancia. Llega un momento en que ya no podemos ni debemos ponernos más excusas para tratar de hacer lo posible por alcanzar los objetivos vitales que creemos nos llevarían a la verdadera felicidad y a ese encontrar al fin nuestro verdadero lugar en el mundo.

Que ambiguo es todo lo anterior, cuánto podría concretarse si fuésemos, punto por punto, desgranando nuestras pasiones, desde las más nobles a las más innombrables. Pero no me refería a las bajas pasiones, si cabe el adjetivo, que parece moralizar bastante el discurso ­-y da pie a acaloradas discusiones para definirlas y encuadrarlas dentro de semejante etiqueta-, sino a esas que parecen ser motor de nuestra vida, que dan sentido a la pregunta de qué hago yo aquí o para qué vine, o vete tú a saber qué queremos preguntarnos.

La pregunta es si somos los mismos que queríamos ser cuando teníamos dieciocho años. En dónde quedaron abandonados nuestros sueños. En qué desvanes dejamos esas prendas que nos vestían de ilusión como ninguna otra. Ay, pero luego llegó la vida, la realidad del día a día, y los sueños tuvieron que dejarse aparcados por alguna parte y más tarde hubo que arrinconarlos definitivamente para que no estorbasen en nuestro deambular diario, acechándonos por los pasillos.

Los desvanes reales son buenos lugares para darnos cuenta de aquellos vestidos que hemos ido dejando atrás. Dibujos, cartas, poemas, textos, diarios, quién sabe. Allí están todos aquellos nosotros mismos que ya no están en nosotros. Que no sabemos siquiera si queremos resucitarlos. Al menos a alguno de ellos, pero ahí están. Refresco de nuestra memoria olvidadiza, tan selectiva que es curioso igualmente ver y analizar qué es lo que habíamos olvidado y por qué. Lo de ordenar el desván es, por esto, el cuento de nunca acabar. Uno queda atrapado irremediablemente entre el polvo del recuerdo.